Una década de muros invisibles: el legado de la crisis de refugiados en Europa
La UE ha endurecido progresivamente su política migratoria y delega el control de las fronteras en países frecuentemente acusados de violaciones de los derechos humanos
En septiembre de 2015, la muerte del niño sirio de tres años Aylan Kurdi despertó el horror y la indignación mundial. La fotografía de su cadáver en una playa de Turquía ocupó portadas e informativos, e hizo visible el drama de quienes huían de la guerra de Siria en busca de seguridad en Europa. Aquella imagen cristalizó una crisis migratoria ...
En septiembre de 2015, la muerte del niño sirio de tres años Aylan Kurdi despertó el horror y la indignación mundial. La fotografía de su cadáver en una playa de Turquía ocupó portadas e informativos, e hizo visible el drama de quienes huían de la guerra de Siria en busca de seguridad en Europa. Aquella imagen cristalizó una crisis migratoria protagonizada por más de un millón de personas y que puso a prueba a la Unión Europea.
Diez años después, el club comunitario ha cambiado: la creciente influencia de la extrema derecha ―presente ya en uno de cada tres gobiernos europeos― ha radicalizado las posiciones y endurecido las políticas migratorias, centradas ahora en la externalización de fronteras; es decir, que la UE o sus Estados miembros paguen a países extracomunitarios, a menudo acusados de vulnerar los derechos humanos, para que impidan que los migrantes alcancen suelo europeo.
El resultado ha sido un descenso sostenido de los flujos irregulares. En 2024, el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur), registró 199.400 llegadas. Pero el blindaje también ha causado más de 36.000 muertos en las fronteras terrestres y marítimas cuando trataban de entrar en Europa (más 32.000 solo en el Mediterráneo), según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). El dolor de los familiares y la invisibilidad de las víctimas siguen siendo una mancha en la defensa de los derechos fundamentales en la UE.
La actual postura europea, criticada por organizaciones humanitarias y partidos de izquierdas, es defendida por Bruselas como una vía para acabar con las mafias y “recuperar el control” de sus lindes. “Preservar el equilibrio entre solidaridad y responsabilidad es la llave de nuestro éxito”, dijo el lunes pasado el comisario europeo de Migración, Magnus Brunner.
Aquel 2015 Aylan no viajaba solo. Como él, más de un millón de personas —en su mayoría procedentes de Siria, Afganistán e Irak— llegaron a Europa de forma irregular y otras 3.500 se ahogaron por el camino, según datos de Naciones Unidas. Algunos países reaccionaron con gestos solidarios —la Alemania de Angela Merkel se comprometió a acoger en los siguientes años a un millón de solicitantes de asilo—, pero la presión sobre las fronteras externas y la falta de consenso revelaron las primeras fisuras.
En noviembre de 2015, la cumbre de La Valeta (Malta) entre líderes europeos y africanos marcó el inicio del cambio: la UE comenzó a mirar hacia el exterior para gestionar la migración y diseñar su política de blindaje. Según Jérôme Tubiana, asesor de Médicos Sin Fronteras (MSF), Europa no podía aplicar sus políticas respetando sus propias normas: “Se convirtió en una tarea encontrar lugares donde las reglas pudieran distorsionarse”, sostiene el autor del reciente informe Fortaleza en la arena: políticas de externalización de la UE y rutas migratorias transaharianas.
Ese 2015, los Veintisiete se comprometieron a reubicar a 160.000 solicitantes de asilo en dos años para aliviar a los Estados mediterráneos, pero el acuerdo fracasó. Hungría, Chequia y Polonia se negaron, y otros apenas cumplieron un pequeño porcentaje: España, por ejemplo, solo acogió al 16% de los 17.000 previstos. Ese intento fallido fue el germen del actual Pacto sobre Migración y Asilo, aprobado en 2024, cuyos pilares son una gestión más controlada de las fronteras, procedimientos de asilo más rápidos, una solidaridad “obligatoria pero flexible” y la cooperación con terceros países.
El punto de inflexión llegó el 18 de marzo de 2016, con lo que algunos llamaron el “pacto de la vergüenza”: la UE se comprometía a pagar 6.000 millones de euros a Turquía para frenar la inmigración irregular. Esa alianza instauró en ese país y en las islas griegas cárceles a cielo abierto con miles de solicitantes de asilo atrapados en condiciones indignas, como denunciaron MSF, Amnistía Internacional y la ONU, entre otros.
Aunque sonaba novedoso, el modelo no era nuevo: España ya lo había ensayado con Marruecos. Con el tiempo, las fronteras europeas ya no empezarían en Lesbos o Lampedusa, sino en Libia, Níger, Mauritania o Túnez. Para el comisario Brunner, estas reformas son necesarias ante la “frustración creciente” y “la sensación” de que las normas europeas “se ignoran”. “Necesitamos restablecer la confianza, tanto entre los Estados miembros como entre los ciudadanos de la UE”, añadió, subrayando, no obstante, que los derechos humanos “no son negociables”.
Grainne O’Hara, representante de Acnur en España, reconoce su preocupación: “No hay nada ilegal en buscar soluciones fuera de Europa, pero debe hacerse con transparencia y sin trasladar responsabilidades a países que ya acogen a la mayoría de refugiados”. Califica, además, como “inaceptables” las violaciones de derechos humanos en esos países de origen y tránsito.
Ese 2016 se cerró la ruta de los Balcanes —que atravesaba Hungría, Albania, Bosnia, Macedonia y Serbia—, lo que redujo drásticamente las llegadas a la UE: del millón en 2015, a 185.000 en 2017. Pero no fue un éxito humanitario: más de 12.000 personas murieron en las fronteras europeas en esos tres años.
Tras el pacto con Turquía, la UE reforzó su arquitectura de control migratorio. En 2016 creó Frontex, la agencia europea de control de fronteras, que en 2024 contó con un presupuesto de 922 millones de euros y se ha enfrentado a denuncias por violaciones de derechos humanos, como devoluciones en caliente y uso de la violencia, que motivaron la dimisión del anterior director ejecutivo, Fabrice Leggeri. También se lanzó el Fondo Fiduciario de Emergencia para África (EUTF), en teoría para trabajar contra las causas de la migración —pobreza o inseguridad—, aunque, según la eurodiputada Estrella Galán (del grupo La Izquierda en el Parlamento Europeo), en realidad la UE “condiciona la cooperación al control de fronteras”.
La dimensión externa de la política migratoria se consolidó con acuerdos con terceros países. La UE e Italia han firmado distintos pactos con Libia, pese a que el país africano ha sido calificado como “no seguro” por la ONU debido a los casos de torturas y abusos a migrantes. Bruselas ha destinado más de 700 millones de euros desde 2015 a la “gestión de la migración”, mientras que Italia ha invertido unos 150 millones entre 2017 y 2022, según asegura Oxfam. Este acuerdo se renovó el 2 de noviembre por otros tres años. “Libia es un agujero negro”, afirma Tubiana. “Europa dice que monitorea la situación y que los informes son secretos por razones de seguridad”. En esta década, al menos 166.000 migrantes fueron interceptados por la guardia costera en el Mediterráneo y devueltos a Libia, según la OIM.
Entre 2015 y 2021, la UE también destinó más de 400 millones de euros a Marruecos y Mauritania, y en 2023 firmó un memorando con Túnez por otros 105 millones. Egipto ha sido el último en firmar, por un monto de 200 millones de euros. Sin embargo, la falta de transparencia impide saber cuánto dinero se gasta y dónde para frenar las salidas hacia Europa.
Pese a los esfuerzos, la externalización del control de salidas no ha resuelto el problema, solo lo ha desplazado. “Los bloqueos de la UE son como tener un jarro de agua lleno de agujeros e intentar taparlos: cuando cubren uno, el agua fluye por otro. Los migrantes se adaptan, pero las nuevas rutas son más peligrosas”, advierte Tubiana. Mientras la Guardia Costera libia aumentó sus interceptaciones del 12% al 50% entre 2017 y 2019, la tasa de mortalidad en el mar subió del 2% al 7%, según MSF, lo que para la organización contradice la narrativa europea de que sus políticas salvan vidas.
El endurecimiento también ha provocado violaciones de derechos humanos en varios países africanos que reciben financiación de la UE, como reveló recientemente una investigación de EL PAÍS, y una creciente criminalización de las ONG que ayudan a migrantes en naufragios, perseguidas por leyes nacionales y europeas.
Una maquinaria de expulsión
La pandemia de 2020 redujo temporalmente las llegadas, pero los Veintisiete aprovecharon ese periodo para avanzar en el Pacto sobre Migración y Asilo, que entrará en vigor en 2026. Este conjunto de diez reglamentos busca una respuesta unificada a los desafíos migratorios. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, lo ha defendido como una herramienta eficaz para “decidir quién viene y en qué circunstancias”, con procedimientos de asilo más rápidos y una lucha reforzada contra las redes de tráfico.
Para Galán, sin embargo, el pacto “ha derivado en una maquinaria de expulsión sin garantías, sin vías legales ni seguras, y sin poner a las personas en el centro”. O’Hara reconoce algunos aspectos positivos: “Busca acelerar la identificación de necesidades de protección y acortar los tiempos de resolución. Es positivo, siempre que se garanticen los derechos humanos”.
El nuevo marco confirma que la externalización del control de fronteras ha pasado de práctica dispersa a eje central de la política migratoria europea. Bruselas avanza hacia ese modelo e Italia vuelve a ser el laboratorio desde que el Gobierno de Giorgia Meloni firmó con Albania la creación de un centro de detención para solicitantes de asilo. “Los tribunales italianos lo han paralizado, pero en Bruselas se ve como un modelo innovador”, advierte Galán. “La UE anima a los países a explorar fórmulas novedosas, y sabemos que se refiere a eso”.
Otros ya lo intentaron. Dinamarca y el Reino Unido quisieron enviar solicitantes de asilo a Ruanda, pero la justicia lo impidió. Recientemente, Londres y París acordaron que Francia acepte devoluciones desde las playas del Canal a cambio de que el Reino Unido admita a migrantes con vínculos familiares.
Según fuentes diplomáticas, durante una reunión informal de ministros de Justicia e Interior en Copenhague en julio, se invitó a agencias humanitarias como Acnur a analizar el marco legal de estos modelos. Los expertos aseguraron que esas “soluciones innovadoras” son “totalmente legítimas” y con una base jurídica sólida.
Europa también ha mostrado solidaridad, concretamente con la Ucrania invadida por Rusia en 2022, cuando activó por primera vez la Directiva de Protección Temporal y acogió a cuatro millones de ucranios. “Se podía haber hecho en 2016, y no se hizo”, considera Galán. Para Tubiana, la diferencia radica en el origen de los migrantes: “Los ucranios son cristianos blancos; los sudaneses o los musulmanes negros… Otra historia”.
Según datos de Frontex entre enero y noviembre de 2025, más de 152.000 personas han llegado irregularmente a la UE, la mayoría por mar, un 22% menos que en el mismo periodo de 2024. También se ha registrado algo más de un millar de muertos. Son cifras que pueden parecer un éxito, pero, según Tubiana, “a largo plazo generarán nuevas crisis en los países de origen y tránsito, provocando nuevos desplazamientos”.