Análisis

Macedonia: se desvaneció el espejismo

El acuerdo para el cambio de nombre del país entrañaba en puridad una traición a los principios más arraigados del Derecho internacional

El primer ministro macedonio, Zoran Zoev, comparece tras el referéndum del pasado domingo.ROBERT ATANASOVSKI (AFP)

Situado en el corazón de los Balcanes y compartido —como tantas otras cosas en esa región—, entre Albania, Grecia y Macedonia, el Prespa es un lago antiquísimo, cuya edad se calcula en millones de años. Por el contrario, el acuerdo que lleva su nombre, firmado en presencia de los primeros ministros Alexis Tsipras y Zoran Zaev el pasado 17 de junio a fin de solventar la disputa en torno a la denominación de este último...

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Situado en el corazón de los Balcanes y compartido —como tantas otras cosas en esa región—, entre Albania, Grecia y Macedonia, el Prespa es un lago antiquísimo, cuya edad se calcula en millones de años. Por el contrario, el acuerdo que lleva su nombre, firmado en presencia de los primeros ministros Alexis Tsipras y Zoran Zaev el pasado 17 de junio a fin de solventar la disputa en torno a la denominación de este último país, se ha revelado como poco más que un fugaz espejismo. Que, como suele suceder con estos, generó ilusión solo entre quienes lo contemplaron desde la distancia, al tiempo que decepcionó y desesperó a cuantos se aproximaron a analizar con detalle sus cláusulas –y, sobre todo, lo que llevaba escrito entre líneas.

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Presentado allende las fronteras de Macedonia como la solución a uno de los problemas más antiguos —y enquistados— de la región, y vendido en el interior del país como la llave que abriría su ansiada —y merecida— incorporación en la Unión Europea y la Alianza Atlántica (OTAN), el acuerdo de Prespa entrañaba en puridad una traición a los principios más arraigados del derecho internacional, y una promesa de integración vacía de contenido y carente de garantías. Lo primero, porque suponía reconocer el derecho de un Estado —Grecia— a interferir en los asuntos internos de otro —Macedonia— determinando merced a un acuerdo bilateral asuntos como el nombre del Estado, su identidad como pueblo y aun la naturaleza de su lengua que ningún país libre consentiría fueran definidos sino por sus propios ciudadanos. Y ello prevaliéndose de la situación de franca ventaja que le proporcionaba ser ya un miembro de las dos alianzas a las que Macedonia aspiraba a integrarse. Y lo segundo, porque las concesiones que de Macedonia se esperaban aquí y ahora, lo habrían sido solo a cambio de una vaga promesa de iniciar unas negociaciones de adhesión que podrían conducir a cualquier lugar o a ninguno, y cuya exitosa conclusión ni siquiera estaba en manos de Grecia.

Así las cosas no es de extrañar que los ciudadanos de Macedonia decidieran este domingo volver la espalda a su primer ministro, seguir los consejos de su presidente, y quedarse en casa en lugar de respaldar con su voto un acuerdo que, en el colmo del atrevimiento, fue sometido a su consideración merced a una de las preguntas más engañosas de la historia de los referendos —tan prolija, por otra parte, en falacias de este tipo—.

Situada en el corazón de los Balcanes, a caballo de la Via Egnatia que unía Roma con Bizancio, Macedonia es una nación todavía joven que aún no sabe si llegará a igualar en antigüedad al Lago Prespa. Pero de momento ha vuelto a demostrar su intención de no ser un simple espejismo.

Carlos Flores Juberías es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia.

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