Santa María Jalapa del Marqués, el pueblo con un embalse que se seca y revela un convento del Siglo XVI
La presa Benito Juárez, ubicada en el poblado del Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, sirve como un medidor de la sequía que azota a la región y al país
Don Celerino González tiene 76 años y su vida entera se ha dedicado a la pesca en Santa María Jalapa del Marqués, un pequeño, pero frondoso y encantador pueblo en el Istmo de Tehuantepec, en el Estado de Oaxaca. Señala con su mano al otro lado de la presa, cuyo horizonte, desde la orilla, está poco a poco revelando entre sus aguas la parte superior de una iglesia, un templo dominico construido en el siglo XVI que florecía en ese lugar antes de que sus habitantes fueran reubicados a unos cinco kilómetros de ahí para dar paso a la estructura hidráulica. “Mi abuelo me contaba muchas historias que yo nunca escribí. En ese templo se hacían misas, y de ese lado existía una guerrilla: los rojos y los verdes, mi abuelo era de los verdes”, dice González con mucho orgullo bajo el rayo de un sol de medio día.
La historia de Santa María Jalapa del Marqués —ubicada a unos 220 kilómetros de la ciudad de Oaxaca, con una población de unos 12.000 habitantes— es tan vasta y simbólica que en ella cabe un éxodo de pobladores que fueron reacomodados para dar paso a la construcción de una presa; la existencia de un convento dominico del siglo XVI que fue abandonado y que emerge del embalse cada tanto en épocas de sequía y escasez; la actividad de los pescadores cuya principal fuente de recursos está en un constante peligro ante los embates del cambio climático o de las disputas políticas; una región atravesada por megaproyectos y por el flujo migratorio que remece al país.
Este pequeño poblado del Istmo de Tehuantepec podría ser un lugar en el que las grandes amenazas del futuro y las reminiscencias del pasado son más palpables que en cualquier otro lugar. La iglesia sumergida aparece cada seis o siete años en todo su esplendor, hasta que es posible caminar dentro y a través de ella como antes, cuentan los pescadores en la orilla de la presa Benito Juárez, también conocida como El Marqués. Han llegado muy temprano, algunos de ellos desde la 1.00 o 2.00 de la mañana. Ya cerca del medio día el aire comienza a arreciar y todos comienzan a recoger sus redes ya preparar la vuelta a casa.
Uno de ellos asegura que el fenómeno de El Niño hizo que en 2017 el templo dominico quedara totalmente al descubierto, y que fue el mismo el que provocó que el año pasado, 2023, fuera uno de los peores para la pesca de los que tienen memoria. “Casi morimos de hambre, fue un año horrible”, recuerdan. Este no pinta mejor, desde hace días que el agua en este embalse retrocede cada día uno o dos metros. “A este ritmo, en unos 20 días, esto se vaciará”, dice Jousé Vásquez, pescador y uno de los representantes de su gremio en el municipio, junto con Celerino González.
La construcción de la presa en ‘el milagro mexicano’
Enoc González Chávez es profesor de primaria, con una trayectoria de 38 años dando clases en universidades y en otros niveles educativos. Tiene 56 años y es una de las personas que más conoce de la historia de Santa María Jalapa del Marqués, el lugar donde nació. Ha escrito libros de poesía y de historia sobre el tema, y promueve en cada oportunidad la riqueza cultural de su municipio. González Chávez explica cómo un 5 de mayo de 1961 decenas de familias tomaron todas sus pertenencias y abandonaron para siempre sus hogares. “Mis papás tenían unos 14 o 15 años, me contaron que, incluso, los más grandes partieron llorando hacia sus nuevos hogares”.
La presa Benito Juárez, con capacidad de albergar hasta 300.000 metros cúbicos de agua, fue una obra prometida por el presidente de México, Adolfo Ruíz Cortines (1952-1958 ) y entregada para su inauguración a su sucesor, Adolfo López Mateos (1958-1964), en 1961. Era la época del llamado milagro mexicano, una etapa en la que el modelo económico aspiraba a lograr una estabilidad que diera paso a un mayor desarrollo del país.
El Marqués, en Oaxaca, no fue un ejemplo único, hay varias obras en todo México que terminaron por provocar el desplazamiento de las poblaciones para dar paso a otros proyectos. Como la Iglesia del Churumuco, en Michoacán, construida en 1800 y hundida en 1966 por las aguas de la presa y central hidroeléctrica El Infiernillo; o la presa Taxhimay, en el Estado de Hidalgo, construida en 1931 tras inundar a un poblado otomí, solo por mencionar algunos.
El éxodo en espiral
Algunos se fueron llorando y también hubo quienes se negaron a irse de sus casas. La crecida del agua hizo que los que se resistieron, se trasladaran poco a poco hacia otros puntos de la zona. Fueron ellos y ellas. Los reacios a dejar lo que era suyo, quienes fundaron las rancherías que quedaron del otro lado de la presa Benito Juárez, lo explica Enoc González, como quien cuenta algo que ha vivido una y otra vez. Lloraban también porque ahí se quedaba, enterrada para siempre —creían—, la Iglesia de la Asunción de María, y el convento de Santo Domingo de Guzmán, construido a un lado; pero también dejaban ahí el panteón con todos sus seres queridos enterrados, su mercado, los recuerdos, una buena porción de vida.
El éxodo parece no haber terminado. No solo por los jóvenes del pueblo que migran para estudiar en otros lugares, o los trabajadores que dejaron la pesca o el cultivo de la tierra para buscar oportunidades en Estados Unidos (Jalpa del Marqués solía ser llamado ‘el granero del Istmo’ por la siembra del maíz, nutrida del agua de la presa, que abastecía a la región entera), sino por la presencia cada vez más nutrida de migrantes llegados desde varios puntos del continente que eligen la serpenteante y peligrosa carretera que cruza la región —llamada carretera Transístimca— para caminarla por la orilla en un recorrido que parece infinito, bajo el sol inclemente de los días y con temperaturas que superan los 45 grados centígrados. “Fue un recorrido tortuoso”, asegura Enoc González, y bien podría decirlo en presente.
El convento y la sequía
Josué Vásquez hace cuentas. En un día bueno, cuando había tiempos —y climas— mejores, los pescadores como él lograban sacar hasta unos 30 o 40 kilos de pescado al día. En 2023, uno de los peores años para ellos, llegaron a tener jornadas laborales en las que se iban con 2 o 3 kilos en sus cajas. A todos, por igual, les preocupa lo que se ha dicho en las noticias y lo que perciben en estos primeros días del año, sobre la posibilidad de que 2024 sea un año histórico por la sequía y la falta de lluvias. “La presa se nos está secando muy rápido”, dice Celerino González.
Antonio Martínez compra el pescado de algunos de ellos y luego los vende a orilla de carretera, en un local que es de su propiedad. Llega muy temprano a la presa, con su báscula, y transporta lo que sacan del agua hacia el pueblo. Luego, cuando la jornada termina, atiende su mototaxi y aprovecha la salida de las escuelas para complementar su jornada de trabajo. Dedicarse a la pesca únicamente no es redituable en estos días. Y la situación no parece tener una solución rápida, hace varios años que no hay unión entre el gremio, y aseguran que, como casi siempre, el tema del abastecimiento del agua se convierte cada vez más en una cuestión política, sobre todo este año de elecciones.
Celerino González apura su vehículo de motor cargado con la pesca del día. Tiene que cumplir con las tareas administrativas que le demanda ser representante de los pocos pescadores que aún se juntan para poder mejorar en algo su situación, en las oficinas del municipio. Antes, mira hacia el cielo azulísimo y se vuelve a acordar de las historias de que le contaba su abuelo y que, ahora se lamenta, nunca anotó. Habla de misas que celebran sacerdotes cuando el agua desaparece por completo de la presa y la Iglesia vuelve a cobrar vida. Su abuelo era de los verdes, dice, pero luego Enoc González, el historiador del pueblo, explica que no se trataba de guerrillas en realidad. Eran los grupos políticos sobrevivientes a la Revolución Mexicana que se mantuvieron opuestos ideológicamente, hasta que luego un proceso de reunificación y conciliación puso fin a las enemistades.
Tal vez eso haga falta, dicen algunos de los pescadores por separado: “que nos juntemos y nos organicemos para arreglar nuestra situación”. El viento deshace los bríos de unión, el clima se vuelve rebelde y en el embalse comienzan a aparecer olas pequeñas que anuncian el cambio de temperatura. Todos esperan la semana de pascua, pese a las condiciones climáticas o del agua, volverán a poner sus mesas y su feria en la orilla de la presa, y tendrán ese momento de comunión que no han logrado el resto del año. Serán días de festejos, y tal vez la sequía, que permita el resurgir de su iglesia, les dé también una nueva oportunidad para reinventarse.
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