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Miguel Ángel Osorio Chong
Columna
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Osorio Chong: el impredecible otoño de un rudo

Los priistas están divididos, desunidos; esos que siempre juraron atacarse, pero nunca hacerse daño están irreconocibles

Miguel Ángel Osorio Chong, coordinador del grupo parlamentario PRI durante una conferencia de prensa en 2020.
Miguel Ángel Osorio Chong, coordinador del grupo parlamentario PRI durante una conferencia de prensa en 2020.Andrea Murcia (Cuartoscuro)
Salvador Camarena

Se nota que se mantiene en forma, se sienta sin dejar nunca cierta posición de alerta, pero algo ha cambiado en Miguel Ángel Osorio Chong. El senador hidalguense, otrora rudo gobernador de su Estado y recio secretario de Gobernación el sexenio anterior, hoy luce como un boxeador contrariado. Las manos sobre la mesa anuncian que para nada ha decidido aventar la toalla, pero su rostro muestra que los rounds de esta pelea le están costando más de lo que cualquier otra en su larga carrera política de cuatro décadas.

Esta semana perdieron Adán Augusto López y Ricardo Monreal —que no pudieron doblar a la oposición en el Senado—, pero Osorio no puede cantar victoria. Sabe que si acaso sobrevivió un asalto, uno que decidió pelear más desde la resistencia que lanzándose al ataque. No es que le fallen las piernas para emplearse a fondo, es que parece reservar fuerzas porque bien a bien nadie sabe cuánto más durará el choque, y contra cuántos o contra quiénes –propios y extraños– ha de lidiar en los siguientes días, semanas y meses.

De cierta manera, la figura de Osorio encarna la disyuntiva del PRI. El partido que siempre encontró la forma de que el pragmatismo fuera su mayor destreza hoy no atina, en cambio, la fórmula para lidiar con un expriista en Palacio Nacional.

Los priistas están divididos, desunidos; esos que siempre juraron atacarse, pero nunca hacerse daño están irreconocibles. Será que unos quieren la alianza con el PAN, otros, en cambio, solo suspiran por regresar al regazo presidencial, así sea el de López Obrador.

El hidalguense no es suicida, de ahí que no se jacte bravuconamente, ni en la tribuna de la Cámara Alta ni en la prensa, de que a Morena no le alcanzaron las tretas para hacerse de los votos para una reforma constitucional. Parece consciente de que incluso sin esos desplantes, pueden pasarle a él la factura de tan sonoro tropezón oficialista, de que el vendaval de Macuspana puede desatarse en cualquier momento en su contra. Si ha de llegar, que llegue, pero para qué provocarlo.

El transitorio constitucional en disputa es una trampa. Un zalamero gesto que busca el perdón de los pecados del líder nacional del PRI Alejandro Alito Moreno. Una bomba de relojería hecha en Insurgentes Norte para agradar al titular del Ejecutivo que, si detona como fue programada, hará volar por los aires no solo la alianza opositora, sino el margen de maniobra de los priistas en lo que resta del sexenio. Osorio lo sabe. Y se duele de que se achican los espacios del partido al que le ha dado prácticamente toda su vida.

Quizá la quijada apretada que Osorio luce en estos días se deba a que esta batalla tiene ecos de tiempos pasados que conoce muy bien.

Como alguien que se forjó en las rudas lides de la política (es un decir) estudiantil hidalguense, por ejemplo, sabe que Alito se encuentra hoy a sus anchas en los terrenos lodosos en que Layda Sansores, Renato Sales, Ignacio Mier, Mario Delgado y hasta Adán Augusto López han llevado las cosas.

La sumisión de Alito no se traducirá en un gesto de altura de miras, en un relevo de liderazgos en el PRI, en me quito yo para que no hundir conmigo a toda la nave. Osorio lee bien al campechano, criado para más señas bajo su axila, cuando concluye que Moreno será incapaz de considerar ceder la estafeta para que un nuevo líder, sin audios tan obscenos y con algo de credibilidad, tome el timón del partido de Plutarco Elías Calles.

Pero no es solo el empoderamiento de la personalidad de Alito lo que desconcierta al hidalguense. Este fue forjado en una escuela de pesadas negociaciones, pero negociaciones al fin. Cuando quería la candidatura que le haría gobernador de Hidalgo, por ejemplo, tuvo que tragar el sapo de que su principal competidor en esa contienda demandara exitosamente la presidencia del PRI a nivel estatal. El que gana, está obligado a ceder, fue una de las máximas que tuvo que aprender. Alito gana pero no cede. ¿Se arrepentirá algún día lo suficiente por haberlo hecho gobernador de Campeche?

Osorio está en su esquina. Detrás de él no hay mánager ni padrino ni manto protector. Hasta en su Estado se le ha hecho menos: en el relevo de gobernador de hace unas semanas su presencia no fue requerida. Otros exmandatarios tricolores sí estuvieron en la toma de posesión del primer mandatario hidalguense no priista. Incluso su colaboradora Nuvia Mayorga, también senadora, fue a la toma de protesta. Se reservaron, en cambio, el derecho de no admitir a quien aún no se ha decantado a favor de Morena.

Las descortesías que han llegado con los nuevos tiempos no parecen contrariarlo. Sabe que un día eres don secretario de Estado y al día siguiente Miguel a secas. O cuando mucho un senador de 128, o –peor— un senador más de una oposición minoritaria en la que cada uno de los integrantes verá a título personal cómo mantiene a buen resguardo sus expedientes, o cómo abona alguna de sus ambiciones.

Líder de la bancada priista es un título que hoy, con el partido fracturado como está, tampoco dice mucho. Osorio es primo entre pares de una docena desigual. Donde ha sorprendido Ruiz Massieu y ha recobrado brillo Beatriz Paredes, pero en la que todas y cada una de las personas que ocupan un escaño tricolor representan una interrogante: ¿aguantarán la presión? El líder Osorio los deja votar en libertad. Que cada cual pase a la báscula para ver si dan el peso en caso de ser necesario fajarse. Eso o bajarse.

Si de suyo el poder es veleidoso, si el pecado mortal que un político ha de evitar a toda costa es el confundir cuando el poder te acompaña de cuando este te ha dejado, hoy Osorio urde un plan para definir cómo saldrán del atolladero del transitorio en que metió Alito a los priistas; e incluso valora –si Moreno y Rubén Moreira se niegan a compartir las riendas del tricolor–, cuánto espacio quedará para él en su partido, o si ha de salir de este en caso de querer seguir buscando que el poder no le abandone para siempre.

Pero una cosa es segura. En la sesión del miércoles en el Senado, Damián Zepeda del PAN y Claudia Ruiz Massieu del PRI manifestaron la negativa opositora a ampliar la discusión sobre el dictamen del quinto transitorio con un genuino, no les creemos, y no tenemos razones para creerles. Ahora, cuando se discute la reformulación del dictamen, con input priista, para dar legitimidad a la ampliación de mandato a las Fuerzas Armadas en labores de seguridad, Osorio y los suyos no pueden prestarse a una simulación.

Osorio sabe lo difícil que será para los senadores priistas resistir los 10 días que ganó el oficialismo para reintentar el fast track presidencial del “no le mueven ni una coma”. Pero si eso es difícil, en nada se comparará con doblarse por la vía de la simulación si se presenta una iniciativa que, así sea de autoría plural y con ayuda del PRI, suponga una rendición, una forma de solo salvar la cara.

Y es que el “no les creemos” resumió de manera precisa la inquietud de una opinión pública y de una clase política que en cuatro años no ha visto por parte del Ejército y de la presidencia de la República el más mínimo intento de honrar la ley que dio origen a la Guardia Nacional.

Entonces, lo menos que puede hacer hoy la oposición es forzar a un debate, y a unas negociaciones, que mínimamente renueven la esperanza de que las Fuerzas Armadas y el titular del Ejecutivo entienden que han de comprometerse a rendir cuentas, a construir una estrategia de seguridad que no excluya a nadie.

De regresar la política al Congreso se disiparía el fantasma de que lo que también pretendía Morena, además de reventar de una vez por todas la alianza opositora, era encontrar la llave para avasallar en la siguiente reforma constitucional que anunció López Obrador: la electoral.

En cuestión de horas sonará de nuevo la campana. El fajador Osorio, famoso por rudo, cuyo estilo privilegia los resultados sobre la elegancia, luce pensativo en su esquina. Al final del sexenio cumplirá justo los 60 años. Una edad en la que los políticos no se retiran voluntariamente, una edad en que el poder se les escapa si incurrieron en fallas graves y pésimas decisiones, y de entre estas las peores son haber apoyado a las personas equivocadas o no haber tenido el arrojo en los momentos cruciales. Osorio se equivocó con Alito, ¿acertará en que llegó el timing de grandes decisiones?

Este político hidalguense que se forjó un camino propio en una tierra de históricos cacicazgos priistas atisba hoy su otoño estirando los músculos del cuello, como midiendo si le alcanzan los reflejos para resistir con inteligencia y entereza los próximos asaltos. Solo él tiene la respuesta, y en ella se juega parte del destino de lo que quede del Partido Revolucionario Institucional.

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