¿Es posible un gobierno de izquierda en México?
Si no hay un proceso de formación de ciudadanos o participación de las comunidades de manera orgánica, la mera apelación a las masas constituirá una tentación a futuros populismos
En 2006, cuando Felipe Calderón tomó posesión solía decir que, ahora sí, el panismo iba a gobernar en México. Se refería al hecho de que, si bien ese partido había ganado la elección presidencial seis años antes con Vicente Fox, en realidad el foxismo tenía muy poco que ver con el panismo. Claudia Sheinbaum no dirá lo mismo sobre su antecesor respecto a la posibilidad de un gobierno verdaderamente de izquierda, pero no es una premisa descabellada. Es cierto que el motor del obradorismo empata con la fuente que alimenta todas las versiones de izquierda: el compromiso con los que menos tienen. Pero se trata de un movimiento con la ambivalencia propia de los ríos que arrastran aguas de muchos manantiales. Morena es una fusión del priismo asistencialista contrario a los tecnócratas, de la izquierda tradicional, de los grupos democráticos progresistas y de corrientes socialdemócratas.
López Obrador fue el gran vehículo para conectar a todos estos actores y sus pulsiones políticas con las masas inconformes con el sistema. Tras el fracaso de los gobiernos del PRI y el PAN de los últimos sexenios era evidente que faltaba probar una opción desde otro lado y responder al malestar creciente de amplias mayorías rezagadas. López Obrador no solo evitó una posible inestabilidad política, al ofrecer una opción electoral al descontento, también dotó de una base social a los grupos de izquierda. De otra manera habrían carecido de una vía orgánica para llegar al poder. La pregunta es si en realidad llegaron.
En lo fundamental, sin duda, pero solo en lo fundamental. Me parece que, a tirones y jalones, en México está en marcha un giro pendular en favor de los sectores más desprotegidos. Es el punto de traslape o coincidencia entre el obradorismo y los distintos sectores progresistas. Pero más allá de eso, existen muchos otros aspectos de la agenda de izquierda, sea radical o socialdemócrata, que no coinciden con los afanes y quehaceres del Gobierno de López Obrador. Las políticas económicas de corte neoliberal en las grandes cuentas nacionales y la predilección por el ejército son, por donde se le mire, de difícil digestión desde una perspectiva progresista. Tampoco abona a esta relación el desinterés y en ocasiones la hostilidad del presidente a buena parte de la agenda de cualquier izquierda moderna centrada en temas de derechos humanos, asuntos de diversidad sexual y feminismo, medio ambiente, libertades públicas, promoción de la pluralidad en materia intelectual y cultural, respeto al equilibrio de poderes. Es verdad que el presidente ha cuestionado con cierta lógica el papel conservador que caracterizó a buena parte del entramado de comités de competencia, transparencia y rendición de cuentas. Pero también es cierto que las naciones referentes para una izquierda moderna, es decir, dentro de una sociedad de mercado, pero con un enfoque favorable a los grupos mayoritarios (países escandinavos, por ejemplo), suelen depurar y fortalecer estos organismos, no desaparecerlos.
En esencia, López Obrador consiguió el milagro de sacar a las fuerzas políticas que favorecieron al tercio superior de la pirámide social y pudo imprimir un giro de timón en dirección a los desfavorecidos por el sistema. Pero lo hizo con toda la carga de su propia visión del mundo, de su origen y trayectoria, de los agravios experimentados en su accidentada vida de opositor. En otros textos he argumentado que su fuente ideológica, más que de la izquierda, proviene de los movimientos sociales populares que se expresan en gestas como la Independencia o la Revolución Mexicana. López Obrador es la manifestación del México profundo que de tanto en tanto se rebela en contra de las élites para intentar aliviar el abismal desnivel que nos caracteriza.
Pero de cara a un mundo cada vez más integrado y en continua transformación tecnológica, a una sociedad nacional mucho más compleja y plural, lo que ha hecho López Obrador es apenas la obra negra. Pero una obra negra que probablemente nadie más podría haber realizado.
No coincido con muchos de mis colegas que consideran imperdonable el daño que López Obrador ha provocado al tejido institucional o a la participación de los sectores medios en la vida pública. Primero, porque es “un daño” relativo y perfectamente reversible. Insisto, mucho había que corregir con los excesos, con el dominio de las partidocracias en esos organismos y el surgimiento de mandarines a cargo de ellos y no precisamente de ciudadanos. Pero todo ello era corregible. Entiendo que ha habido una erosión en un entramado que necesitaríamos de cara a una sociedad más plural y equilibrada. Pero no coincido en la satanización categórica que se hace de López Obrador desde estos círculos, porque frente a sus defectos habría que reconocer una y otra vez la enorme proeza, en un país tan desigual, de haber provocado un cambio de paradigma en favor de las mayorías. Sus críticos suelen mencionar esto último como un pie de página, pero es justamente ese pie de página lo que ha cambiado momentáneamente la historia de México.
López Obrador es un fenómeno singular, sobre el que cada cual tendrá su propio juicio. En todo caso su papel como conductor político termina en octubre. Pero frente al futuro inmediato hay una batería de preguntas que tendríamos que hacernos muchos de los que votamos por él, independientemente de lo que hoy pensemos de su Gobierno. ¿Es posible un cambio progresista, llámese socialdemócrata o de izquierda moderna, a partir del apoyo de ese México profundo? ¿Podrán los herederos de esas corrientes reproducir la identidad y concitar el interés de esa base social y convertirla en impulso de cambio para algo más que la mejoría de la condición de los pobres? ¿Sin abandonar esta bandera es factible enriquecerla con las otras agendas de la izquierda moderna?
Imposible responderlo ahora. Hay factores a favor y en contra. Habría que reconocer que en el “pueblo bueno” conviven por igual una enorme energía soliviantadora y de transformación con otros impulsos de signo contrario, resistencias conservadoras y tradicionalistas. Si no hay un proceso de formación de ciudadanos o participación de las comunidades de manera orgánica, la mera apelación a las masas constituirá una tentación a futuros populismos. Demasiada carga de expriistas para los cuales tal situación favorecería su reproducción y empoderamiento (basta ver la nómina de gobernadores de Morena reciclados).
Con todo, durante dos décadas la experiencia de la Ciudad de México demostró que eso era posible, que el gobierno en favor de los pobres no era incompatible con una agenda capaz de incorporar temas de género, de derechos humanos, de pluralidad, de respeto a las minorías o al medio ambiente. El tiempo dirá si la nueva generación que encabeza Claudia Sheinbaum es capaz de impulsar el proceso de cambio desde esta perspectiva enriquecida. @jorgezepedap
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.