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ORGULLO LGBT+
Columna
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Decir machismo es decir homofobia

El Orgullo se ha convertido en una gran fiesta, pero ¿cuántas de esas personas que se manifiestan en México, bien resguardadas entre los amigos y la multitud, siguen escondiendo su orientación sexual a diario?

Dos hombres se abrazan dentro del Centro Preventivo Varonil Oriente, en Ciudad de México, el pasado 23 de junio.
Dos hombres se abrazan dentro del Centro Preventivo Varonil Oriente, en Ciudad de México, el pasado 23 de junio.Sáshenka Gutiérrez (EFE)
Carmen Morán Breña

El machismo atraviesa punzante y doloroso por todos los países del mundo y México no solo no es ajeno a ello, sino que podría decirse que se da en altas dosis, véanse si no las 10 mujeres asesinadas al día como promedio. Pero decir machismo es también decir homofobia. Quien se aferra a un modelo de mujer tutelada, frágil, infantilizada, sin voz ni voto, también desea un hombre amarrado a estereotipos castrantes, el proveedor de la familia, el que no llora, el que no puede aportar ni un gramo de sensibilidad a la sociedad, el que no debe vestirse de rosa ni mucho menos compartir su cama con otro hombre. Hombres muy machos, mujeres muy femeninas, por resumir el mundo de roles encorsetado y anacrónico que todavía nos hacen tragar.

El orgullo público de quienes no son heterosexuales ha celebrado su 45 edición este año en México. No es mala fecha para hacer balance de lo conseguido y observar de cerca cómo se desenvuelve el asunto arcoíris. Durante todo el año, las noticias son inequívocas: muchachos (y muchachas) expulsados de parques de atracciones por ser gais, agresiones en el metro, en las puertas de un restaurante, detenciones policiales, abusos, humillaciones y crímenes de odio. Por no hablar de los chistecitos trasnochados que todavía se escuchan en cualquier reunión o juerga entre amigos, ¿verdad? La palabra joto recorre los campos de fútbol, los mercados y las oficinas. Sin duda.

Nadie lo diría, sin embargo, cuando en vísperas de la marcha del Orgullo las ciudades se visten de arcoíris por todas partes. Imposible ver un hotel, un restaurante, un bar, una tienda de conveniencia, las bicicletas de alquiler, el encabezado de la conferencia mañanera del presidente o los puestos callejeros sin lucir una de esas banderas de colores (o cualquier otra del estilo) que hacen alusión al movimiento LGTBQI y cuantas letras más se le quieran añadir. Muchos días antes de la marcha callejera, todo el mundo parece apuntarse a la causa, como si no hubiera homofobia en México. A nadie se le escapa que a lo que se están apuntando es al negocio, un suculento pastel que deja llenas las arcas de todos esos establecimientos. En México y en todo el mundo, por cierto.

El Orgullo se ha convertido, como ninguna otra causa, en una gran fiesta, también del consumo. Pues ni tanto que celebrar. Ni en México ni en ningún lugar del mundo. Muchas son las voces que se han alzado contra la deriva comercial y capitalista que empapa el movimiento. Tan es así, que en algunos lugares ya llevan tiempo organizando una marcha paralela más reivindicativa y menos fiestera. Ambos aspectos son conciliables, desde luego, máxime en el orgullo, que por un lado reclama derechos sustantivos, protección contra las agresiones, pero por otro se muestra desinhibido, orgulloso, pues, de sus formas de vestir, de caminar, de hablar o de cantar, le moleste a quien le moleste. De eso se trata.

Pero quizá sí hay que bajarle algunas rayas de festividad a la marcha y dejarla para la noche, o bien subir el volumen de la reivindicación, a elegir. Este año, algunos jóvenes se manifestaban de esta forma: “¡No, no, no, no es un hecho aislado! ¡Los crímenes de odio son crímenes de Estado!”. Y otro decía: “Creo que ha cambiado el sentido de la marcha, porque antes era mucho más de protesta, porque nuestra gente estaba invisibilizada, pero en los últimos años han cambiado muchas cosas y eso es lo que venimos a celebrar”.

Muchas cosas han cambiado, bien cierto. No hay lugar donde no se haya avanzado en este asunto, aunque sea en la conciencia social, muy por delante de las medidas políticas tantas veces. Claro que hay que celebrar, pero también preguntas que responder. ¿Cuántas de esas personas que se manifiestan ese día en alguna de las grandes capitales de México, bien resguardadas entre los amigos y la multitud, siguen escondiendo su orientación sexual a diario en su pueblo, en su comunidad? ¿Cuántos siguen soportando el chiste del jefe, del padre o del colega maldiciendo por dentro? ¿Cuántos aún celebran con orgullo mientras bajan la cabeza el resto del año? Muchos, seguro, porque un país machista es un país homófobo. No conviene olvidarlo. Quizá hay que subir el tono reivindicativo. O se encontrarán algún día con un mensaje como el que regaló el presidente mexicano el pasado 8 de marzo a las mujeres. ¿Feminismo? “Ya eso se logró”.

El colectivo LGTB sufre una tasa de intento de suicidio tres veces mayor que la población general. Quizá no han cambiado tanto las cosas.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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