Los 14 meses en que el general Cienfuegos fue ‘El Padrino’
Miles de mensajes telefónicos interceptados por la DEA sitúan entre diciembre de 2015 y febrero de 2017 el periodo de colaboración entre el exjefe del Ejército mexicano y el narco
El primer día de los 14 meses entre diciembre de 2015 y febrero de 2017 en los que, según la Agencia de Drogas Estadounidense (DEA), trabajó para el cartel de los Beltrán Leyva, no pudo comenzar mejor para Salvador Cienfuegos. En la encuesta publicada en portada esa mañana en un periódico nacional era, junto al secretario de Marina, el mejor valorado del Gobierno. Por aquel entonces, Cienfuegos tenía 68 años y el hombre que lo había convertido en secretario de la Defensa, Enrique Peña Nieto, llegaba a la mitad de su mandato. En la calle, había más 90.000 soldados desplegados y el número de homicidios se estabilizaba. El presidente había logrado también elevar ligeramente su popularidad al pasar del 34% al 39% y, aunque era uno de los mandatarios peor valorados en su tercer año de Gobierno, comenzaba a repuntar tras dos años desoladores marcados por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
El 8 de enero de 2016, los Reyes Magos hicieron otro regalo tardío a un Gobierno necesitado de éxitos: la cabeza de Joaquín El Chapo Guzmán. Salvador Cienfuegos apareció en los noticieros de todo el país junto a Peña Nieto en el patio del Palacio Nacional para anunciar la recaptura del capo más buscado del mundo. La imponente planta del general, enfundado en el traje verde olivo con cuatro estrellas, destacaba sobre la del mandatario priista y su secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, o el jefe de la Marina, Francisco Soberón, cuyo equipo de élite había sido responsable de la captura.
Cienfuegos había pronunciado la frase que más le gusta a un militar: “Misión cumplida”. Los meses posteriores, esos en los que la DEA dice que el general no era el general sino El Padrino, transcurrieron entre tediosos actos protocolarios y las habituales denuncias sobre abusos a los derechos humanos de sus hombres además de viajes al extranjero, como el que realizó entre el 29 de febrero y el 5 de marzo a Tolouse y Roma para “estrechar vínculos de amistad” con sus homólogos europeos.
Mientras esto sucedía, en un pequeño Estado del este del país, Nayarit, un orondo fiscal, Edgar Veytia, hacía dos años que había llegado al cargo. Según se supo después, ajeno a las miradas de todo el mundo, desde ahí estaba organizando sus primeros trasiegos de droga en los que envió a Estados Unidos heroína, cocaína, metanfetamina y al menos una tonelada de marihuana, como confesó en una corte de Nueva York. Paradójicamente durante la semana que Cienfuegos pasó en Francia e Italia, en México se contabilizaban 68 muertos diarios —ahora ronda los 100— pero dos ciudades de Nayarit aparecían entre las cinco más pacíficas de México, según el Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Tras el regreso de Cienfuegos al país, el 16 de abril de 2016, sucedió algo inédito. Según la DEA, estos meses son el punto álgido de sus maniobras delictivas, pero el militar de cuatro estrellas reunió a todos los soldados de su ejército para exigirles “que no se convirtieran en delincuentes”. El motivo era responder a un video viralizado en redes sociales sobre los hechos ocurridos en Ajuchitlán (Guerrero) cuando militares y policías torturaron a una detenida, dejándola al borde de la asfixia. El general reunió frente a una pantalla a 25.000 soldados para expresar sus disculpas. Al acto incorporó a 130.000 uniformados reunidos en todos los cuarteles y a 1.500 militares en retiro, quienes escucharon el mensaje. El Ejército llevaba un mes en la diana por sus reiteradas violaciones a los derechos humanos. “En nombre de todos los que integran esta gran institución ofrezco una sentida disculpa a toda la sociedad agraviada por este inadmisible evento”, dijo Cienfuegos aquel sábado de abril.
La realidad era que a los abusos se sumaba el hecho de que el Ejército estaba matando más que nunca. En mayo de 2016 diversas ONG habían denunciado el sangriento índice de letalidad de la gente de Cienfuegos. Si bien a nivel mundial el promedio era de cuatro heridos por cada muerte, según la Cruz Roja, los militares mexicanos mataban a ocho enemigos por cada herido. El caso de la Marina era aún peor: 30 muertes por cada herido. “Se trata de ejecuciones sumarias”, dijo Paul Chevigny, profesor retirado de la Universidad de Nueva York, a The New York Times.
La tercera caída de El Chapo cambió la dinámica dentro del cartel de Sinaloa. Comenzaron las disputas internas entre Aureliano, el hermano del capo y conocido como El Guano, y sus hijos, quienes intentaban quedarse con las riendas de la organización. Esto desató un aumento de la violencia en todo el país y, sobre todo en Sinaloa, que en enero de 2016 contabilizó 86 homicidios y en septiembre rebasó los 160. Para el verano, México superó los 2.000 asesinatos mensuales, una marca que hasta el día de hoy no se ha logrado disminuir.
La inteligencia militar de aquellos años hoy está en entredicho: justificó el baño de sangre en Sinaloa como una batalla entre capos. Los miembros de Sinaloa no solo luchaban entre sí, también lo hacían para borrar la influencia de células del cartel de los hermanos Beltrán Leyva en Badiraguato, tierra natal de el Chapo Guzmán. Finalmente, los sinaloenses triunfaron dejando en la zona una profunda huella de violencia que obligó a cientos de familias a migrar a otras regiones.
El viernes 30 de septiembre, un grupo de sicarios emboscó a un convoy del ejército en Culiacán que escoltaba una ambulancia que transportaba a un pistolero de El Guano. En el ataque murieron cinco soldados y otros 10 fueron heridos. El general Cienfuegos viajó a Sinaloa horas después y anunció: “Vamos con todo y la fuerza necesaria”, para inyectar ánimo a la tropa de la novena Zona Militar, la base de operaciones desde donde se coordinaba la destrucción de laboratorios y plantíos de marihuana y amapola. “Esta dolorosa pérdida no nos hará bajar la guardia, no nos amedrentan”, dijo a la tropa.
El Gobierno de Peña Nieto atribuyó el ataque a Juan Francisco Patrón Sánchez, el H-2, un violento criminal que había roto con el cartel de Sinaloa tras secuestrar a un empresario de Mazatlán (Sinaloa). Tras su marcha se había unido a los rivales, los Beltrán Leyva y la guerra en la sierra de Sinaloa se extendió más allá de las fronteras del Estado. La vecina Nayarit, donde el gordo Veytia hacía de las suyas facilitando el trasiego de droga, fue una de las más afectadas. El H-2 y sus hombres la habían convertido en su bastión.
Estados Unidos cree que el H-2 logró formar su propia estructura y que “traficó con cientos de armas de fuego y cometió horribles actos de violencia, entre ellos la tortura y el asesinato”, se lee en la acusación. Segun la Fiscalía, es en estos meses de 2016 cuando se fragua la relación entre el capo y el general mexicano. Miles de mensajes interceptados de teléfonos Blackberry indicaron a la DEA que Cienfuegos evitó, a cambio de sobornos, hacer operativos que afectaran al H-2. También auxilió a estos narcotraficantes a “expandir el territorio controlado” a Mazatlán, un importante puerto del Pacífico, “y al resto de Sinaloa”.
El H-2 había encontrado en Nayarit, gracias al fiscal Veytia, hoy encarcelado en Estados Unidos, la protección que necesitaba. Juan Francisco Patrón solía enviar mensajes donde exigía el funcionario “procesar” a rivales. El eufemismo era otra forma de decir borrar del mapa a los adversarios. En pocos años, el reino del terror impuesto por el fiscal hizo que las desapariciones pasaran de 48 personas a 339.
La Fiscalía de Nueva York sostiene que el triángulo formado por Cienfuegos, Veytia y el H-2 organizó desde el Pacífico trasiegos de droga que introdujeron a Estados Unidos al menos un kilo de heroína, cinco kilos de cocaína, 500 gramos de metanfetaminas y una tonelada de marihuana.
Mientras la violencia aumentaba, Cienfuegos jugaba a la política y al doble discurso. En diciembre, el general sorprendió al endulzar los oídos de todos aquellos que se habían quejado de los excesos de las fuerzas armadas. “¿Quieren que estemos en los cuarteles? Adelante. Yo sería el primero en levantar no una, las dos manos para que nos vayamos a hacer nuestras tareas constitucionales”, dijo ante periodistas. La inusual afirmación era un anzuelo que pretendía agitar al Congreso, quien debía discutir una polémica ley de seguridad que diera a los soldados un marco jurídico para ocuparse de las tareas de seguridad.
Para ese entonces, Patrón Sánchez, el capo violento y discreto, se había convertido en uno de los 122 objetivos principales de la Administración de Peña Nieto. Las autoridades le atribuían al menos 150 homicidios y haber convertido a Mazatlán en una de las ciudades más violentas del país.
A finales de 2016 el triángulo delictivo saltó por los aires cuando la Marina, y no el Ejército, dio con el H-2. El grupo de élite de la Armada siguió durante semanas los pasos del capo y finalmente, el 8 de febrero de 2017, un reguero de cinco homicidios cometidos en un barrio popular de Tepic, la capital de Nayarit, permitió a los marinos acorralar al narcotraficante. Un día después, el 9 de febrero, se puso en marcha la Operación Barcina, un espectacular despliegue de fuerza. El país entero se llevó las manos a la cabeza al ver las imágenes de un helicóptero MI-17 sobrevolando un domicilio sobre el que dejó caer chorros de plomo al ritmo de 500 balas por minuto. 13 sicarios murieron esa noche. Entre ellos Patrón Sánchez, de 40 años, según confirmó entonces el fiscal Veytia, quien aún era autoridad y cuando nadie sospechaba que la trama llegaba hasta el general que salía con Peña Nieto en las fotos. El 28 de marzo de 2017, 41 días después de haber anunciado la muerte de su socio, Veytia fue detenido en California y posteriormente se declaró culpable. Su casa, en un lujoso fraccionamiento de Tepic, fue quemada y vandalizada con frases como: “Perros traidores, puro H2″.
Unos meses después de esta detención, a finales de mayo de 2017, Jim Mattis, secretario de Defensa de Donald Trump recibió a Salvador Cienfuegos en el Pentágono. La cumbre de jefes del ejército para América del Norte fue una palmada en el hombro para un general que, según la DEA, había estado colaborando con los carteles de la droga. Fue el sarcástico epílogo a los 14 meses que terminaron con el triángulo delictivo que desangró el país y con el secretario más valorado del Gobierno.
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