Andrés Roemer me redujo a un par de muslos
Una escritora mexicana relata la visita a la casa del académico y comunicador, quien ha sido denunciado recientemente por más de una decena de mujeres por abuso sexual
Soporté la incomodidad de que me manoseara a cambio de una propuesta laboral que jamás llegó. Hablo, por supuesto, de Andrés Roemer. ¿Pero no es eso lo que nos pasa a todas en este país? Sobrellevar como se pueda momentos de nerviosismo, angustia y temor por algo que un hombre de poder ofrece. Parece la distorsionada moneda de cambio.
Me encontré a Roemer en la librería El Péndulo del barrio de Polanco en 2018, cuando promovía mi libro. Lo conocía porque es buen amigo de mi tío. ¡Sorpresa! La sobrinita había crecido. Sus ojos se hundieron en mis piernas. Sí, llevaba minifalda. Típico viejo rabo verde que examina de pies a cabeza deteniéndose de forma insoportable en las partes que le placen. Me redujo a un par de muslos.
“Qué guapa”, dijo. Siguió repasándome mientras le conté emocionada de mi libro. Lo adquirió y me sentí importante y reconocida. “Vente a trabajar conmigo”, me dijo. El puesto sonó intimidantemente atractivo. Había que hablar detalles y como él saldría de viaje aquella tarde era mi única-gran oportunidad.
Me citó en su oficina dentro de su casa, en la Plaza Río de Janeiro. Confieso que no lo dudé, justificando que la amistad con mi tío me mantendría a salvo. Qué ingenua. El largo pasillo en el sótano, la famosa sala/cine/bar, Andrés apareció y cerró la puerta con llave. Tragué saliva porque como mexicana, siento algo de seguridad al identificar las posibles salidas de emergencia. Pero no había una sola ventana.
Bebí una copa de vino blanco, que no me nubla la mirada y mucho menos el juicio. ¿Cuántas veces dije que no sin decirlo? Con leves empujones traté de desviar su aproximación. Roemer se acercaba a mis labios una y otra vez; en plena faena yo toreaba sus insinuaciones. Me habló de una historia erótica que quería escribir conmigo para una obra de teatro.
“Me excita tanto que seas la sobrina de mi amigo”, me dijo mientras su mano recorría mis piernas hacia el pubis. La frase no era un piropo, Andrés. Yo tenía los aductores trabajados, así que cuando se hincó para abrirme las piernas, presioné con contundencia las rodillas. ¿No es una señal de “no quiero”? Con mis manos, debía arrebatarle el dominio que parecía ganar sobre mis muslos. Era mi fuerza contra la buena voluntad de su insistencia.
Estaba asustada, pero aparenté ser la Mujer Maravilla: tenía superpoderes para salir ilesa. Eso me conté para esconder el tormento interno: estaba en enorme peligro. Ya, pero es normal vivir este miedo con los hombres que tienen cierto poder, ¿verdad? Pude respirar cuando salimos del cine y transitamos el pasillo hacia la puerta. Esa noche, el asco se apoderó de mi cuerpo, pero olvidé por completo el desagradable suceso hasta hace unos días.
En el 2018 no tenía las herramientas que hoy sí tengo. Esto haría la Teresa de hoy si se encontrara con el Roemer de siempre: marcar una línea inmediatamente. Mira, embajador del abuso: con esa mirada lasciva, no. ¿Podemos hablar del trabajo en la Plaza y no en tu casa? La puerta con llave: nunca jamás. Respeta mi espacio. No te acerques a mis labios, machista de mierda. Esa mano ahí, no. Mi voz audible y rotunda: no quiero. Y para tal caso, Andrés Roemer, no eres digno de mi conversación.
Como lo hemos cantado, el patriarcado no se va caer. Lo vamos a tirar.
Teresa Zaga-Cohen es escritora mexicana y autora de ‘La Matchbreaker’.
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