El silencio cubre el asesinato de Victoria Salazar sobre el asfalto de Tulum
La familia de la salvadoreña pide respuestas sobre las circunstancias en las que la mujer murió durante una brutal detención policial
Su hermano, René Olivares y su madre, Rosibel Arriaza, se enteraron por Facebook. Ninguna autoridad mexicana los llamó un día antes, el pasado sábado, cuando una agente de la Policía Municipal le quebró el cuello en plena calle de uno de los destinos turísticos más codiciados del Caribe mexicano. Lejos de las cristalinas aguas de Tulum, en las calles polvorientas y cuarterías de concreto a la vista donde viven quienes trabajan en este enclave turístico pero no ven la playa, cuatro agentes mataron a Victoria Salazar, migrante salvadoreña de 36 años, al tratar de detenerla por desorden público. Un crimen que comenzó con una mala práctica policial y siguió con una serie de irregularidades. La imagen, muy similar a la de la muerte de George Floyd que incendió las calles de Estados Unidos y generó enérgicos debates políticos, en México solo movilizó a los colectivos feministas.
Días después del asesinato, la esquina donde murió Victoria seguía su vida normal. Solo unas flores secas que el viento tumbó de madrugada, unas velas apagadas y un cartel con su nombre colgado de un poste eran los únicos recordatorios de lo que había sucedido ahí. Un poste que, en comparación con las masivas protestas en el país vecino tras la muerte de Floyd, bien puede representar la realidad contra la que se topa a diario México: un país en el que mueren asesinadas 10 mujeres al día.
Algunos vecinos curiosos se acercaban a tomar algunas fotos, pero la mayoría se sumaban a la ley del silencio que impera en barrios humildes como este, donde solo se comenta la tragedia de puertas para adentro de la casa. Nadie la conocía, nadie sabía dónde vivía, ni quién era ni a qué se dedicaba. En este rincón olvidado de la joya turística, los que pueblan sus calles casi no conocen a los nuevos inquilinos —la mayoría exiliados de la miseria de lugares como Chiapas, Oaxaca o Tabasco— solo dormitan en las calurosas habitaciones de cemento y desde temprano salen a trabajar hacia el clima apacible del mar y el aire acondicionado de los hoteles de lujo.
Salazar llegó a México hace unos cinco años, calcula su hermano cuando conversa con este diario. Huyó de El Salvador como lo hacen muchos otros, arrinconados por la miseria y la violencia de las pandillas, que alimentan la espiral de pobreza. Vivió un tiempo en Chiapas y después viajó a una de las zonas más turísticas del país en busca de empleo. “La única razón por la que emigró mi hermana fue en búsqueda de mejores oportunidades, pero claro, la situación violenta del país pudo hacer que también se fuera por motivos que no conocemos”, cuenta Olivares desde el otro lado del teléfono. “Mis sobrinas, de 16 y 17 años, la alcanzaron en México hace como dos años y medio, hasta ese momento vivían con mi mamá y conmigo”, añade.
Hasta donde sabe Olivares, que conocía los detalles de la vida de su hermana a través de su madre, Salazar trabajaba en un hotel. Y en una de las últimas conversaciones que tuvo por teléfono con su familia les comentó que tenía planes de instalarse definitivamente en México: “Había hablado con mi mamá hacía poquito para pedirnos ayuda para un pedazo de terreno que quería comprar donde construirse su casa”, cuenta Olivares.
Las autoridades mexicanas han informado de que tenía una visa humanitaria, una herramienta migratoria entre el permiso de residencia y el refugio que otorga México por un año y que le permite regularizar a miles de migrantes que deciden establecerse en el país en lugar de continuar, como la mayoría, hacia Estados Unidos. Salazar contaba con este visado para el que se requiere argumentar que tu vida en el país de origen se encuentra amenazada. Nada le garantizó, no obstante, que no fuera a encontrar la muerte en el país que firmó resguardarla.
La tarde del crimen, Salazar se encontraba alterada, corriendo de un lado a otro, según las imágenes de las cámaras de seguridad de una tienda OXXO que se difundieron también por redes sociales. “Llegó la policía porque estaba muy nerviosa, dicen que se aventaba a los carros. Yo solo sé que no importa cómo estuviera, no merecía morir de esa forma. Cuando vi que no se movía, agarré a mi nieto y nos vinimos corriendo para la casa”, cuenta Amelia Magaña, de Tabasco, que lleva apenas unas semanas viviendo en esta zona turística tras el huracán ETA que devastó su pueblo y dejó a su familia sin casa de un día para otro en noviembre pasado.
Algunos vecinos de Tulum cuentan que Salazar no vivía realmente en esta zona de casas de obra gris alejada de la playa donde falleció, sino en otra zona más humilde. A un lado de la explosión urbanística de pueblos de la Riviera Maya como este, han ido creciendo asentamientos ilegales en terrenos privados, algunos de forma espontánea y otros que fuerzan con la ocupación la regularización del uso de suelo y la explotación, más tarde, de estas tierras para la construcción de megaproyectos hoteleros. A estos poblados semiconstruidos con madera y lámina en mitad de la selva, donde no entra la policía y sirven de centro neurálgico del crimen, se les conoce como invasiones. En una de las dos invasiones más conocidas de la ciudad es donde los vecinos cuentan que vivía Salazar.
Un día después del crimen, a Olivares le llegó un mensaje de Facebook de una conocida de su hermana que había visto el vídeo en redes. “Era ella. Aunque en ese momento dudé, le dije a mi mamá que podía ser una estafa, una mala broma”, reconoce. Poco después, comenzó la pesadilla. Era imposible para la familia esquivar las imágenes que llegaban por todos los medios de su hermana agonizando en una calle de un destino lujoso de México. “Cuando veo el video siento un dolor inmenso, mucha impotencia de no haber estado allí para ayudarla. Pero aunque me siento mal de que esté circulando, es necesario que la gente lo vea y que se sepa. Que no vuelva a pasar algo así”, añade su hermano.
Una muerte, una desaparición y un conflicto diplomático
La muerte de Salazar escaló hasta generar poco más que un conflicto diplomático con El Salvador la noche del 29 de marzo, cuando las imágenes corrieron por todas las redes y noticieros. El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, desafió por Twitter al Gobierno mexicano a que además de la detención de los cuatro policías involucrados en su muerte, dieran con otros posibles responsables de abusos cometidos contra su compatriota en tierras mexicanas. “Hay más agresores en este caso, también más víctimas. No todos los culpables están arrestados aún”, señalaba el mandatario salvadoreño. Y las instituciones de justicia mexicanas aceleraron medidas con una rapidez y efectividad poco comunes en un país donde menos del 10% de delitos se resuelve.
La Secretaría de Exteriores mexicana emprendió desde entonces un operativo contrarreloj para resolver los trámites de repatriación de los restos. En un trabajo conjunto con las autoridades salvadoreñas, se acercaron a la familia Olivares y está previsto que esta semana acudan a la Fiscalía estatal, con sede en Cancún, para reconocer el cuerpo de Salazar en persona. Hasta ahora solo lo han podido identificar a través de fotografías de su cadáver en la morgue.
Mientras la Fiscalía detenía y acusaba de feminicidio a los policías implicados, el Gobierno local de Tulum cesaba al jefe de la Policía Municipal. Y este miércoles, horas después de otro comunicado del presidente Bukele en Twitter donde desvelaba que Salazar y una de sus hijas habían sido víctimas de abusos sexuales por parte de su expareja, la policía estatal anunciaba la detención del presunto agresor.
El crimen de Salazar, que comenzó con las imágenes de una maniobra policial violenta y ha escalado a un pulso político entre ambos países, se enreda más cada día. Además de la detención del presunto abusador sexual —de quien la Fiscalía de Quintana Roo no ha proporcionado más información ni lo ha relacionado con su muerte— este miércoles las autoridades estatales daban a conocer otro capítulo más del caso: una de las hijas de Salazar, Francela Yaritza, de 16 años, estaba desaparecida, según una alerta de búsqueda emitida por el Gobierno estatal. Unas horas después de la alerta, la Fiscalía anunciaba que había sido localizada.
Después del asesinato de su madre, las dos hijas adolescentes quedaron bajo la custodia del Gobierno mexicano. Y un día antes de que se emitiera la orden de búsqueda de Francela Yaritza, Olivares se mostraba esperanzado de ver pronto a sus dos sobrinas en México: “Hemos hablado con ellas por Facebook y esperamos decidir juntos si quieren quedarse en México o regresar con nosotros”.
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