La democracia en la casa del presidente
La obstinación habitual de López Obrador en no reconocer ningún resultado en las urnas que no le sea favorable ha sido plenamente interiorizada por los suyos
El presidente afirmó, y hemos de creerle que lo cree, que en México nunca ha habido democracia. Que suscriba esta postura resulta más o menos lógico ya que, después de todo, el hito fundacional de su movimiento político es el presunto fraude que se cometió en su contra en las elecciones de 2006, cuando el entonces IFE le dio el gane por un escaso margen de 0,56% al panista Felipe Calderón.
La democracia tiene que ser muchas cosas y una de ellas, de la que no puede despojarse sin perder su sentido, es la escrupulosa limpieza y fiabilidad de los procesos de elección popular. Durante años, los de la hegemonía incontestable del PRI, el propio Gobierno federal organizaba y supervisaba las votaciones. Y lo hizo “tan bien” que ganó todas y cada una de ellas y cimentó, de paso, la sólida desconfianza de millones de mexicanos en las urnas como un instrumento creíble. Este espíritu se refleja en otra frase célebre del presidente, dicha cuando aún era líder opositor: “Al diablo con las instituciones”. Es decir, al diablo con las instituciones que no respetan la voluntad popular…
Ha sido evidente el deseo presidencial de poner en entredicho al actual Instituto Nacional electoral (INE) y de erosionar su imagen como un árbitro imparcial confiable. Y aunque el mandatario sostenga una relación más ambigua con el otro presunto gran fraude histórico, el de las elecciones de 1988 (y digo ambigua porque Manuel Bartlett, el artífice de aquella “caída del sistema” que le dio el triunfo a Carlos Salinas, pertenece a su círculo más estrecho de colaboradores), es evidente que aquel episodio también nutre el eco que encuentra en miles de personas el escepticismo de Andrés Manuel López Obrador.
Hay, sin embargo, un elemento inquietante en la relación del presidente y su movimiento político con las elecciones: lo desastrosamente mal que han salido todos y cada uno de los procesos de elección internos en Morena. Sin ir más lejos, los mexicanos acabamos de asistir a una tragicomedia, que se extendió durante semanas, en la cual los candidatos a ocupar la presidencia y la secretaría general del partido en el poder se acusaron mutuamente de fraude y compra de votos, de recibir “ayuditas” oscuras, de imponer decisiones cupulares e ignorar a la militancia y, en suma, de cometer cualquier clase de pecado concebible contra la limpieza y transparencia de la votación. No hubo reglas claras y aceptadas por todos, sino forcejeos y caos.
Resulta muy sintomático que los dos más recientes líderes de Morena (y el recién nombrado) hayan sido acusados de toda clase de irregularidades por sus propios correligionarios. Y queda muy claro que la obstinación habitual de López Obrador en no reconocer ningún resultado en las urnas que no le sea favorable ha sido plenamente interiorizada por los suyos. Los morenistas, vaya, no son capaces ni siquiera de reconocer el triunfo de otros morenistas.
(En esto, por cierto, Morena sigue una historia que inició con el PRD, instituto que fue durante lustros el de López Obrador y buena parte de su vieja guardia. Cómo olvidar que cada proceso del cursimente llamado “partido del sol azteca” solía terminar en una cámara húngara, con las mismas acusaciones de robo de urnas, compra de votos, pago de favores y desdén a las preferencias de la base que se le hacían al PRI...)
Hay que darle la razón a López Obrador cuándo se queja de la democracia falseada de los tiempos del priato. Incluso más: hay que tomar en serio y discutir a fondo sus reparos y denuncias en torno a la operación del antiguo IFE y el actual INE. Pero no hay que dejar del lado el hecho de que su movimiento tampoco ha sido capaz de respetar unas mínimas pautas de legalidad electoral y que forma parte de la misma cultura de suciedad de sus rivales, priistas y panistas por igual.
El presidente, pues, tiene razón en a que nuestra democracia le falta mucho para ser considerada intachable. Por ello, sería deseable que impulsara un cambio de fondo y que es ese cambio comenzara por su propio partido. A menos, claro, que piense que la democracia solo es buena para los bueyes de su compadre.
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