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La Sabatina
Columna
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Sucesión 2024: Dogma o reforma

Como en los viejos tiempos mexicanos la selección de quien encabece la candidatura oficialista a la presidencia es más importante que la campaña formal

Salvador Camarena
Adan Augusto, Secretario de Gobernación
Los aspirantes a la sucesión presidencial en Morena, en un acto en el Estado de México.Rodrigo Oropeza

A Nacho Marván, por tantas lecciones

En tiempos normales, en una elección se abren disímbolas alternativas. Partidos y candidatos presentan a la ciudadanía proyectos que pueden ser contrarios o al menos diferentes. En ocasiones eso se explica de manera reduccionista: las urnas revelarán si la sociedad deseaba continuidad o cambio. Otras veces queda claro desde el principio que la mayoría quiere un nuevo proyecto, y la única duda es quién capturará ese deseo. Eso en tiempos normales, pero los actuales en México no son tiempos normales.

Andrés Manuel López Obrador no se asume como un presidente de un sexenio, el forzoso límite temporal que por ya casi un siglo le ha dado viabilidad al sistema político mexicano. Lo que el actual mandatario se propuso fue un cambio de régimen. Y aunque mucho ha hecho por borrar lo que existía hasta 2018, él sabe que seis años no le alcanzarían para instalar una nueva lógica de poder, una que siga sus dictados, su doctrina.

El sexenio de AMLO está a punto de entrar en el tercer tercio. El tiempo en Palacio Nacional se le acaba, pero el tabasqueño ha mantenido una alta popularidad y, sobre todo, el control sobre la discusión pública. Casi todos los días el presidente es el centro y el motivo del debate, marca la agenda y socava la influencia de otros actores en la misma.

El mayor éxito de ese control político, a dos años de la elección presidencial, es el fracaso de la oposición para fijar en la sociedad la noción de que en los comicios del 2024 estarán en juego la continuidad o el cambio. Y aunque falta tiempo para decretar en definitiva que la alianza opositora será incapaz de disputar el poder a Morena, hoy el dilema sobre esa elección es más bien orgánico: qué clase de continuidad es la que espera una sociedad que parece dispuesta a dar seis años más al lopezobradorismo.

Si lo que la gente quiere es que Morena repita en la Presidencia de la República, entonces la verdadera elección está ocurriendo hoy, y no será algo que suceda en el arranque de 2024. Como en los viejos tiempos mexicanos la selección de quien encabece la candidatura oficialista es más importante que la campaña formal. Por eso ha comenzado a acalorarse el debate entre quienes aspiran dentro del movimiento a tomar la estafeta de López Obrador.

Pero el choque entre los suspirantes de Morena no es solo de formas –sobre si el mejor método para elegir candidato es por encuestas, o si hay dados cargados, etcétera–, sino de fondo. Porque además de candidatura presidencial, la disputa es sobre el tipo de lopezobradorismo que se requiere para la última elección en la que Andrés Manuel estará (esperemos) activamente en campaña, y quién representa mejor esa oferta. Y el primero que se aboca a resolver esas dudas es el ocupante de Palacio Nacional.

Decir que estamos en la reactivación del método priista de selección de candidato es faltar a la verdad. Porque López Obrador tiene muy claro que hoy, a diferencia de los años de su formación en el PRI de los ochenta, la sociedad es más dinámica, el control de los medios de comunicación (y no se diga de las redes sociales) más difuso, y la disciplina de los que pierdan tan improbable como peligrosa (quien defeccione tendría posibilidades de descarrilar al régimen, lo que ni el ingeniero Cárdenas pudo en 1988).

Así que la primera clave sobre cómo darán con el tipo de lopezobradorismo que espera la gente la ha formulado el propio López Obrador. AMLO ha defendido esta semana el uso de las encuestas para elegir sucesor porque es un mecanismo que domina, y porque si en alguna materia no le paga a sus colaboradores para que le mientan u oculten eventuales tragos amargos esa es en el ejercicio de sondear la opinión pública.

Andrés Manuel podrá tener hoy una favorita y podrá tener a un “no favorito”. La primera obviamente es Claudia Sheinbaum, y el segundo sería Ricardo Monreal. ¿La aplicada y el rebelde, la consentida y el maltratado, la ideal y el indeseable? Ese reduccionismo, que encima deja en los márgenes a los otros dos suspirantes –Adán Augusto López Hernández y Marcelo Ebrard— caricaturiza la decisión más importante de la presidencia de López Obrador, y no hace honor al oficio del político que ha convulsionado la vida mexicana como no ocurría en décadas.

López Obrador quiere, sobre todo, ganar un sexenio más para solidificar su régimen. Por eso lo de las encuestas hay que leerlo en la clave correcta: Andrés Manuel ponderará lo que digan los números para con ellos hacer otras consideraciones políticas. Pero en ese orden –quién dice la encuesta que trae más votos o, puesto en otras palabras, quién enfrenta menos resistencias–, y luego, sí, como gran elector, sopesará factores como la unidad del movimiento, su consonancia personal con él o ella, si ese perfil y los retos del futuro inmediato lucen armónicos, e incluso la recepción que el o la candidata tendrá en grupos no afines al tabasqueño.

Ese pragmatismo, paradójicamente, podría generar agravios dentro del movimiento que López Obrador fundó formalmente hace un decenio. Agravios y ruidosos desencuentros que pondrán a prueba al Movimiento Regeneración Nacional. Porque en Morena no se han institucionalizado los diferentes grupos que tienen su propia interpretación sobre qué y quién conviene rumbo al futuro, incluido qué y quiénes no convienen.

Morena tendrá que evolucionar para entender que ya logró la primera cosa que se propuso, llevar al poder a AMLO, pero que será corresponsable si éste no triunfa en su ambición de evitar el retorno del sistema que gobernó México en las últimas cuatro décadas. Y de alguna forma ese retorno podría ocurrir incluso en el escenario de que Morena gane las elecciones presidenciales, pero pierda su fuerza e influencia en el Congreso de la Unión.

Es por eso que lo que pase en estos dos días, cuando en el fin de semana Morena elija a los tres mil delegados al congreso nacional a realizarse en septiembre, será mucho más que la revelación del peso de las respectivas corcholatas en el partido en el poder. Definirá una identidad que puede ayudar al cambio de régimen o entorpecerlo.

Si algo ha demostrado López Obrador durante todo el sexenio es que su manera de fijar una nueva correlación de poder, dígase lo que se diga, no excluyó al gran capital ni —hasta ahora— ha caído en la tentación de llevar al extremo una retórica que desprecia los contrapesos institucionales y la división misma de los poderes. Es un estilo que ha acarreado costos, pero (todavía) parece que el presidente no dará un siguiente paso hacia la desinstitucionalización.

Por su parte, en el seno de Morena se han manifestado voces que buscan una radicalización del movimiento y otras que pugnan por más diálogo e incluso mesura. Estas últimas expresiones, algunas de ellas identificadas con el senador Monreal, son mal vistas por la nomenklatura al punto de que limitan la participación de cuadros ligados al zacatecano como Gibrán Ramírez, un articulado fundador del movimiento que lleva meses cuestionando lo que él ve como desviaciones de la doctrina.

Y ese es precisamente la cuestión hoy para el oficialismo. La gran pugna por la candidatura ocurre al mismo tiempo que una pelea por quiénes serán los guardianes de la fe, y si ésta ha de ser más dogmática o reformista. Que es lo mismo que preguntarse qué conviene para que el nuevo régimen se instale más profundamente, una versión más refractaria a hacer política o una más abierta a la posibilidad de un sexenio con negociaciones parlamentarias.

Esa pugna puede derivar en purga. Los términos que en ocasiones se escuchan entre los mismos morenistas no auguran apertura. Se etiquetan de puros o advenedizos, de leales o traidores, de dogmáticos o claudicantes, de honestos o corruptos, etcétera. Los recelos permean la tónica del debate en el partido en el poder. Algunos se pueden explicar a la sucesión adelantada, otros quizá obedezcan a que ya se escuchan también los tambores de las peleas por otros importantes puestos de elección popular en 2024, pero el rumbo del partido mismo es el que está en juego.

El presidente tiene el control del partido a través del secretario de Gobernación, que llegó a ser el líder que puede inspirar entre sus compañeros una respetabilidad que Mario Delgado perdió mucho tiempo atrás. Sin embargo, eso también podría entrar en crisis. Adán Augusto comenzará a padecer cuestionamientos dado que al final de cuentas sí es juez y parte: corcholata y operador, aspirante y factor de las decisiones en Morena.

Mas lo sustancial es que lo que ocurra en Morena impactará a todo México: la política nacional reflejará lo que decida el partido hegemónico. ¿Quiénes se impondrán? ¿Aquellos con mayor propensión al avasallamiento de la oposición y de grupos externos? ¿O quienes propugnan por diálogo e incluso negociación?

La radicalización no necesariamente es la mejor garantía para que un régimen se consolide, pero salvo sus expresiones de que para atrás ni para tomar impulso, no sabemos qué plan tiene en la cabeza López Obrador con respecto al talante de su partido en los próximos años.

Monreal ha decidido no participar en las elecciones de este fin de semana. Con ello mandó un claro mensaje de protesta por la marginación de algunos cuadros cercanos a él, pero sobre todo es una postura de cuestionamiento frontal al rumbo que está tomando Morena.

Este tipo de desencuentros pueden llevar a la ruptura, máxime si expresiones de inconformidad menos frontales, como la expresada por el grupo de Ebrard en torno al piso parejo de la competencia, fueron descalificadas totalmente por el presidente mismo.

Tras los resultados de las elecciones de los consejeros veremos las expresiones de quienes hayan ganado y de quienes pierdan. Ahí tendremos más pistas del tono de Morena rumbo al 2024. Un partido capturado por quienes vean que la pureza del lopezobradorismo se interpreta mediante el desprecio a las otras expresiones políticas, incluidas algunas internas, pueden provocar más parálisis legislativa y que todo ya sea de aquí al 2024 un gran tiempo de pugna electoral. Los costos nacionales de eso no parecen importarle ni al presidente de la República ni a los suspirantes y menos a su movimiento.

Ese partido también nos dará pistas de los cálculos que tendrá que hacer el mandatario a la hora de decidir la candidatura. ¿Un Morena radicalizado alcanza para ganar y por ende hay que poner a alguien que vibre en sincronía con las descalificaciones institucionales? ¿O un partido así será parte de los lastres que tendrá que remontar quien abandere al movimiento? AMLO verá los números y designará si la candidatura es dogmática o reformista.

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