La guerra de Ricardo
Con el riesgo en la mira, los voceros salinasplieguistas han irrumpido en la conversación pública para llamar censura a la justicia fiscal


Detesta al Estado. Su arenga rechaza todo aquello que un hombre decente abrazaría: la legalidad en los actos, la veracidad que sustenta el diálogo y la contribución a la empresa pública.
Amante del numerario —aun cuando llega fraccionado en paguitos—, lo colectivo es para Ricardo Salinas Pliego una afrenta personal.
Los defectos que señalo, palmarios para el ciudadano común, han adquirido transparencia en días recientes en que el magnate ha soltado a sus heraldos a anticipar la defensa de su licencia televisiva.
Porque si el elegante tiburón persiste en no saldar su deuda con el fisco, el Estado podría revocar su concesión: la misma que Ricardo obtuvo gracias a favores políticos, indulgencias financieras, una privatización a la medida y un préstamo —que luego desconocería— de Raúl Salinas.
Ante ese fatal horizonte, sus comunicadores han irrumpido en los medios con fervor militante para —en uniforme coreografía— equiparar el posible cierre de TV Azteca con el golpe a Excélsior en 1976.
La noticia al servicio del millonario patrón. La protección de lo propio convertida en línea editorial.
A los más jóvenes conviene recordar que, al hablar del golpe a Excélsior, aludimos a censura magra. A la intervención de Echeverría contra un diario incómodo para el PRI, dirigido entonces por Julio Scherer García: periodista respetado que —en el terreno de lo informativo— habitó épocas más dignas.
El golpe contra la cooperativa se consumó a la mala: operadores infiltrados desde presidencia tomaron el control del periódico mediante una asamblea extraordinaria que suspendió a siete compañeros —Scherer García entre ellos— y convirtió al diario en un órgano dócil, destinado a la irrelevancia.
Así, aunque pasado y presente no se parezcan —aunque el prestigio del medio de Scherer nada tenga que ver con el desacreditado espacio de Salinas, ni los métodos de Echeverría con una eventual ejecución fiscal—, la unánime coreografía insiste en instalarse en la opinión pública.
Sirvan las siguientes líneas para desenmascarar el pretendido parangón.
Ricardo Salinas Pliego habita sus días más aciagos. La cantidad incontable de millones de pesos que el Nuevo Poder Judicial le ha fincado de manera definitiva —sumados a otros conflictos no menores que lo amenazan desde distinta jurisdicción—amenaza con borrar el adjetivo de magnate con que orgullosamente se define.
Una nueva negativa de pago por parte del deudor abrirá la puerta a un procedimiento de ejecución. Dicho sin rodeos, el Estado podría ir por los bienes del contribuyente y tomar lo que le corresponde. Incluyendo, si fuera necesario, la televisora.
Con el riesgo en la mira, los voceros salinasplieguistas han irrumpido en la conversación pública para llamar censura a la justicia fiscal. En un disparatado paralelismo histórico —la barbaridad de equiparar a Salinas Pliego con Scherer García— pretenden encontrar guarida.
Los comunicadores de Azteca han comenzado por señalar que antes del golpe a Excélsior hubo un boicot comercial, y que la supuesta correspondencia histórica con el presente se encuentra en el llamado de Sheinbaum hace un par de días, cuando preguntó —de forma retórica— qué anunciante querría permanecer en una televisora que miente y fomenta el odio.
Los dichos de la mandataria rebosan de sustento. En los últimos años, la televisora ha intercambiado el rigor por lo ficticio: durante la pandemia desoyó a la autoridad sanitaria y, desde entonces, difunde versiones distorsionadas de la realidad nacional, alentando un clima de hostilidad que poca relación guarda con lo que el país experimenta en las calles.
Olvidando su esencia embustera, los heraldos del magnate —tan distintos a los periodistas de Excélsior como Cosío Villegas, Heberto Castillo, Ortiz Pinchetti, Vicente Leñero o Granados Chapa— se declaran víctimas y aseguran que la Presidenta quiere amordazarlos.
Ni por asomo se detienen a pensar que la censura descansa en un silogismo cuyo peso exige una premisa mayor verdadera. Y que entre sus aparatos de información y la verdad se abren desiertos enteros.
No parecen reparar en que la difusión de falsedades constituye una violación de los términos de la concesión que el Estado les otorgó sobre su —énfasis merecido— espectro radioeléctrico. Que una frecuencia pública no es feudo privado. Que la concesión es un bien colectivo: un tramo de aire común otorgado para informar con verdad.
Nadie les ha contado que impedir que Salinas Pliego continúe difundiendo noticias falsas, descontextualizadas o deliberadamente hiperbólicas no equivaldría a neutralizar voces críticas, sino a salvaguardar el derecho más elemental de las audiencias: recibir información veraz, contextualizada y proporcional.
Que la manipulación debe ser desterrada en nombre de la democracia.
La verdad importa. El destino que se otorgue a la prensa —y, en particular, a la prensa crítica y profesional— determina la salud de la vida pública. Héctor Aguilar Camín lo dejó dicho por boca de Galio en aquella novela luminosa sobre el golpe a Excélsior: tenemos que ser muy claros en las ideas que sembramos, porque las ideas son la verdadera fuerza transformadora del mundo.
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