La última habitante del edificio 68
Rufina Galindo resiste al desahucio del edificio donde vive desde 1957 en Ciudad de México. Un inmueble del que han sido ya expulsadas 24 familias y que ilustra la presión inmobiliaria en el casco viejo
Todos se han ido ya: como si el edificio fuera un cuerpo que se hubiera desangrado de a poco, a goteo, expulsados por decisiones tomadas en despachos lejos de aquí. Solo queda ella. Camina como un fantasma por los pasillos sin luz. Pasos cortitos y mudos para no alertar al vigilante, como si Rufina Galindo fuera una espía en territorio hostil y no estuviera recorriendo el inmueble en el que ha habitado toda su vida. Más de seis décadas atrás, en 1957, sus padres cambiaron la vida en el pasado de la Oaxaca rural por la promesa de futuro del Distrito Federal. Llegaron al número 68 de la calle Emiliano Zapata cuando ella tenía apenas tres años, para morir poco después. Galindo se criaría con sus abuelos en una casa llena de gente. Hoy ya ha cumplido los 68 y la acaban de desalojar de esa misma casa; en la que vio crecer a sus hijas; en la que ha aguantado terremotos, pobreza, extorsiones y el paso de los años. Pero ella se resiste a abandonar su hogar y ha buscado refugio con una de sus hijas, que cuando se independizó no se fue muy lejos y alquiló otro departamento del mismo edificio: el único que todavía no han desahuciado, aunque saben que solo es cuestión de tiempo.
La lluvia se vierte sobre los tejados del Centro Histórico de la Ciudad de México en esta tarde de junio. El sonido de las gotas al caer repiquetea con estruendo a través de las ventanas sin cristales de Zapata 68; resuena amplificado por la acústica sin obstáculos del edificio vacío. Galindo es la última de las habitantes originales. En 2016 se puso en marcha un proceso de desalojo que ha dejado en la calle a 24 familias que vivían desde siempre en el lugar: los vecinos de Galindo, sus amigos, la gente con la que creció, con la que jugó de niña a las canicas, al trompo y a la rayuela. Ella resistió seis años, entre amparos legales y el apoyo del movimiento vecinal, pero el pasado 31 de mayo a su puerta llamaron los señores de traje que traían la orden de desahucio. Ahora espera en la casa de su hija la inevitable expulsión que sabe que llegará más temprano que tarde. Todas sus cosas descansan en cajas amontonadas en el salón de esta vivienda con poca ventilación, menos luz y dos habitaciones para seis almas y un perro.
El edificio está en los huesos. Es un enorme cascarón de tezontle con el interior mil veces remendado, con las cicatrices en forma de grietas que el tiempo y los sismos han dejado en sus paredes. Quedan las casas vacías, el esqueleto de las vidas que las habitaron, huellas de pisadas sobre el polvo que cubre el piso, excrementos de gatos callejeros, goteras, restos de basura. “Aquí vivía mi vecina Verónica”, dice Galindo al entrar en una de las viviendas. Baldosas arrancadas, puertas arrancadas, lavabos arrancados. Al salir cierra con cuidado —casi de forma ritual, con una suerte de respeto profundo a los ausentes— una reja que hace las veces de entrada, aunque ya no hay nadie dentro; aunque por no haber no hay pomo ni candado.
La pesadilla empezó un 13 de julio de 2016. 800 granaderos, según los vecinos —500, de acuerdo con La Jornada— y dos helicópteros irrumpieron en Zapata 68. Nadie les había comunicado nada, pero los habitantes del edificio conocían el riesgo de desalojo gracias a que uno de ellos tenía un amigo en los juzgados. “Fue horrible. Nos cerraron y nadie podía salir”, recuerda Galindo. Entraron por la azotea y por la puerta principal con ayuda de un ariete.
—Bajaron los policías con armas largas. Al ver los helicópteros dices, ‘pero si no somos delincuentes, con los delincuentes ni hacen esto’. Nos preguntaron: ‘¿dónde están las armas, dónde están las drogas?’. No teníamos nada.
Ese día desalojaron a los habitantes de 10 viviendas. El resto han sido expulsadas a goteo desde entonces. Hasta que solo quedó Galindo con su familia, en un edificio abandonado que parece a punto de venirse abajo.
Una maraña legal
Los acontecimientos se han sucedido como si fueran un dominó lento, a lo largo de 20 años. En 2002, el Instituto de la Vivienda de la Ciudad de México expropió el edificio debido al mal estado en que lo dejó el terremoto de septiembre de 1985. Nadie había hecho las reparaciones que necesitaba. La dueña del inmueble, Rosario Fernández Fernández, impugnó la decisión y ganó. Pero dos años después, la mujer falleció. Ahí comenzó un laberinto legal lleno de enredos e irregularidades que ha llevado a la situación actual.
Un sobrino de Fernández, Francisco Ricardo Piñeirua Fernández, asegura ser el propietario del edificio. Los vecinos, apoyados por el Centro de Derechos Humanos (CDH) de la Facultad Libre de Derecho de Monterrey, niegan que él sea el legítimo dueño. Defienden que el inmueble está intestado, es decir, que la antigua propietaria murió sin un heredero y ahora existe un limbo legal. Todas las fuentes y los documentos consultados señalan que legalmente Zapata 68 sigue a nombre de la fallecida Fernández.
Piñeirua (79 años) fuma un Marlboro tras otro en su despacho, encima de una tienda de ropa para niños que pertenece a la familia, en el centro de la capital. Junto a él está su hijo, que prefiere no dar su nombre, y su abogado. Aportan una montaña de papeles para acreditar su propiedad sobre Zapata 68. Entre ellos, el que aseguran que es el testamento de Fernández, en el cual nombra a su sobrino albacea de sus bienes, sin especificar cuáles. También una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de la ciudad que identifica a la fallecida Rosario Fernández como dueña del inmueble y condena a Galindo a desocuparlo.
“El edificio no está intestado, hay escritura y testamento. Aquí la cosa es transparente, hacemos cosas que están dentro de la ley”, defiende Piñeirua. EL PAÍS no ha podido acreditar independientemente la veracidad de estos documentos ni consultar la escritura del edificio. Este diario tampoco ha tenido acceso a ningún informe que identifique directamente a Piñeirua como propietario de Zapata 68. “Hasta donde tenemos conocimientos no había una sentencia firme que acreditase la propiedad de nadie”, sostiene Carla Escoffié, miembro del equipo de abogados del CDH.
Galindo, los antiguos vecinos de Zapata 68 y el CDH defienden que nunca se les ha comunicado sobre un cambio de propietario —un requisito legal—. También niegan haber recibido nunca notificaciones del juzgado sobre los desalojos. Piñeirua asegura que todos los desahucios han sido comunicados de acuerdo con la ley y que los vecinos no pagaban desde 2002. Dice que su objetivo es rehabilitar al edificio.
Escoffié explica que “desde el inicio, en el expediente ha habido muchas fallas y anomalías que únicamente se pueden explicar por medio de la corrupción: documentos que fueron modificados, acuerdos de notarios que salieron de la noche a la mañana…”. “Además, no solo es esta persona [Piñeirua] la que ha tratado de hacerse con el inmueble. A lo largo de los años han sido bastantes, a veces con mafias inmobiliarias que intimidaban. Ha habido un acoso que ha hecho el ambiente hostil”, continúa la experta.
Violencia, robos e intimidaciones
Por el camino, Galindo se ha convertido en una referente de la lucha por la vivienda en el centro de la capital. El caso de Zapata 68 es uno de los más conocidos, pero como él ha habido muchos en los últimos años, también con violencia, de acuerdo con el Observatorio Vecinal del Centro Histórico, una asociación que incluso realizó un mapeo con los desahucios en Ciudad de México. Según El Sol de México, en 2021 se registraron 563 solo en la capital. En un informe, la Coalición Internacional para el Hábitat recoge que el 55% de las personas entrevistadas en la ciudad tiene dificultades para pagar el alquiler.
Galindo ya había sido desalojada antes, en septiembre de 2016, aunque fue un desahucio ilegal y un juez le dio la razón. “Me sacaron todas mis cosas, me robaron. Quitaron la puerta de mi casa, pusieron una reja, rompieron la taza del baño, el lavadero, los vidrios de la ventana...”. Tuvieron que arreglar todo lo que habían destrozado y vivió allí seis años más, siendo testigo de la expulsión del resto de vecinos. “La policía misma se ha robado muchas cosas. Un vecino tenía un bebé de apenas un mes y guardaba dinero para su bautizo y cuando le sacaron le robaron el dinero, el celular, la laptop, unos tenis”. En otro desalojo, cuenta, un agente se propasó con una madre soltera.
En 2018, a los departamentos que ya habían sido desalojados entraron nuevos inquilinos. “Prietos, tatuados, mariguanos y borrachos”. Ella defiende que eran “delincuentes” de un grupo criminal del barrio de La Merced contratados por Piñeirua para presionar e intimidar a los inquilinos. “Hace dos años mataron a uno de sus líderes a balazos en una calle por aquí cerca, y aquí lo velaron, en el Zaguán”. Galindo reconoce que llevan desde 2002 sin pagar alquiler, según su relato, porque no hay un dueño legítimo al que abonarle las rentas. Dice que los vecinos sí se han ocupado del agua y la luz entre todos, algo que Piñeirua niega.
Marcharse nunca ha sido una opción. “¿Dónde voy a irme?”. Aquí ha pasado por todo. Después del terremoto de septiembre de 1985, estuvieron cinco meses sin agua ni luz, haciendo turnos entre los vecinos para vigilar en la calle y evitar saqueos. Aquí crió a sus hijas, con el sueldo de una costurera, después de que su marido la abandonara. Aquí llegaron a vivir hacinadas 31 personas de su pueblo que buscaban un futuro en la capital, en una casa oscura con dos habitaciones. Hay mil recuerdos entre estas cuatro paredes.
—Ya son casi imágenes que se me están olvidando porque la edad hace que se nos olviden ciertas cosas... Pero a mí sí me dan ganas de vivir, fíjese, con los mazapanazos que da la vida, pero una le hace. Yo me quedé sola por más de 22 años con mis hijas. Tuve que trabajar día y noche. Los días festivos eran los mejores y no importaba que me desvelara porque sabía que iba a trabajar y me iban a pagar un dinero para mi familia, para gastar en comida, en pasajes para que mis hijas se fueran a la escuela.
Cuando habla se encorva sobre la silla, anuda las manos, como queriendo ocupar el menor espacio posible. Aunque en varios puntos de la conversación parece al borde del llanto, aguanta las lágrimas. Sonríe cuando señala el ramo de flores que le regalaron sus nietas en su último cumpleaños. Sabe que solo le queda esperar, que en cualquier momento a su puerta volverán a llamar los señores de traje.
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