El deseo secreto de Dayanara: vestir tacones, una falda y salir
El documental mexicano ‘Cosas que no hacemos’ narra la historia de un adolescente que sueña con vestirse de mujer en un pueblo de pescadores de Nayarit
—Bueno. Ya ven que yo soy gay. Y pues... quería decirles que si me daban permiso de vestirme de mujer, porque ese es mi sueño.
Arturo Cisneros lanza la pregunta a sus padres en la cocina de su casa, determinado, lleno de miedo, y la cámara se queda congelada en su rostro. Del otro lado del lente, el director no se atreve girar para ver al hombre que debe dar una respuesta.
—¿Qué me dices, pues, papá? Estoy esperando una respuesta.
El silencio se prolonga en Cosas que no hacemos, el segundo documental de Bruno Santamaría (México, 1986) como director, una película sobre los secretos, la represión en la infancia y el paso a la adultez en una pequeña isla del norte de México, en el Estado de Nayarit. El filme se estrenó este 2020 y ya se ha presentado en más de una veintena de festivales —pandemia mediante—, entre ellos el Festival Internacional de Cine de los Cabos, el Hot Docs de Canadá o el IDFA de Holanda, y ha sido reconocido en una decena de ellos. El próximo 15 de diciembre clausurará el festival de cine independiente Cuórum de Morelia.
“Quería hacer una película sobre alguien que crece, alguien que da un paso para ser adulto, y se atreve a hacer las cosas que no había hecho”, cuenta Santamaría por videoconferencia a EL PAÍS. El título fue lo primero que tuvo. Después vinieron ocho viajes a lo largo de tres años a la isla, en los que Santamaría y su equipo conocieron el lugar y a sus habitantes. La cámara estuvo siempre presente hasta que ya nadie la notó, y la película empezó a aparecer mientras se grababa.
El Roblito es una comunidad de unos 300 habitantes que se ha vaciado de adultos. Como el País de Nunca Jamás, la isla creada por el escocés J. M. Barrie donde los niños no crecen, en esta localidad parece no haber mayores. Los pequeños corren, gritan, juegan, se enfadan, bailan, hacen fogatas, cuentan historias mientras los más grandes, pescadores sobre todo, han salido a trabajar. Los paisajes, como en la obra del escritor británico, son paradisíacos: manglares en la costa del Pacífico, atardeceres color pastel. En Navidad, un Papá Noel sobrevuela la isla en paracaidas y arroja dulces a los niños desde el cielo.
El entorno social se aleja de ese idilio. En ese contexto violento en la frontera entre Nayarit y Sinaloa, machista y marginal, donde el agua llega según el día, donde una balacera disuelve una fiesta, el más grande de los niños, un adolescente en realidad, sueña con ponerse tacones, un vestido y salir. México es, después de Brasil, el segundo lugar del mundo con la tasa más alta de transfeminicidios, según Transgender Europe. Y aunque Nayarit es uno de los Estados que reconoce la identidad de género de las personas trans, esta pequeña comunidad no escapa a la transfobia y la homofobia.
“Estás a puntito de decírselo [a tus padres] y al ratito te arrepientes”, confiesa Cisneros en la película. “Si lo digo me voy a sentir más aliviado. Pero ella [la madre] no va a poder dormir pensando en lo que me va a suceder a mí, en las habladas y todo eso”. Cisneros llamó la atención de los cineastas porque entre todos los niños él era el más grande, tenía 16 años, y por alguna razón seguía en el pueblo cuando el resto de los adolescentes ya lo había abandonado. La relación entre el director y el personaje central se estrechó hasta llegar a esa cocina donde Cisneros confiesa su deseo a sus padres.
“Esos minutos fueron eternos. Se me vinieron muchas cosas a la mente, que se iban a avergonzar, me iban a rechazar, me iban a decir que no”, cuenta por teléfono Cisneros desde Tijuana, que está por cumplir los 19 años. Después de hablar con sus padres, se mudó a esa ciudad del norte del país, donde trabaja en una maquila y ha empezado su proceso de transición como chica trans, como Dayanara. “Desde ese momento, regresó mi paz”, dice.
Su historia iba a ser una más de un relato coral sobre los procesos de crecimiento de otros niños. Pero cuando el proyecto llevaba ya cuatro años, la montajista del documental, Andrea Rabasa, le puso un espejo a Santamaría y le pidió un “ejercicio de honestidad” para ver que la película no hablaba solo de un espacio, de El Roblito, y del crecimiento de los niños que viven allí, sino también de Santamaría como director. “Dayanara y yo teníamos algo en común muy claro”, dice el cineasta. “Haber callado por tanto tiempo una historia ante nosotros mismos, frente a nuestros padres y la sociedad”.
“Yo conocía y pude compartir con Dayanara muy bien la soledad que implica tener que callar —en mi caso por 33 años, en el caso de Dayanara, 16— si te gusta alguien, si quieres ponerte un vestido, si quieres darle un beso a una persona. Ese silencio genera mucha soledad”. “Lo que hace Dayanara [en la película] no lo había hecho yo con mis padres”, explica. Antes del estreno en marzo del documental, Santamaría habló con ellos.
En la cocina de los Cisneros, el silencio por fin se corta con una frase escueta del padre, quizás lo que de verdad piensa, quizás lo que cree que tiene que decir ante la cámara.
—Si es tu sueño, pues realízalo.
“La camára fue un catalizador seguramente y quizás también un escudo. Habría sido muy distinto si no hubiera habido una cámara”, reflexiona el director. Dayanara se vistió por primera vez como mujer en El Roblito un Día de las Madres, cuando la grabación del documental ya había terminado. Su padre se enojó y la echó de su casa, pero después de dos semanas le permitió volver. “La cámara algo genera... y las cosas después se siguen reacomodando”, opina Santamaría. Dayanara ya había dado el paso, y la historia que termina en la pantalla empezaba andar.
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