La esperanza de Jessica Vega con la primera clínica trans de México: “Aquí saben lo que eres”
Ciudad de México abre un centro especializado en personas transexuales que busca facilitarles el acceso a tratamiento
Oyuki Martínez conoce la punzada en el estómago que provoca un nombre que solo existe en la credencial de elector. Un nombre legal que no es el suyo. Llegar a un consultorio cualquiera y que la enfermera grite, como si quisiera recalcar cada letra: H - e - c - t - o - r. Y tener que cruzar la sala de espera, interminable. Ahora es ella quien llama a los pacientes. O, más bien, deja que ellos se presenten. Los sienta en su pequeño despacho, frente a una mesa con una bandera trans, y pregunta con voz melosa: “¿Cuál es tu nombre, mi vida?”.
Así, con esa pregunta aparentemente tan nimia, Martínez acoge a los que visitan por primera vez la Clínica Trans de Ciudad de México. En un edificio de dos plantas que llevaba una década abandonado, el Gobierno de la capital acaba de inaugurar el primer espacio de este tipo en el país: una clínica que ofrece un servicio “integral”, desde tratamiento hormonal a apoyo psicológico, y donde la mitad del personal es trans. “Hay que romper el estigma de la mala atención”, dice Martínez, coordinadora de atención comunitaria y activista de 43 años.
No han pasado ni cinco minutos desde la última visita y ya están llamando a la puerta del despacho de Martínez. En dos semanas desde la inauguración se han agendado 80 citas. “Hay una demanda muy importante, creemos que en dos o tres meses vamos a cubrir los casos que pensábamos para un año, que eran 300″, explica asombrada. La saturación de los centros de salud, agravado por la pandemia del coronavirus, y la difusión de la noticia dentro de la comunidad ha disparado la demanda.
En la sala de espera, sentada en una silla metálica, Elizabeth Apolonio, mujer transexual de 31 años, aguarda turno en silencio. Ya ha cambiado su nombre en la credencial de elector y lleva tres años decidida a iniciar un tratamiento hormonal, pero la burocracia se lo ha impedido. El Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) no lo ofrece. La Clínica Condesa, que solo atiende a personas sin seguro, le exige un documento donde el IMSS afirme que no le puede dar la atención. Apolonio todavía no ha recibido una respuesta del organismo. “Hay que tener paciencia. Espero que este sea el lugar”, explica.
“¡Bienvenides a la clínica!”, saluda alegre Martínez, antes de arrancar la visita. El centro cuenta con seis consultorios, tres médicos generales y otros tres especialistas; una sala de ultrasonido y una para la toma de muestras. También dispone de una sala para actividades recreativas, como exposiciones o yoga. Al tratarse de una unidad ambulatoria, no practica cirugías. Para esos casos, la clínica va a tener que enviar los pacientes a otros hospitales públicos.
Pese a las limitaciones, el centro busca aliviar con lo que tiene la presión sobre otros servicios rebasados. La doctora Erika Itzel González, la encargada del espacio, conoce de primera mano la saturación. En la Clínica Condesa, donde trabajaba hasta hace poco, el número de pacientes trans ha crecido de 1.500 a principios de año a unos 2.300 y se tarda un mínimo de cuatro meses en iniciar el tratamiento hormonal. En el IMSS, la situación es peor. “A veces se les niega el tratamiento porque no tienen el protocolo o un medicamento. Aquí esperamos empezarlo máximo en un mes, aunque depende de la demanda”.
A sus 50 años, Jessica Vega ha pedido a dos amigas de toda la vida, Maggi y Georgina, que la acompañen a la clínica. Viste ceñida y lleva su pelo castaño y brillante recogido en una cola. Está sentada a unos metros de Elizabeth Apolonio y mira a su alrededor con una cierta desconfianza. La última vez que fue a un hospital del IMSS no supieron cómo ayudarla. “¿Y ahora qué hago, a quién acudo?”, pensó. “Nos tienen muy apartadas”.
Los portazos la han dejado a su suerte. Desde los 14 años ella misma ha decidido qué hormonas tomar, sin análisis previos ni seguimiento médico alguno. “Las elegíamos de oídas. Por ejemplo, si a ella la veía bonita, le preguntaba: ‘¿Oye qué hormona te estás metiendo?’ ‘Esta’. ‘¿Y cuántas pastillas?’ ‘Dos a la semana’. Pues si ella se metía dos, yo cuatro para verme más bonita”. También le han inyectado aceites para dar forma a sus caderas, generalmente en “lo oscuro”, en departamentos particulares de personas con acreditaciones dudosas. Estima que la mitad de su salario como trabajadora sexual ha ido a gastos relacionados con su cuerpo, entre pastillas, parches e inyecciones. “Mírame nada más”, señala con desparpajo, levantándose del asiento.
Aunque Vega está orgullosa del resultado, con la edad se ha empezado a preocupar. Ha oído hablar de amputaciones de piernas por culpa de las inyecciones. “No sabes en qué momento te van a hacer daño. Es peligroso y muchas no lo saben”, explica. El consumo de hormonas sin prescripción médica puede derivar en problemas hepáticos y hasta trombosis y la inyección de aceites en mamas o glúteos, en mastectomías o reconstrucciones estéticas. La esperanza de vida de una persona trans en México es de 35 años, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
En la clínica, Vega espera hacerse análisis y que, por primera vez en su vida, un médico especialista valore qué tratamiento le conviene más. “Aquí la gente sabe lo que eres, pero luchamos para que en cualquier hospital te den un trato justo. Eso es lo que pedimos, igualdad. Yo soy mujer aquí o en China”, dice. La clínica es un comienzo. Oyuki Martínez abre la puerta de su despacho. Las tres amigas se ponen de pie. “¿Pasamos juntas?”, pregunta una. “Juntas las tres, ¡claro!”, responde Vega.
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