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tribuna
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La revolución de las cabezas agachadas

La disrupción tecnológica del siglo XXI ha transformado la sociedad y nuestra forma de comportarnos. Ese gesto se ha convertido en un símbolo de rebeldía y de libertad de expresión

La voz del pueblo manifestante en Barcelona
Un manifestante usa su celular durante una manifestación en Barcelona (España), el 27 de enero de 2020.NACHO DOCE (Reuters)

Por décadas parecía callada, contenida, derrotada. Con arrogancia, los gobernantes se regodeaban de ser sus dueños: la voz del pueblo secuestrada, amordazada, sin labios ni lengua. Entonces millones, hartos de habitar en el planeta de los mudos, bajaron la cabeza y con furia gritaron ¡ya basta!

Agachar la cabeza había sido por años un símbolo de sumisión, de resignación, de obediencia: ¡sí, señor! Pero la disrupción tecnológica del siglo XXI ha transformado profundamente a la sociedad y a nuestra forma de comportarnos. Hoy agachar la cabeza se ha convertido también en un símbolo de rebeldía y de libertad de expresión.

La telefonía móvil como lujo exclusivo de las clases altas tuvo una corta duración. La lucha de las gigantes tecnológicas por conquistar el mercado de masas y la aparición de las redes sociales, cambiaron en cuestión de pocos años las reglas del juego al hacer masivo el uso del teléfono celular. Esto originó un sismo brutal que derrumbó los pilares del sistema de control social: de un momento a otro las mayorías pasaron de vivir con los labios cosidos a tener un altavoz.

Hoy en el mundo somos miles de millones de personas las que vivimos con las cabezas agachadas mientras usamos nuestros teléfonos. Empoderados con celular en mano, la era de las mordazas, el silencio y la resignación ha terminado. Hoy agachamos la cabeza y levantamos nuestra voz; hoy agachamos la cabeza y derrocamos gobiernos; hoy agachamos la cabeza e impulsamos leyes, organizamos protestas, luchamos por nuestros derechos, nos informamos y hacemos comunidades.

Como volcán enfurecido, la revolución de las cabezas agachadas explotó con rabia alrededor del planeta. Los países se incendiaron. En medio de protestas monumentales, algunos gobiernos del mundo árabe fueron derrocados: Túnez, Egipto, Yemen, Libia. Ríos de multitudes enardecidas cambiaron la balanza del poder y el orden establecido quedó envuelto en llamas.

En los Estados Unidos, las cabezas agachadas pusieron en jaque al poder de las élites políticas tradicionales. Con el apoyo popular catapultado por el uso de internet y las redes sociales, Barack Obama, un joven político ajeno al establishment de Washington, venció en las primarias del Partido Demócrata a un titán político, Hillary Clinton, y en las elecciones presidenciales a los influyentes John McCain y Mitt Romney.

Fue el rugido feroz de la voz del pueblo que por fin se liberó de los barrotes del silencio: el movimiento de los chalecos amarillos en Francia, el 15-M en España, la Revolución de los Paraguas en Hong Kong, el estallido social en Colombia, Black Lives Matter en los Estados Unidos…

En México, los primeros en iniciar esta revolución fueron los jóvenes, con la formación del movimiento #YoSoy132. Ante la imposición de una mentira difundida en el relato oficial de lo ocurrido en la Universidad Iberoamericana, en un valiente acto de abierto desafío, los estudiantes agacharon la cabeza hacia sus teléfonos y compartieron en sus redes sociales lo realmente acontecido. La verdad triunfó sobre la mentira. Desde entonces, la revolución de las cabezas agachadas revienta como un tsunami que arrasa todo a su paso.

El movimiento feminista también ha usado los teléfonos celulares como una de sus principales herramientas. Cientos de miles de mujeres alrededor del mundo han agachado la cabeza hacia sus teléfonos para levantar la voz y denunciar la violencia, el acoso, el abuso y la discriminación. Los teléfonos convertidos en armas del pueblo para convocar a la movilización.

Sin embargo, en su naturaleza multitudinaria, la revolución de las cabezas agachadas contiene la semilla de su propia destrucción. Si antes la voz de las mayorías se controlaba mediante el imperio del silencio; ahora se fractura y se sofoca con el ruido y la desinformación. Entramos a la era de las fake news, los ejércitos de trolls, los insultos, la radicalización y la confusión. Si antes nadie podía hablar, entonces que ahora todos griten… Para que nadie escuche.

El teléfono celular, el internet y las redes sociales han empoderado a las mayorías, y la única forma de evitar que esta nueva libertad de expresión sea cooptada o sofocada por intereses particulares, es la educación en ciudadanía digital. Esto quiere decir, impulsar un esfuerzo nacional por educar a la población para protegerse de la desinformación; significa empoderar a los usuarios de las telecomunicaciones para que hagan un uso informado, responsable y seguro de la tecnología, fomentando los valores del diálogo y la tolerancia.

Vivimos en un mundo de contrastes. Tiempos de multitudes, pero también de expresión de la individualidad. De caos y anarquía, pero también de lucha organizada. De todos contra todos, pero también de uno para todos y todos para uno. Periodo de metamorfosis: el antiguo orden se cae en mil pedazos y el nuevo aún no termina de nacer.

Es nuestro tiempo, nuestra era, nuestro paso por la historia… las cabezas agachadas y los puños levantados.

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