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Columna
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Los límites a la lealtad

Lo que fueron figuras parecen ser ya órdenes. O se le tiene completa lealtad a López Obrador y al proyecto transformador en tanto encarnación de la justicia o, prácticamente se está en contra de él

José Ramón Cossío Díaz
La Cámara de Diputados de México, en una sesión en septiembre.
La Cámara de Diputados de México, en una sesión en septiembre.Cámara de Diputados (EFE)

Han sido varias las ocasiones en que el presidente López Obrador ha dicho que la justicia prevalece sobre el derecho. Que siempre debe optarse por la primera respecto de la segunda. En su decir me parecía encontrar un mero ejercicio retórico, propio de quienes, como él, provienen de la lucha social. Una frase hecha para el discurso, con altas posibilidades de conectar con sus bases y potenciales electores. Sin embargo, lo afirmado por él la semana pasada con motivo de la renuncia de Jaime Cárdenas es distinto. El presidente afirmó con rotundidad: “Pedimos lealtad a ciegas, para acabar con la corrupción, con los abusos, para llevar a cabo un Gobierno austero sobrio, hacer justicia. Sí es lealtad al pueblo, no a la persona, porque se convierte en abyección. Queremos lealtad al proyecto de transformación. Debemos poner por delante la justicia”.

A diferencia de otras intervenciones o, al menos, de otras retóricas justicieras, en esta ocasión el presidente dio lugar a una clara confrontación entre dos modos completamente distintos de hacer política. Su llamado fue a dejar de lado las regulaciones normativas del quehacer público para asumir, sin ambages de ningún tipo, un proyecto de transformación nacional. De sus palabras puede desprenderse la exigencia de una subordinación completa a lo que tal proyecto sea, prácticamente con independencia a lo que el derecho disponga. Ello debe interpretarse de esta forma, en tanto no se haga ningún tipo de matización ni intermediación. La subordinación exigida en forma de lealtad personal es a la transformación misma y no, desde luego, a las normas jurídicas contenidas en la Constitución. La demostración de todo ello está, finalmente, en la supuesta identificación del proyecto con la justicia. Lo que fueron figuras parecen ser ya órdenes. O se le tiene completa lealtad a López Obrador y al proyecto transformador en tanto encarnación de la justicia o, prácticamente se está en contra de él.

Debido a que el presidente habló en una situación específica (la renuncia de Jaime Cárdenas) y en el país prevalecen ciertas condiciones institucionales para el quehacer político, tenemos que entender sus admoniciones y señalamientos en el contexto que se produjeron. Esto, no solo como manera de entender el pasado reciente sino, mucho más relevantemente, como forma de precavernos a lo que muy posiblemente va a incrementarse en el futuro próximo.

La primera cuestión a considerar es la relativa a lo que sea el proyecto de transformación señalado por el presidente. Si es, en sus palabras “acabar con la corrupción, con los abusos, para llevar a cabo un Gobierno austero sobrio, hacer justicia”, la lealtad exigida se aviene bien a lo que disponen las normas de nuestro orden jurídico. Todo lo que se demanda hacer está previsto en disposiciones constitucionales o legales, de manera que bastaría impulsar la aplicación del derecho mediante los órganos competentes (debidamente capacitados y financiados) para que la tan anhelada transformación se realice. Como el presidente no está buscando esto, habrá que concluir que el proyecto de transformación no se reduce a la actualización del derecho, sino a otra cosa, desde luego distinta.

Lo que se demanda en realidad es la realización de una justicia distinta y no necesariamente contenida en el derecho. De unos designios determinados por él o, en el mejor de los casos, por él y por el movimiento que encabeza. Lo que en realidad se está pretendiendo es que la transformación buscada, y en mucho con independencia del derecho, se actualice a partir del programa que el presidente ha ido construyendo con los años, ajustándolo con motivo de los aconteceres que se le han presentado y, muy probablemente y sin que lo diga, conforme a los requerimientos de los potenciales electores o desplazamientos propios de los rejuegos electorales.

Entonces, si, en efecto, el derecho queda reducido a un accidente u obstáculo a superar y si, también, el proyecto es eso, un algo en permanente adecuación, la lealtad requerida al proyecto transformador no puede reclamarse sino para quien encabeza el movimiento que lo hará posible. La lealtad, más allá del ajuste despersonalizante de las palabras del presidente, precisamente se reclama para él. La lealtad no puede ser para algo que ni es claro, ni está asentado en prácticas institucionalizadas. La lealtad exigida es para la persona. Para quien en otra ocasión declaró que ya no se pertenecía a sí mismo, sino al proyecto que habría de salvar al pueblo.

Un segundo problema de las palabras del mandatario tiene que ver con los destinatarios. Aquellas personas a las cuales demandó la total lealtad. Desde luego no estaba hablando de la totalidad de los habitantes o al menos de los ciudadanos de este país. Ello, además de ingenuo hubiera sido contrario a la más elemental pluralidad política. Estaba hablando en el contexto de la renuncia del doctor Cárdenas, a quienes laboran en el servicio público. ¿A todos ellos? Me parece que no, al menos como posibilidad constitucional, pues por definición normativa y al menos por eso, no podría referirse a quienes laboran en órganos no subordinados al Ejecutivo Federal. Es decir, a los juzgadores, a los representantes populares y a los integrantes de órganos autónomos.

En realidad, y como posibilidad jurídica, únicamente podía referirse, jurídicamente hablando, desde luego, a quienes forman parte de la administración pública federal. Aquí es donde se presenta la más interesante cuestión del discurso presidencial. El artículo 128 de la Constitución dispone: “Todo funcionario público, sin excepción alguna, antes de tomar posesión de su encargo, prestará la protesta de guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen”. De lo que se trata es de que antes de comenzar a ejercer sus responsabilidades, de forma consciente y voluntaria, asuma la disposición a ejercer sus actos de autoridad conforme a las normas del orden jurídico mexicano. Es un acto primario e inicial de internalización necesario para que buena parte de la acción pública se adecúe a lo establecido por otros órganos del Estado.

¿Qué pasa, sin embargo, si a quienes están subordinados al presidente se les exige, simultáneamente, subordinar la totalidad de sus actos a lo que disponen las normas jurídicas y guardar lealtad al proyecto que, determinado por una persona, no está recogido o, inclusive, es contrario a esas normas jurídicas? En el extremo, que el correspondiente servidor público tendría que optar entre mantener la vigencia del derecho o su lealtad al proyecto de su líder. Cuando el presidente exige no solo lealtad, sino “lealtad absoluta”, está obligando a las personas que laboran en la administración a que en los casos de conflicto, dejen de lado lo que prometieron hacer antes de ocupar su cargo y realicen lo que el proyecto transformador les exija, más allá de que, a diferencia del derecho, este no se traduzca en órdenes o prohibiciones expresas, sino más bien en la persecución de objetivos en proceso de definición y ajuste.

Si nos tomamos en serio, y no veo porque no habríamos de hacerlo, las demandas presidenciales, los escenarios futuros son bastante predecibles. En los años por venir veremos un creciente número de actos jurídicamente irregulares, si es que los servidores públicos asumen que su lealtad es con el Presidente y no con la Constitución. En caso contrario, podremos observar un proceso más lento, en el que después de un ciclo de renuncias, atestigüemos la producción de normas igualmente irregulares por parte de los leales nombrados para sustituir a los desleales. Finalmente, es posible advertir que puede producirse una gran parálisis por aquellos que, en un curioso equilibrio, ni quieran desacatar el derecho ni quieran mostrar su falta absoluta de lealtad; por aquellos que sepan recuperar la antigua disposición de acatar sin cumplir.

La condición para que las cosas públicas no se desborden o paralicen, está prevista en la propia Constitución. Por una parte, no existe ninguna disposición que le permita al presidente exigir lealtad a los funcionarios públicos, así sea que estén actuando en su propia administración. En segundo lugar, la división de poderes está pensada, histórica e institucionalmente, para que las diversas autoridades controlen aquellos actos del presidente y su Administración que, por las razones que fueren, incluida la lealtad, sean contrarios al orden jurídico. Así, diputados, senadores, ministros, magistrados, jueces, fiscales, gobernadores, comisionados y todos los que se quiera tienen determinado con bastante claridad cuáles son sus competencias y qué medios jurídicos pueden utilizar para preservarlas. Es decir, desde manifestar un simple no en una votación hasta promover un remedio judicial para que un tercero, deseablemente imparcial, en su caso anule el acto contrario al derecho.

Como acto político, el presidente puede exigir lealtad a quienes nombró o a quienes fueron designados por él. Sin embargo, no puede, ni pretender ni reclamar que unos y otros dejen de observar lo dispuesto en las normas jurídicas. Hacerlo supondría la deslealtad del presidente para con la Constitución y las leyes. Su realización sería un acto personalísimo de colocación de un proyecto político por encima de las normas que sostienen nuestra convivencia social y, por lo mismo, se prometió guardarlas y hacerlas guardar.

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