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Ana Hernández, heredera del legado de Francisco Toledo en Oaxaca: “Para ser buen artista, tienes que ser buen artesano”

La creadora oaxaqueña, que trabajó de la mano con el maestro de tantos en el arte contemporáneo mexicano, impulsa una práctica artística de resistencia, que explora en su identidad para valorizar las tradiciones de los pueblos originarios

Ana Hernández artista zapoteca
Ana Hernández, artista contemporánea oaxaqueña.LUVIA LAZO
Carlos S. Maldonado

Cuando Ana Hernández era una niña se reunía alrededor de las mujeres de su casa para verlas preparar los textiles de intensos colores que luego vendían en las ferias de su pueblo, Santo Domingo Tehuantepec, en Oaxaca. La niña se sentaba al lado y miraba fascinada cómo su madre cortaba, tejía, jalaba hilos, pegaba botones y amarraba. “Yo aprendí a hacer un ojal, a pegar un botón, a poner un hilo en la máquina”, recuerda Hernández. “Es un mundo de muchos colores, porque en nuestra indumentaria los colores representan cosas importantes”, afirma esta artista contemporánea, quien explora su identidad para desarrollar una propuesta de resistencia, con la que pretende valorizar las tradiciones artísticas de los pueblos originarios de México. “Para ser buen artista, tienes que ser buen artesano”, acota orgullosa.

Hernández tiene ahora 33 años y se abre camino en el mundo del arte con novedosas técnicas de tejido y bordado, serigrafía y tallado de madera, con las que pretende reflexionar sobre la identidad o problemas globales como la migración. La artista ha trabajado en la recuperación de la vestimenta tradicional del Istmo de Tehuantepec, en el sureste de México, para destacar la riqueza textil de su comunidad. Es egresada de formación en arte contemporáneo del prestigioso Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), de la mano del maestro Francisco Toledo, posiblemente el artista más influyente del México actual, gran defensor de la cultura oaxaqueña. La artista ha expuesto su obra en el Museo del Palacio de Bellas Artes y Museo Universitario del Chopo, en Ciudad de México; en el Epiphany Center of Arts, de Chicago; el Social and Public Art Resource Center, de Los Ángeles, así como en galerías de España y Latinoamérica. De su obra se ha escrito que es “un contrapeso a la apropiación y folclorización” del arte autóctono mexicano.

Aquellas jornadas de trabajo con tejidos al lado de su madre despertaron en Hernández reflexiones sobre el arte de los textiles y cómo las técnicas centenarias que utilizan para crear hermosos hüipiles, tehuanas o enaguas se pierden por la modernidad, la migración y la industrialización. “Lo que hablaba con mi mamá día a día giraba en torno a nuestro pueblo, sus tradiciones, porque no concebimos un mundo aparte”, dice la artista en una conversación por videollamada desde Nueva York, donde pasa una temporada durante el verano. La niña cuestionaba, por ejemplo, por qué no podía vestirse de negro, un color que le encantaba. El negro, especifica, representa como en otras culturas el luto, pero también se asociaba con los pantanos, el lodo, lo sucio y una niña no podía vestir así. En misa usaba también vestimenta menos coloridas, no podía ir vestida como se acostumbraba en las fiestas locales. Entonces Hernández se sentaba en la máquina para preparar las ropas que a ella le gustaban y vestir a sus muñecas. “Era todo muy elaborado, con mucho estilo. Usaba las máquinas para hacer las faldas y era delicado, porque podía ser peligroso para una niña, pero mi mamá me dejaba. Yo agarraba el pedal y era libre, libre”, recuerda Hernández.

Obra de la artista Ana Hernández en la Bienal FEMSA.
Obra de la artista Ana Hernández en la Bienal FEMSA.cortesía

La madre trabajaba también como cocinera en jornadas extenuantes para preparar comidas tradicionales, porque la familia tenía que subsistir en una región golpeada por el olvido oficial y la pobreza. Cuando Hernández creció y planteó su interés por el estudio, su mamá le prometió que ella se encargaría de que se convirtiera en una profesional. Y de esa forma la joven se topó con la que es una de las principales preocupaciones plasmadas en su obra, la migración. La mamá migró a Estados Unidos en busca de trabajo para enviar el dinero que pagaría la carrera de la hija. Migró como decenas de miles de habitantes del Istmo de Tehuantepec, que dejan sus poblaciones para trabajar como jornaleros, obreros, limpiadores en Estados Unidos u otras partes de México y a su espalda no solo dejan familias rotas y pueblos vacíos, sino que con cada partida mueren también poco a poco las técnicas artísticas locales.

Hernández viajó primero a Ciudad de México sin una idea clara de dónde inscribirse, ni con dinero suficiente. Como había estudiado en un colegio religioso, se hospedó los primeros días en un convento de la Congregación de Hermanos Maristas. “Era un acto de rebeldía que yo me fuera a Ciudad de México, pero mi mamá me apoyó”, explica. “Yo sabía qué era lo que quería, quería aprender y saber, pero la capital era una ciudad muy grande y peligrosa para una joven de 17 años y pronto decidí regresar a Oaxaca”, dice. En la imponente ciudad colonial la joven encontró su destino en el prestigioso Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), que había fundado Francisco Toledo, hijo de una humilde familia de comerciantes de origen indígena zapoteca del Istmo de Tehuantepec, que quería defender las tradiciones locales.

De la mano de las instituciones creadas por Toledo, Hernández se empapó del arte. Dice que más que una academia, veía al IAGO como su casa. “Sentía a su lado que tenía a una persona que me estaba enseñando inconscientemente todo lo que yo sabía, que había aprendido de niña”, dice. La joven se convirtió pronto en asistente de Toledo y trabajó mano a mano con el artista. “De él aprendí todo”, afirma. “Es maravilloso que las circunstancias de la vida me llevaran a un lugar al lado de una persona con una visión enorme, de quien aprendí que el arte más que una plataforma es como un tapiz grande que se entreteje y que se conforma de muchas conexiones de enseñanza”, afirma.

Hernández comenzó a cuestionarse al lado del artista la pérdida de las tradiciones, pero también a amar la importancia de sus orígenes. “Sentía que había un hilo muy delgado que se podía romper y sentía tanto miedo, porque se estaba perdiendo mi identidad, porque había dejado mi tierra, porque mi mamá se había ido a Estados Unidos. Es un proceso que no es solamente mío, creo que miles de familias en todo el mundo lo viven y yo era parte de ellas”, explica. “Me preguntaba qué estaba pasando con la indumentaria, con la lengua, el zapoteco”, reflexiona. Esas cuestiones llevaron a Hernández a plantearse la necesidad de usar el arte como forma de darle valor a las tradiciones artísticas de su tierra y determinar su lugar en el mundo.

Detalle de la obra de la artista Ana Hernández en la Bienal FEMSA.
Detalle de la obra de la artista Ana Hernández en la Bienal FEMSA.cortesía

La artista comenzó a estudiar y comprender esas tradiciones, a explorar el pasado de sus ancestros. “Crecí empapada de telas, de fiestas, que son un símbolo económico fuerte, porque permiten que los pueblos se mantengan. Y en esas fiestas lo importante son los oficios de costureras, de peinadoras, de joyeros y de cocineras. Todo eso hace que estemos unido como comunidad. Siempre quería estar con ellas, participar en esas actividades. No hay para mí un método de enseñanza académico, lo que aprendí es porque lo vivía día a día”, acota Hernández.

Ahora que la artista es vista como una de las voces más potentes del arte contemporáneo en México, ella quiere utilizar este reconocimiento par rescatar las tradiciones en su comunidad. Trabaja con mujeres y con niños de las zonas del sureste del país para recuperar la indumentaria, porque Hernández quiere escapar con su creación de las categorías que limitan el arte, la diferencia, por ejemplo, entre arte y artesanía. “El mundo actual se está comiendo muchas cosas, en particular los oficios. Los jóvenes ya no quieren tejer, los muchachos ya no quieren ser orfebres. Cómo vamos a contar entonces nuestra historia, si estamos perdiendo nuestro origen, nuestra raíz. Siempre digo que las cosas están dormidas y hay que despertar el interés para continuarlas”, explica Hernández.

La artista trabaja en su pueblo confeccionando la indumentaria tradicional y enseña las técnicas a los niños. Hernández reúne a artistas en su comunidad y elaboran enaguas para las niñas de la zona, hermosas creaciones que llevan bordados paisajes y animales locales. “Las regalamos con una dinámica de juego, para que los padres sean conscientes de su importancia”, afirma. Vuelve en ella aquella niña que veía tejer a su madre en aquellas largas jornadas para ganarse la vida. La niña que quiere que ese arte siga vivo: “Hay una raíz que no va a morir. Como artista tengo esa necesidad de hablar de mi origen. Yo no podría hablar de algo ajeno, que no me pertenece. Yo estoy hablando desde mi lugar, donde crecí, donde viví”.

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Sobre la firma

Carlos S. Maldonado
Redactor de la edición América del diario EL PAÍS. Durante once años se encargó de la cobertura de Nicaragua, desde Managua. Ahora, en la redacción de Ciudad de México, cubre la actualidad de Centroamérica y temas de educación y medio ambiente.
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