La economía de la nostalgia

Empiezan como un tráfico hormiga, en las maletas de los familiares de expatriados, y se convierten en productos de exportación, emprendimientos o fenómenos transnacionales por obra de la migración y la añoranza de un sabor: dulces de la infancia, empanadas picantes, refrescos, harina para arepas, pao de queijo congelado. El negocio del paladar sentimental

Miki
Bogotá / México / Buenos Aires / Lima / Caracas / São Paulo -

“Ayer vivimos un momento muy especial como migrantes”, escribió esta semana la periodista venezolana Melanie Pérez Arias, que emigró de Caracas a Lima en 2017. “Después de cuatro años conseguimos una mortadela muy parecida a la venezolana y bueno ¡PAN CON MORTADELA, caballo!”. Su esposo, que es peruano, había emigrado primero a Venezuela, y su decisión de volver estuvo impulsada también por una nostalgia gastronómica: el país que adoptó se había quedado sin pan. “Y los peruanos no saben vivir sin pan”, dice Pérez Arias. Pero, de regreso en Perú, no conseguían la mortadela que comían en Caracas. Que ni siquiera es un producto típico venezolano, explica la periodista: “Es una herencia de la emigración española en Venezuela”. Tardaron cuatro años en reunir los componentes básicos de un bocadillo que añoraban, producto de la influencia de tres países sobre sus paladares: pan con mortadela. “Casi lloramos”, bromeó Pérez Arias.

Tal vez no bromeaba. Cualquier desarraigado —por voluntad o necesidad— puede entender su emoción. Ni siquiera hace falta vivir en otro país. Las abuelas peruanas que en los 80 y los 90 eran detenidas en el aeropuerto intentando pasar un kilo de papas amarillas para hacerles una causa decente a sus hijos exiliados en Long Island o en Santiago, comprendían perfectamente el carácter único de un ingrediente, el peso de un sabor ligado a la memoria. Lo sabe el primer mexicano que pudo comprar una botella de Salsa Valentina en Shangai, la familia guatemalteca que se sienta a comer Pollo Campero en Las Vegas, los argentinos que llenaban sus maletas de alfajores antes de que Havanna apareciera en los duty free o los colombianos que salen a buscar un Supercoco en una tienda de Madrid.

Y también lo han entendido los empresarios y los intrépidos que, en las últimas décadas, han seguido el rastro de la diáspora latina y su saudade gastronómica para hacer crecer sus marcas o montar nuevos negocios. La verdadera patria del hombre no es la infancia, como decía Rilke: son los sabores de la infancia. Y eso cuesta tres veces más cuando se está lejos de casa, pero no hay nadie que se arrepienta de pagarlo. Eso es lo que cuentan estas seis historias.

El ‘mazapán’ mexicano

Con más de 11 millones de personas nacidas o provenientes de México viviendo en Estados Unidos, los dulces y botanas de este país tienen un mercado natural en el exterior, sobre todo en su vecino del norte. En tiendas de barrios mexicanos en ciudades del extranjero, en algunos supermercados y en comercios en línea, los migrantes buscan dulces a base de tamarindo (como el Pulparindo), frituras con sazones típicamente mexicanos (como los Rancheritos y los Ruffles en bolsa verde) y los aderezos picantes (como la salsa Valentina o el polvo Tajín). Un dulce de avellana llamado Duvalín, muy popular dentro de México, también se ha hecho espacio fuera del país gracias a los migrantes.

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Pero de todos los productos, hay uno que nunca falta en los estantes de las tiendas de importaciones o en los hogares de los mexicanos en el exterior: el mazapán. De origen europeo, la versión del mazapán hecho con cacahuate (o maní), azúcar y agua es típicamente mexicano y tiene una textura similar a un polvorín que se deshace entre los dedos y se disuelve en la boca. Es una golosina sencilla, con sabor a cacahuate y textura suave, pero a los mexicanos que viven lejos de casa les sabe a su país.

“Con el mazapán y el Duvalín, por ejemplo, no me duele el codo pagar un dólar por cada uno porque no solo sabe rico, también me recuerda a la cultura mexicana, a la tienda de la esquina, a andar de chiquillo comiendo esos dulces”, dice Roberto Yáñez, mexicano de 38 años residente en Vancouver, Canadá. Considerando el tipo de cambio, Yáñez paga hasta tres veces lo que pagaría en México por estos dulces. “Me recuerdan a mi infancia, a mi papá, a todo eso”.

La empresa jalisciense Dulces de la Rosa asegura ser la creadora de esta receta, pero en diferentes partes del país se encuentran bajo diferentes marcas. Dulces de la Rosa produce 10 millones de mazapanes diarios y hace unos años anunciaron planes de abrir una planta nueva en Costa Rica para suministrar su mercado centroamericano. Además de EE UU, la empresa exporta también a Canadá, Europa y a Medio Oriente, de acuerdo con su sitio web. Otra empresa que aprovecha la nostalgia de los mexicanos en el extranjero es Grupo Bimbo, la panificadora más grande del mundo, dueña de favoritos como el Duvalín.

Las empanadas argentinas (españolizadas)

Cuando el argentino Mariano Najles llegó a Barcelona en 2005, no había forma de conseguir las empanadas que extrañaba, las de Tucumán, su provincia natal. Las que se ofrecían en unos pocos restaurantes argentinos copiaban las recetas de Buenos Aires y tenían un sabor diferente. Hace ocho años, junto a otro tucumano, Daniel Rojas, tomaron la decisión de hacerlas ellos mismos y crearon Las Muns. Tenían claro que iban a vender empanadas de carne como las que añoraban, pero que también ofrecerían sabores adaptados al gusto local. Fue un éxito. Hoy, con 21 locales repartidos entre Madrid, Barcelona y otras ciudades, venden cerca de dos millones de empanadas al año, cuenta Najles por teléfono.

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“Las de carne están por orgullo nacional, pero también desde el principio ofrecimos caprese, que es muy mediterránea; de pollo al curry; la de atún, que es como la empanada gallega; y en los últimos años hicimos cosas más locas, como una empanada de cheeseburger vegana o para Sant Jordi una de cheescake con pétalos de rosa”, cuenta.

Los argentinos nostálgicos llegan en busca de los clásicos; los demás están más abiertos a probar. “Cuando vino un tío mío de visita le ofrecimos una degustación que iba de la más suave hasta la más fuerte: la empanada tucumana de carne picante. Él iba comiendo y nos miraba, sin decir nada. La de cebolla caramelizada con nueces, la caprese, otra más, hasta que comió la de ternera y habló: ‘Por fin se han terminado los pastelitos’”, cuenta entre risas Najles. “En Tucumán debemos tener un cartel de Buscados, porque allá hacer empanadas de colores debe ser un sacrilegio”, comenta, por algunas variedades como la de atún, que se ofrece con una masa negra porque lleva tinta de calamar.

Claudia Briandi llegó a Madrid en 2001, durante la gran crisis argentina del corralito, y allí sigue dos décadas después. Los primeros años, recuerda, era casi imposible encontrar algunos de los productos clásicos argentinos, como dulce de leche o yerba para el mate, y le pedía a cada conocido que viajaba de Buenos Aires a Madrid. Después, esos productos empezaron a encontrarse en tiendas especializadas y hoy los venden incluso en supermercados.

Con las empanadas ocurrió igual. Hace cinco años, al ver cómo las tiendas de este producto típico de Argentina proliferaban en Barcelona, decidió abrir Malvón junto a dos socios españoles. Hoy cuentan con más de 40 sucursales y hacen más de 400.000 empanadas a la semana. “Las empanadas se repulgan a mano y ese es uno de los problemas porque se necesita mucho personal especializado”, cuenta sobre la forma tradicional de cerrar la masa, que en Argentina varía según cada relleno y permite diferenciarlos. Hace unos meses, Briandi dio un paso al costado en Malvón para lanzarse en una nueva aventura de nostalgia gastronómica, esta vez centrada en las milanesas.

El pão de queijo brasileño

Desde hace varios años, en Brasil, el pão de queijo (literalmente pan de queso, un bollo hecho a base de fécula de mandioca y queso) es una de las comidas más populares del país. Sin embargo, nadie sabe exactamente cuál su origen. Se dice que la receta se creó en el siglo XVIII, en el Estado de Minas Gerais. Fue, al parecer, un invento de las cocineras que sustituían el trigo —difícil de conseguir en aquella época— por la harina de mandioca para hacer el pan. A esta fórmula se le añadió el queso de vaca tradicional de la región. Cualquiera sea su pasado, es inseparable del presente: forma parte de la gastronomía brasileña y, además de cruzar las fronteras de las tierras mineras, también está presente en varios países donde existen grandes comunidades de brasileños, que no soportan la idea de vivir sin el sabor tan típico al que están acostumbrados. El amor al pão de queijo y su popularidad también es fruto de su versatilidad: se puede comer durante el desayuno, en la merienda o por la noche, y no contiene gluten.

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Tras 11 años residiendo en Italia, la brasileña Patricia Sadala, nacida en Minas Gerais, se las ingenia como puede para conseguirlo. Cuando recibe la visita de familiares, el único requisito que les suele imponer es colocar en su maleta los ingredientes para cocinar pão de queijo. Cuando nadie llega de visita, Patricia, que vive en las afueras de Turín, en el noroeste italiano, suele desplazarse algunos kilómetros hasta un supermercado en que venden la mezcla para hacerlo. También frecuenta un mini mercado en el cual se venden diferentes productos típicos de toda América Latina. “Allí puedo encontrar muchos productos brasileños, incluso pan de queso congelado”, cuenta.

La empresa Forno de Minas Alimentos S/A, líder de mercado en la venta de pan de queso congelado en Brasil, hace tiempo dejó atrás la frontera impuesta por las montañas de Minas Gerais para conquistar otros países. Actualmente, la compañía exporta sus productos a Estados Unidos, Colombia, Uruguay, Chile, Paraguay, Perú, Guatemala, El Salvador, Panamá, Costa Rica, Canadá, Portugal, Inglaterra, China, Emiratos Árabes Unidos y Japón. En Estados Unidos, donde hay una comunidad enorme de brasileños, la empresa está presente desde hace dos décadas, e incluso tiene una filial en Miami. “El producto lo presentan los propios brasileños que no consiguen vivir sin su pan de queso. La aceptación entre los extranjeros es alta”, aseguró Hélder Mendonça, CEO de Forno de Minas, en una entrevista con EL PAÍS.

El reinado de la arepa venezolana

Es probable que haya más areperas en el mundo que en Venezuela. Y que la arepa, con la diáspora en aumento, se convierta en el futuro en la nueva comida china. En 2018, una iniciativa llamada ‘Locos por las arepas’ intentó mapearlas y contó hasta 520 negocios en 51 países. Sitio al que han llegado los venezolanos —sea en América, en Asia o en Sudáfrica—, han llevado las arepas. Esta globalización fue impulsada en parte por la Harina P.A.N., que comenzó a producirse en 1960 en Turmero, en el estado Aragua, en la región central de Venezuela. Hace tiempo ya que la harina de maíz venezolana dejó de ser un producto que se solo conseguía en mercaditos exóticos. En los años 70 se exportaba a las Islas Canarias, ese terruño con tantos vínculos con Venezuela. Hoy su distribución alcanza cadenas masivas como Wallmart y más de 90 países, resultado de la expansión de Empresas Polar, una de las más antiguas de Venezuela. Primero una planta en Colombia, que produce 140.000 toneladas al año; luego otra en Estados Unidos; después vinieron las de Europa, en Italia y España, esta última abierta en Madrid el año pasado en plena pandemia. Su base de maíz le ha dado un mayor impulso en los últimos años en los que la vida sin gluten es una aspiración para muchos y una necesidad para los celíacos.

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P.A.N son las siglas de Producto Alimenticio Nacional. Desde 1992, por decreto presidencial, la harina de maíz venezolana está fortificada con hierro y vitaminas, de acuerdo con los requerimientos nutricionales venezolanos. La creación de este producto significó un salto en la industrialización del procesamiento de maíz, que hasta mediados del siglo XX era machacado en pilones por mujeres con brazos de hierro. La Harina P.A.N. que se produce hoy en Venezuela está hecha con maíz importado. La superficie de siembra del cereal se ha contraído brutalmente con la crisis económica. Pasó de millones de hectáreas a cientos de miles, que apenas cubren 20% de la demanda local.

Esta harina se usa no solo para arepas dulces o saladas. Es la base de las hallacas, los bollos y las empanadas venezolanas —fritas, doradas por el azúcar que se agrega a la masa y con rellenos caribes—, otra conquista de los venezolanos en el mundo. También se adapta a otras gastronomía para la preparación de platos como tamales o polenta. El empaque amarillo de la Harina P.A.N se ha convertido en un ícono pop con sus mazorcas y su logo inspirado en la cantante de samba Carmen Miranda, una identidad un poco fuera de las coordenadas venezolanas, diseñada por el búlgaro Marko Markoff. En el reverso de la bolsa está la receta de las arepas, una que seguramente solo han leído los extranjeros. Dividir la masa en 10 porciones, formar bolas, aplanar con las manos en discos de 10 centímetros de diámetro, para luego cocinar en una plancha cinco minutos por cada lado. La cantidad de pasos desmiente lo simple que es hacer una arepa luego de haber mezclado harina, agua y sal. Entre los venezolanos, la preparación es un rito tácito que se aprende en familia, tiene sus canciones y se lleva en la maleta cuando se emigra.

La Inca Kola peruana

La gaseosa Inca Kola es la acompañante preferida de los peruanos con la comida chino-peruana llamada chifa, pero es también la bebida más usual en los cumpleaños y las fiestas. Tiene el color amarillo de un resaltador de texto y su sabor va entre la hierbaluisa y el chicle. Se vendió por primera vez en 1935 y desde los años 60 empezó a publicitarse vinculada a la identidad peruana: “Tome Inca Kola, ¡de sabor nacional!”, era su slogan.

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En 1999, Coca Cola Company compró el 49% de las acciones de la empresa peruana que la embotellaba, Lindley, cuyas ventas nunca pudo superar debido a la preferencia nacional por la Inca Kola. Con la crisis económica que afectó Perú en las décadas de los 80 y 90, millones de peruanos migraron: las latas de Inca Kola estaban entre los regalos más preciados cuando no había distribución internacional de las botellas. Hoy hay plantas de envasado del refresco en Estados Unidos y en Chile, dos de los países con la mayor cantidad de expatriados. Una compañía creada en 1999 por un cubano en New Jersey la distribuye en 32 estados de los EEUU y en Japón, Australia, Corea del Sur, España y Panamá; sin embargo, el mismo cubano vendía botellas de Inca Kola en su taxi desde los años 80 en Miami. En Chile, la fabricación empezó en 2016.

Nico Vera, un chef peruano vegano residente en Portland, Oregón (EEUU), recuerda la gaseosa como su bebida favorita de niño. “La tomaba para acompañar un arroz chaufa o algún sánguche de almuerzo, o la bebía como refresco en las tardes calientes de verano”. Sus padres decidieron buscar mejoras laborales y migraron con la familia a República Dominicana, y luego de algunos años se establecieron en Toronto.

“En el extranjero, en los años 70 o parte de los 80 aún no estaban disponibles los productos peruanos donde vivíamos, y extrañábamos el turrón de doña Pepa, el panetón, los helados D’Onofrio y la Inca Kola. Pero de vez en cuando viajábamos a Lima y nos traíamos algunos productos para disfrutarlos en ocasiones especiales”, recuerda. El chef cuenta que cuando la Inca Kola ya se distribuía en el extranjero, su familia compraba “botellas grandes para el almuerzo del 28 de julio (el día de las fiestas patrias de Perú)”.

“Lo que ahora me doy cuenta es que siempre teníamos otras opciones, podíamos elegir Coca Cola u otra, pero siempre escogimos Inca Kola: creo que como todas las otras comidas o bebidas peruanas nos daba algo de orgullo porque era parte de nuestra cultura”, añade. Vera ha dejado de tomar gaseosas en la adultez, pero si quisiera reencontrarse con ‘la bebida de sabor nacional’ podría ir a alguno de los mercados latinos de Portland.

Un ponqué colombiano en el CVS

Nació en los años 50 y desde entonces ha sido el producto infaltable en las loncheras de miles de niños colombianos. El Chocoramo, un ponqué rectangular recubierto de chocolate, es uno de los refrigerios icónicos de Colombia y uno de los más añorados por quienes viven lejos. Su envoltura naranja, sus esquinas tostadas, la marca Ramo escrita en letra cursiva, remiten inevitablemente al país.

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Por eso, la noticia de que ahora se venderá en las farmacias CVS en Estados Unidos a 99 centavos de dólar ha sido celebrada en las redes por migrantes que viven allí. “Un colombiano ve un Chocoramo a un kilómetro y lo distingue”, dijo Santiago Molano, nieto de Rafael Molano, uno de los fundadores de la marca. Aunque para llegar a un público más amplio, la empresa está pensando nombrarlo como Chococake.

Chocoramo es un producto de barrio, del que se encuentra en cualquier tienda o supermercado, y guarda relación con su origen. Rafael Molano comenzó vendiendo tortas de una receta familiar a los amigos de Bavaria, la cervecera en la que trabajaba; luego las vendió en tiendas, tajada en porciones y envuelta como si fuera un ramo, una idea de su esposa, Ana Luis Camacho. Se convirtió entonces en el ponqué de cumpleaños más barato que podía conseguir un colombiano. Con los años decidieron recubrirlo de chocolate y así nació el Chocoramo.

“Sabemos que hay categorías como panadería y molinería, confitería de azúcar, lácteos y sus derivados, confitería de cacao, bebidas alcohólicas y no alcohólicas, donde está el grueso de las exportaciones de nostalgia del país, que en la mayoría de ocasiones tiene como objetivo llegar no solo a los colombianos en el exterior, sino también a los latinos y a los consumidores locales “, dice Flavia Santoro, directora de Procolombia.

Según la entidad, las exportaciones sumadas de esos subsectores durante 2020 equivalen a 422 millones de dólares: el 5,4% de los productos agrícolas exportados de Colombia durante el año pasado. Sin embargo, aclara que no todos los bienes de esas categorías pertenecen a los denominados productos de nostalgia que, cada vez más, tienen mayor acogida en países de Europa y Estados Unidos.

Otros dulces como Bon Bon Bum o Supercoco, se consumen con frecuencia en países como España, donde también abundan los migrantes colombianos. Eso lo sabe bien Eduardo Ávila, nacido en Popayán, suroeste de Colombia, que emigró hace 22 años a Madrid y no solo se quedó sino que creó Intertrópico, alimentos latinos para el mundo, una empresa dedicada a importar productos latinoamericanos que vende a migrantes en Europa.

Eduardo Ávila en su tienda de Madrid SANTI BURGOS

“Los colombianos piden mucha panela, natilla y buñuelos para Navidad y otros productos como Jabón Rey, que quieren para lavarse el pelo y como amuleto de la suerte o porque les recuerda el país”, cuenta Ávila desde Madrid. Antes que importador, este colombiano comenzó con un locutorio. Hace dos décadas, una llamada internacional era un producto de primera necesidad, dice.

Luego compraba productos que algunos latinos llevaban en sus maletas y los vendía en el locutorio. Con el tiempo y la llegada de más migrantes vio una oportunidad de negocio y hoy tiene el supermercado, una distribuidora y comercializadora de productos latinos, que emplea a 20 personas. También importa ajiaco y sancocho congelados y hasta veladoras adaptadas a los santos de cada país de Latinoamérica.

La nostalgia se ha vuelto exigente, admite Ávila, que sueña con que puedan entrar productos como el borojó, una fruta colombiana, o el manjar blanco, un dulce que a él le recuerda particularmente a Colombia.

Créditos:

Coordinación y edición: Lorena Arroyo y Eliezer Budasoff

Ilustraciones: Miki

Edición visual: Héctor Guerrero

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