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ESTAR SIN ESTAR
Columna
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Insurgentes on the rocks

La Avenida de Los Insurgentes era la nervadura de una modernidad fingida, con camiones que se llamaban Ballenas y Delfines y una caravana de inmensos lanchones de motores rugientes y cofres de lámina alargada como trompas de cocodrilo

Ilustración-Jorge F. Hernández
Jorge F. Hernández

La Avenida de Los Insurgentes ha de medir 52 kilómetros o más en el hielo con el que la congela mi memoria, en un ayer muy previo a la centena incierta de las estaciones del Metrobús, cuando los camiones que la recorrían de arriba para abajo y viceversa se llamaban Ballenas y Delfines, con chóferes de uniforme marrón y variedades diversas en los cantantes con guitarra que se subían para cantar su quincena. Era la nervadura de una modernidad fingida donde los uniformados alumnos de colegios sumaban los números de los boletitos del autobús colectivo con la utopía mentirosa de supuestamente poder exigirle a una colegiala un beso en la boca si la suma era 21 y luego, el afán de ir fumando en medio de las sardinas apiladas, colgadas al tubo del camión como ganchos de ropa con bulto de maniquíes somnolientos.

Así se me afigura en las madrugadas o duermevela donde ha vuelto a vivir el instante en que mis compas y yo vimos pasar en un Volkswagen color rojo a un escritor al filo de consagrarse tan joven y congelar el momento para que medio siglo después parezca bambolearse la dama de minifalda que parecía catatónica recargada en un poste de luz y así entre el ir y venir de Ballenas y Delfines, la legión de burócratas y universitarios con portafolios diversos de cuero y de plástico en un ayer sin más teléfonos que los fijos de moneditas y los negros que se quedaban en casa (siempre en los pasillos, o en la pared de la cocina o muy cerca del comedor) y pasaban ciclistas con inmensas canastas de pan recién horneado que de lejos parecían fantasmas del ejército zapatista (de la Revolución, no de Chiapas) y se evaporan los mismos organilleros que siguen rondando la misma vieja canción y los globos pintados con anilina (antes de que llegara la invasión del plástico metálico) y la adolescencia pasaba del pavor a los robachicos a la nerviolera de pasar corriendo por donde se alineaban las meretrices (todas mujeres, ahora que el mercado se ha vuelto casi exclusivamente trans) y de pronto, en un semáforo (muy anterior a los del concepto de la sincronización) se detiene una caravana de inmensos lanchones de motores rugientes y cofres de lámina alargada como trompas de cocodrilo y la panda de fantasmas nos quedamos hipnotizados mirando cómo se maquillaba una diosa inalcanzable sentada al lado de un Fulano que porta pistola y en el instante del verde, arranca eso que llaman la vida y todo se evapora en un diluvio de agua salada que no llega a llanto, pero que navega nostalgia de tantos inútiles días en que asegurábamos llegar a la próxima Final del Mundial de Futbol, la inmediata desaparición del PRI y de todos los políticos mentirosos, el inusitado milagro económico inundado de petróleo que nos garantizaría evitar la acumulación de décadas desde donde hoy mismo cerramos los ojos en aburrida espera de que pase la siguiente Ballena que nos lleve al puerto del hogar con frijoles en la olla esprés, tortillas recién compradas en la fila del nixtamal, el arroz rojo con dos huevos estrellados… como si se clonara hoy mismo el Sol para soñar con tanto paisaje que parece ya no estar.

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