Hablamos de lo que nos separa con la lengua que nos une

Las diferencias léxicas del español son porcentualmente muy pocas, pero en muchas conversaciones, aunque hayan empezado por los negocios o la política mundial, acabamos tratando en algún momento acerca de cómo allá o acá se dice esto o aquello

Una ilustración con la variedad de las palabras en español.Idalia Candelas

La diversidad léxica entre las distintas variedades del español apenas llega al 2%, pero a todos los hispanohablantes nos encanta utilizar el 98% restante para hablar de ella. Y en cualquiera de esas conversaciones, aunque hayan empezado por los negocios o la política mundial, acabaremos tratando en algún momento acerca de cómo allá o acá se dice esto o aquello.

Estas diferencias se pueden dividir en cuatro grupos, para cuyos ejemplos acudiremos a una simple mu...

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La diversidad léxica entre las distintas variedades del español apenas llega al 2%, pero a todos los hispanohablantes nos encanta utilizar el 98% restante para hablar de ella. Y en cualquiera de esas conversaciones, aunque hayan empezado por los negocios o la política mundial, acabaremos tratando en algún momento acerca de cómo allá o acá se dice esto o aquello.

Estas diferencias se pueden dividir en cuatro grupos, para cuyos ejemplos acudiremos a una simple muestra representativa (la exhaustividad es viable en los diccionarios, pero imposible en un artículo de limitada extensión):

1. Vocablos ajenos que se entienden porque se relacionan. Es decir, las palabras que uno de los interlocutores no reconoce como parte de su léxico habitual pero comprende a la perfección, sobre todo porque es capaz de mirar dentro del vocablo y deducir sus cromosomas; es decir, la genética que compuso ese término. Un mexicano no se bañará en una “pileta”, pero seguramente sabrá a qué se refiere su interlocutor argentino cuando le proponga nadar un rato en ella, porque conoce las palabras “pila” o “pilón” como recipientes de agua. Y si un colombiano le habla de que se retrasó debido a un “trancón”, se hará cargo de lo que significa esa palabra porque sabrá relacionarla con “tranco”, “trancar”, “tranquera” o “trancazo”, términos que evocan el hecho de que algo impide el paso.

Del mismo modo, resultará fácil comprender los significados equivalentes de “taponamiento” (Bolivia), “atasco” o “embotellamiento” (España) y “taco” (Chile). Y de igual manera, un español no empleará el verbo “platicar” pero lo entenderá enseguida si se lo oye a un mexicano, gracias a que conoce la palabra “plática”.

Ese mismo mexicano hablará del “bolero” que se ofrece para limpiar el calzado en la calle, y eso lo entenderán colombianos y bolivianos porque ellos escogieron “embolador” y “boleador”, respectivamente. Pero todos comprenderán lo que quiere decir un español que necesita un “limpiabotas” (y deducirán que se trata de alguien que abrillanta las botas pero también los zapatos). Ahora bien, si se habla de Los Panchos la palabra “bolero” valdrá lo mismo para todos.

Los españoles nos indignamos hace cuatro años cuando Netflix tradujo a nuestra variedad idiomática el español de México que se usaba en la maravillosa película Roma. Hasta el punto de que esa subtitulación hubo de retirarse. ¿Qué tontería era aquella de poner “enfadado” donde se decía “enojado”? ¡Pero si nosotros entendíamos hasta a Cantinflas!

Un ejemplo divertido de formaciones autóctonas y sin embargo perfectamente comprensibles para los demás se da con las diferentes maneras de referirse a una cantidad abundante aunque indeterminada. En casi todos estos casos, el genio del idioma español acude a dos pistas esenciales para transmitir esa idea de abundancia: los elementos “cientos” y “mil” y las reiteraciones vocálicas.

En España diremos “tropecientos”, mientras que en Chile, Guatemala, México y El Salvador elegirán “chorrocientos” o “chorromil”. En Puerto Rico, República Dominicana, Nicaragua y Perú, “cuchucientos”. “Ceremil” se oirá en Cuba; y “cuchumil”, en Perú y también en República Dominicana. “Hijuemil” y “enemil” se emplean en Colombia, mientras que los argentinos suelen preferir “quichicientos”. La opción de “sepetecientos” triunfó en Chile, Cuba, México y Uruguay; mientras que en Panamá y Venezuela se usa más “sopotocientos”. Si alguien nos suelta “te lo dije sopotocientas veces”, todos nos damos cuenta perfectamente del reproche.

2. Vocablos ajenos que se comprenden aunque no se relacionen. Tal vez un español no exprese como primera opción que su pueblo es “muy lindo” (preferirá “muy bonito”) pero tal adjetivo le sonará tan familiar que apenas se dará cuenta de que ha oído una palabra inhabitual para él. Este grupo de términos de escaso uso activo pero de gran conocimiento pasivo resultan fáciles de comprender gracias al tronco común de la lengua, a la historia compartida, a la literatura de ambas orillas, a las películas, a las telenovelas o culebrones, a las chacareras, los corridos, a las tiras de Quino, a los espectáculos de Les Luthiers, los chistes del Chapulín Colorado… Y gracias a los inmensísimos intercambios culturales durante siglos entre todo el mundo hispánico. En España se usa “farra” (juerga, reventón) porque ese vocablo llegó con los tangos.

Podemos poner como ejemplo también el caso de “papa” y “patata”, dos maneras distintas de llamar al tubérculo y de cuya respectividad se tiene conciencia perfecta a los dos lados del Atlántico. O el de “plátano” y “banana”, entre otros muchos.

3. Vocablos desconocidos por completo. En este tercer grupo aparecen palabras que con frecuencia adquieren resonancias de las lenguas precolombinas o prerromanas. Pongamos el ejemplo de “achichincle”, palabra de origen náhuatl que significa “ayudante” (y en ocasiones, “el ayudante del ayudante”; o “ayudante de poca monta”).

Y seguramente muchos hispanohablantes se sorprenderán ante el americanismo “patota”, usado en Argentina, por ejemplo, con el sentido del español “piquete” (grupos sindicales que actúan contra quienes trabajan durante una huelga o paro); y con el significado de “grupo de amigos” o “pandilla” en otros países americanos.

En esos casos de términos desconocidos, solamente nos quedan dos opciones a los interlocutores: o deducir el significado por el contexto (algo fácil, porque el contexto se construye en nuestra lengua) o preguntar directamente: ¿Y eso qué es?

4. Vocablos conocidos… pero con otro significado. Aquí llega el peligro. Usamos una palabra dándole el sentido que toda la vida la acompañó… para nosotros; pero en otro lugar le otorgan un significado diferente. Algunas de estas confusiones pueden resultar lo mismo terribles que divertidas. Y a menudo tienen que ver con significados perdidos en un lugar y conservados en otro.

La palabra “polla”, por ejemplo, es sinónimo en España del miembro masculino. Mientras que en gran parte de América significa “apuesta”, “lotería” o “carreras de caballos” (en las cuales se apuesta). De ese modo, “sacarse la polla” se puede interpretar como una obscenidad en España y como una suerte morrocotuda en Perú. Pero de este lío tenemos la culpa los españoles, por haber desviado a mediados del siglo XX lo que para Cervantes en El licenciado vidriera era una “porción que se pone y se apuesta entre los que juegan” (como señalaría el Diccionario académico de 1737). Ese mismo lexicón explicaba que un participante en un determinado juego de naipes necesita hacer cinco bazas “para sacar la polla”. Todo aquel mundillo propició expresiones como “meter la polla” “sacar la polla” o “meterla doblada” (doblar la apuesta). El hallazgo posterior de un doble sentido hizo el resto.

Los malentendidos no solamente se dan en asuntos sexuales (aunque abunden ahí), sino en otros más cotidianos como las diferencias entre comer y cenar; y, para nosotros los periodistas, en el distinto sentido que les damos acá o allá a términos profesionales como “crónica” y “reportaje”. Eso sí, en cuanto a “coger” estamos todos avisados.

Y sin embargo, nos entendemos. Los estudios de distintos académicos sobre esta diversidad del idioma español muestran que esas palabras de la confusión constituyen un porcentaje ínfimo.

Por ejemplo, el mexicano Raúl Ávila abordó un análisis en 1994 sobre 430.000 palabras pronunciadas en la radio y la televisión mexicanas y concluyó que el 98,4% de los términos correspondían al español general. Por tanto, el vocabulario diferencial se quedaba en un 1,6%.

Otro de sus estudios señala que el doblaje de la película La chaqueta metálica hecho en México habría servido perfectamente en España si nos atenemos al vocabulario (no así por el acento, claro). Por tanto, sólo se habría necesitado un trabajo de subtitulación y no dos.

Juan Miguel Lope Blanch, lingüista hispanomexicano, analizó en el año 2000 un total de 133.000 vocablos del área de Madrid correspondientes a la norma culta, y encontró que el 99,9% era vocabulario común a México.

La tesis doctoral defendida en 2015 en la City University de Nueva York por Luana Ferreira, neoyorquina de padres dominicanos, compara tres periódicos estadounidenses en español (de Los Ángeles, Miami y Nueva York) con otros tres de la América hispana (México, Colombia y Argentina); y llega a la conclusión de que las palabras marcadas como ajenas al español conocido por todos suponen menos del 1%.

Además, dentro de ese pequeño porcentaje hay que repartir las palabras en función de los cuatro grupos mencionados, y así son porcentualmente escasísimas las que no se deducen con facilidad aunque se desconozcan de pronto.

Todo eso nos lleva a hablar legítimamente de nuestra unidad en la diversidad; la unidad que nos permite entendernos y a la vez reírnos juntos a cuento de esas diferencias léxicas con las que tanto disfrutamos mientras llevamos la mano al vaso.

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