El secreto para una crianza feliz es volver a lo esencial
Criar de forma lenta y reflexiva crea un entorno familiar más equilibrado, poniendo el foco en las necesidades emocionales y el bienestar de los niños, en lugar de seguir un ritmo acelerado y orientado al logro externo
Educar es una de las tareas más complejas que existe, y según avanza la sociedad resulta más difícil todavía. En una escena de la serie Esto no es Suecia, una madre preocupada por las conductas disruptivas de su hija consulta en Google qué debe hacer para atajar un problema. Un ejemplo de cómo resulta notorio la forma en la que nos perdemos según evoluciona la sociedad, sintiendo la necesidad de tener todo tipo de información y ayuda p...
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Educar es una de las tareas más complejas que existe, y según avanza la sociedad resulta más difícil todavía. En una escena de la serie Esto no es Suecia, una madre preocupada por las conductas disruptivas de su hija consulta en Google qué debe hacer para atajar un problema. Un ejemplo de cómo resulta notorio la forma en la que nos perdemos según evoluciona la sociedad, sintiendo la necesidad de tener todo tipo de información y ayuda para tenerlo todo controlado y poder ser los padres y madres perfectos. Sin embargo, tengo la sensación de que estamos más perdidos que nunca y que a medida que nuestros hijos crecen, y con toda la información a nuestro alcance, lo que hacemos en ocasiones es retroceder.
Retrocedemos en cosas tan simples como la intuición, buscamos respuestas en una pantalla cuando la respuesta tiene vida, es pequeña y está delante de nosotros. El ritmo frenético no nos permite detenernos a examinar con detalle qué hay detrás de esa mala conducta y acabamos buscando la respuesta en el lugar inadecuado. Lo que vemos es solo la punta del iceberg: que los niños y niñas se portan mal. Y los malos comportamientos son malas decisiones que deben ser atendidas. Pedimos resultados a corto plazo, haciendo uso de castigos para obtener efectos inmediatos que, simplemente, detienen por un momento el mal comportamiento, pero no ayudan a los menores a desarrollar las habilidades necesarias en la vida. Debemos ser conscientes que la educación es un camino largo y los resultados se obtienen a largo plazo. Esto conlleva la necesidad de abandonar la urgencia, teniendo presente en todo momento aquello que deseamos para nuestros hijos en su futuro.
Educamos en la complejidad y no en la sencillez, elaboramos los mejores planes sin que tenga cabida el aburrimiento. Los niños no necesitan las mejores marcas de ropa, infinitos juguetes, ni ocupar todo su tiempo con extraescolares. La felicidad tiene poco de eso y mucho más de otras cosas: poder ensuciarse, pisar charcos, estar en contacto con los amigos y la naturaleza, pasar tiempo de calidad con sus padres, comer helados o bañarse en la piscina, vivir pequeños momentos y experiencias. Los niños necesitan tiempo libre para poder convertirse en ellos mismos.
Educar en la felicidad consiste más en dejarles ser, respetando su naturaleza individual, lo que significa quererlos como son y no como nos gustaría que fueran. No pueden sentir que deben ganar nuestro amor, simplemente deberían tenerlo. Valorar su esfuerzo y no tanto el resultado. A veces, nos olvidamos que se encuentran en un proceso de aprendizaje y construcción y que no son adultos en miniatura. Los niños y niñas no son difíciles; lo complicado es crecer en un mundo en el que los adultos están asfixiados por no llegar a todo.
También precisa no olvidarnos del sostén, que nos queramos a nosotros, tal cual somos, con nuestras luces y sombras y cada una de nuestras imperfecciones, aceptar cada error en la crianza como una oportunidad de aprendizaje. El autocuidado no debe quedarse en un segundo plano; es difícil disfrutar si estás agotado.
Podemos progresar siempre y nos debemos esforzar para ello. No todas las respuestas se encuentran en los libros, ni en los consejos de otras personas; la respuesta, a veces, se encuentra en nosotros mismos. Cuando reflexionamos es en realidad cuando crecemos, lo cual, entre otras cosas, conlleva examinar las heridas de nuestra infancia, poder sanarlas y pensar en trabajar en ellas para no proyectarlas en nuestros hijos e hijas.
Y la sociedad continúa transformándose y convirtiéndose en un sálvese quien pueda, donde la violencia aumenta, y seguimos aparcando de nuevo lo esencial: la importancia de educar en valores y a través del ejemplo. Como adultos estamos siempre pendientes de lo que decimos o cómo lo decimos, pero en ocasiones nos olvidamos de lo que hacemos. Los niños nos observan todo el rato.
Vivir más despacio y respetar los ritmos de la infancia brinda a los niños y niñas serenidad y les permite desarrollarse de manera natural. Antes no es mejor. Debemos aprender a escuchar a la infancia con los ojos; no la vemos, la oímos sin escuchar.
Cuando simplificamos el mundo infantil se crea el espacio para la relajación y la creatividad, el aprendizaje se vuelve significativo. La autoexigencia y la necesidad de control nos impiden relajarnos, cuando podemos decidir las batallas que queremos lidiar para no llegar al desgaste y así permitirnos poner el foco en lo importante. Y se nos escapa el tiempo y un día miramos a nuestros hijos pensando en qué momento han crecido tanto, porque no hemos podido ni hemos sabido disfrutar de vivir cada momento a su lado. Ese día te miras al espejo y no te reconoces.
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