El Supremo más conservador en décadas exhibe su poder en Estados Unidos
El giro a la derecha del alto tribunal, fraguado en un lapso de cuatro años, abre un territorio no explorado y apunta hacia la reversión del derecho al aborto, que había establecido hace medio siglo
La segregación racial en las escuelas públicas de Estados Unidos terminó en 1954 gracias a la lucha de una niña negra llamada Linda Brown a la que no dejaron matricularse en un colegio de blancos de Topeka (Kansas) y consiguió llevar el caso hasta el Tribunal Supremo, que le dio la razón y acabó con esta práctica. Las personas del mismo sexo se pueden casar en todo el país porque en 2015 ese mismo órgano, la máxima autoridad judicial del país, consideró que negárselo contravenía la Constitución.
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La segregación racial en las escuelas públicas de Estados Unidos terminó en 1954 gracias a la lucha de una niña negra llamada Linda Brown a la que no dejaron matricularse en un colegio de blancos de Topeka (Kansas) y consiguió llevar el caso hasta el Tribunal Supremo, que le dio la razón y acabó con esta práctica. Las personas del mismo sexo se pueden casar en todo el país porque en 2015 ese mismo órgano, la máxima autoridad judicial del país, consideró que negárselo contravenía la Constitución.
El Tribunal Supremo, un órgano de nueve jueces de carácter vitalicio, ha moldeado la sociedad estadounidense a lo largo de la historia a partir de estas y otras decisiones trascendentales. En 1970, una mujer de Dallas bajo el seudónimo de Jane Roe denunció al fiscal del distrito de la ciudad, Henry Wade, para reclamar su derecho a abortar y el caso llegó a la máxima autoridad judicial. El fallo de Roe contra Wade, de 1973, convirtió el aborto en un derecho constitucional de las mujeres en todo el país, asentando uno de esos cambios de paso que se creen irreversibles.
Pero este 2021, casi medio siglo después, la máxima autoridad judicial se plantea revocar este crucial precedente gracias a una nueva supermayoría conservadora de jueces que no se veía desde los años treinta. El pleito sobre la actual y restrictiva ley de Misisipi, que ha originado esta nueva deliberación sobre la libertad reproductiva de las mujeres, es una muestra del impacto social que el Supremo puede causar en décadas venideras, una prueba sólida de que ningún avance en el terreno de los derechos civiles está blindado.
La máxima autoridad judicial está formada, hoy por hoy, por seis jueces conservadores (tres de ellos, especialmente escorados a la derecha, nominados en los últimos años por el presidente Donald Trump) y tres progresistas. El carácter vitalicio de los mandatos acoraza su independencia del político que les ha propuesto, como demuestra el portazo que dieron a la intentona de revertir los resultados electorales de Trump hace un año o su último espaldarazo, este verano, a la reforma sanitaria de Obama. El conflicto radica, más bien, en la independencia de sí mismos, es decir, de su ideología y sus creencias religiosas, en la toma de decisiones.
Michael Klarman, profesor de Historia Legal en Harvard, es uno de los ponentes del Comité de la Reforma del Supremo que ha activado la Administración del demócrata Joe Biden. A su juicio, los jueces “son una amenaza para la sociedad estadounidense”, no solo por su posición ante el aborto sino por “otros asuntos que impactan directamente en la democracia, como las leyes de derecho a voto o la redefinición de los distritos electorales a conveniencia del partido político de turno [práctica conocida como gerrymandering]”, entre otros. “Los jueces siempre argumentan que son árbitros neutrales y no martillos políticos pero claro que están influenciados por sus visiones religiosas y sus experiencias de vida”, añade. Revocar completa o parcialmente [el fallo judicial de] Roe, señala, “revelará el éxito de una campaña de décadas por llenar el estrado de jueces conservadores”.
El último giro a la derecha del Supremo se fraguó en un lapso de cuatro años. Al fallecer el juez conservador Antonin Scalia en febrero de 2016, el presidente demócrata Barack Obama trató de lograr la aprobación de un progresista moderado, Merrick Garland (hoy fiscal general de EE UU), pero los republicanos bloquearon el nombramiento en la Cámara alta y evitaron su sustitución. Nada más llegar Donald Trump al poder en 2017, nombró al conservador Neil Gorsuch y mantuvo la mayoría conservadora de 5 a 4 jueces. Un año después se jubiló Anthony Kennedy, un juez también conservador, pero moderado, cuyo voto fue clave, por ejemplo, en la aprobación del matrimonio igualitario. El presidente republicano lo relevó por Brett Kavanaugh, con un historial situado mucho más a la derecha (y salpicado por acusaciones de abusos sexuales durante su juventud).
Finalmente, la muerte de un icono feminista y progresista como la jueza Ruth Bader Ginsburg en septiembre de 2020 sirvió para dar la última vuelta de tuerca: su lugar lo ocupa hoy Amy Coney Barrett, una ferviente católica, defensora de la lectura literal de la Constitución y muy, muy joven en este campo. Con 49 años, le espera una larga carrera en el máximo órgano judicial.
El nombramiento de jueces del Supremo constituye, por tanto, uno de los grandes ejercicios del poder presidencial y los percances sobre su salud —muchos de ellos son ancianos— se cubren como noticia política de gran calado. Hay quien no perdona que Ginsburg no se jubilara durante la Administración de Obama, cuando ya era octogenaria, para garantizar un relevo también progresista. Y ya han empezado a fijarse las miradas en Stephen Breyer, un progresista de 83 años que puede ser relevado por un elegido por el demócrata Biden si se jubila ahora. Actualmente se sitúan en el flanco conservador los citados Gorsuch (54 años), Kavanaugh (56) y Barrett (49 años), además de los veteranos Clarence Thomas (73), Samuel Alito (71) y John Roberts (66), que preside el Tribunal. Entre los progresistas, junto a Breyer se sitúan Elena Kagan (61) y Sonia Sotomayor (67).
Las trifulcas sobre los nombramientos han aumentado con los años, al calor de la crispación política, y la confianza en el Supremo como institución se ha visto erosionada por esas luchas partidistas. Una encuesta del pasado septiembre de Gallup reflejó que solo el 40% de la población aprobaba la labor de la máxima instancia judicial, el peor dato desde que se empezó a hacer esta consulta en 2000. En otro sondeo reciente de la Universidad Quinnipiac, el 61% de los estadounidenses veía las decisiones salpicadas de política, cuando hace tres años solo lo decía el 50%.
Los magistrados nominados por presidentes republicanos —que luego deben confirmarse en el Senado— son, en realidad, mayoría desde hace al menos medio siglo, pero el giro a la derecha que ha dado el tribunal no solo tiene que ver con el desequilibrio numérico (6 a 3) sino con el perfil ideológico de los elegidos. Muchos progresistas defienden la necesidad de reformar el tribunal y ampliar el número de magistrados, pero el proyecto tiene poco recorrido dado el rechazo frontal de los republicanos.
La profesora de Derecho Constitucional Lee Epstein, investigadora del comportamiento de los magistrados y experta en el Supremo, apunta: “Creo que hemos visto dos tribunales en acción, uno, de mayoría republicana, como el que ha estado imperando desde los setenta, en el que los jueces conservadores podían votar junto con los progresistas, y otro como el de ahora, más escorado a la derecha y que puede ser muy beligerante en asuntos sociales”.
La anulación de Roe significaría volver a dejar en manos de cada territorio la decisión de permitir o no el aborto, que dejaría por tanto de ser considerado un derecho constitucional de las mujeres. La exposición oral de los argumentos, que tuvo lugar a principios de mes en Washington, indicó que los jueces conservadores parecen inclinados a dar la razón a Misisipi y su restrictiva ley. Tienen hasta el final del año judicial, en junio, para anunciar su decisión. Epstein advierte de que si deciden revertir ese derecho, “será como lanzar una bomba, será muy polémico”.
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