México ante la España en guerra y en exilio
Además del apoyo mediante el envío de armamento propio, el Gobierno de Lázaro Cárdenas destacó por su enérgica labor diplomática en defensa de la soberanía nacional
Tras la proclamación de la II República en 1931, México y España alcanzaron su mejor relación bilateral en las respectivas trayectorias como Estados nacionales independientes. Los frutos fueron casi inmediatos y en diversos ámbitos y niveles: desde la elevación de la relación bilateral a la categoría de embajadas, al patrocinio de estancias académicas o visitas de intelectuales (como la del célebre Valle-Inclán al México posrevolucionario) o al apoyo español para el ingreso mexicano en la Sociedad de Naciones.
Iniciada la guerra en España, México se mostró desde el inicio como el más firme defensor de la causa republicana. Además del apoyo mediante el envío de armamento propio —inevitablemente muy limitado— y el adquirido en terceros países, el Gobierno de Lázaro Cárdenas destacó en la escena internacional por su enérgica labor diplomática en defensa de la soberanía nacional, la integridad territorial y la independencia política de cada Estado miembro de la Sociedad de Naciones, organismo concebido tras la Primera Guerra Mundial con el objetivo supremo de evitar una nueva experiencia como aquel trauma colectivo, y cuyo pacto era eje vertebrador del Derecho Internacional.
En tal sentido, México se mostró como el más preclaro y firme país en su interpretación en clave degenerativa de un orden internacional en el cual lo que se imponía no era el hacer lo correcto legal y moralmente, cumpliendo con los compromisos adquiridos y con los más elementales principios de solidaridad internacional, sino el continuo apaciguamiento ante el agresor. Dentro de la línea general de appeasement impulsada por el Gobierno británico, la no intervención fue la versión específica del mismo aplicada al caso español. Hitler y Mussolini constataron en España (tras la primera prueba exitosa de la agresión en Abisinia) la lección de la impunidad. La consecuencia, como los delegados del México cardenista vaticinaron (Narciso Bassols, Isidro Fabela, Primo Villa Michel, divergentes ideológicamente entre ellos, en lo que evidencia una línea exterior con sentido permanente de Estado y no coyuntural de Gobierno), no sería otra que una Segunda Guerra Mundial cuya primera batalla estaba ya teniendo lugar en suelo español.
La postura internacional de México estuvo basada en sólidos principios jurídicos y políticos. Sin embargo, fue una posición difícil y valiente, en tanto que aisló por completo al país en sus relaciones internacionales: contra la Unión Soviética por el asilo concedido a Trotsky; contra los Estados Unidos por la nacionalización del petróleo; contra los regímenes fascistas por las denuncias de sus agresiones; contra las democracias europeas por la oposición al apaciguamiento y no intervención; contra la práctica totalidad de la América Latina, hegemonizada por Gobiernos de un autoritarismo extremo y, en no pocas ocasiones, abiertamente filofascistas —en un sentido amplio y con enfoque especial en la predilección hacia la España franquista—.
El principal fruto de la política exterior de prestigio desplegada llegaría cuando la realidad internacional evidenció su razón. Las credenciales adquiridas permitieron un desarrollo nacional que, en los tiempos que siguieron, contribuyó a diferenciar las posibilidades mexicanas de las de otros países de peso internacional equiparable.
La tragedia vital de los republicanos y antifascistas españoles fue que a la —mal llamada— política de no intervención, que violó las normas del Derecho Internacional de la época y privó de su defensa al Gobierno ante los agresores nacionales (los sublevados encabezados por el general Franco) e internacionales (la Alemania nazi y la Italia fascista), no siguió —como en el resto de Europa— la liberación del fascismo, sino una segunda traición por parte de las democracias occidentales en forma de no liberación. Desaparecidos Hitler y Mussolini, un Franco pertinentemente aislado no representaba peligro más que para los propios españoles, y además garantizaba una suerte de valladar anticomunista en lo que ya eran los albores de la Guerra Fría. Convenía separar el caso español de los asuntos internacionales, y qué mejor manera de hacerlo que acentuando la denominación del conflicto en clave de mera guerra civil. Sobre la ayuda nazi-fascista a Franco, clave en los orígenes y desarrollo de la contienda y determinante en su resultado, el tiempo ayudaría a correr un tupido velo que no importunara el conveniente desarrollo de las relaciones internacionales en el nuevo marco geopolítico bipolar.
A partir de 1945, el exilio republicano español se hizo, pues, permanente. Unos lo comprendieron y, con mayor o menor amargura, reformularon sus vidas personales y profesionales. Otros se obstinaron en pretender vivir imaginariamente en un país al que muchos de ellos nunca volverían, y que en cualquier caso ya no existiría del modo en que había sido recordado, reconstruido e interpretado. Así lo constataron, entre lo melancólico y lo deprimente, buena parte de quienes sí regresaron.
El filósofo José Gaos acuñó el término de transterrados. Muchos de ellos mudaron sus vidas y labores y nutrieron a su país de acogida a través de un legado educativo-cultural extraordinario: aquel institucionista y republicano heredado, respectiva y sucesivamente, de la Institución Libre de Enseñanza (con su Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, de la que surgió en Madrid el Centro de Estudios Históricos, que tanto influyó en los orígenes de una institución como El Colegio de México) y de la Segunda República (a través de cuyas políticas educativas y culturales se optó por continuar el legado liberal institucionista a la par que democratizar y socializar el conocimiento entre las capas de la población más rezagadas: aquellos olvidados que retrató un exiliado como Buñuel reformularía magistralmente desde la miseria rural de Las Hurdes extremeñas hasta los duros códigos de la supervivencia urbana de la Ciudad de México).
Al igual que la sociedad mexicana acogió a los españoles transterrados, las instituciones educativas mexicanas recogieron el conocimiento transterrado de la España más brillante y quebrada de la edad contemporánea.
El Colegio de México, que en estos días cumple 80 años, constituye un inmejorable ejemplo de otra historia compartida —y en este caso no disputada— entre ambos países.
David Jorge es historiador y profesor-investigador de El Colegio de México.
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