¿A quién le interesa la ola de intolerancia religiosa que sacude Brasil?
La agresión física a símbolos y devotos podría constituir el último eslabón de la barbarie
Brasil está destruyendo uno de sus mayores valores: su proverbial tolerancia religiosa y su convivencia pacífica entre las diferentes confesiones. ¿A quién interesa esa ola iconoclasta que, como ha publicado este diario, ha crecido en solo cinco años un 4,9%, con una denuncia cada 15 horas por hostilidad o profanación a lugares de culto y personas que los dirigen?
Los más perseguidos son los lugares de culto de las religiones de matriz africana, pero alcanza también a templos católicos y protestantes, iglesias evangélicas, centros espiritistas y sinagogas judías. Se queman imágenes de los orixás, se destruye a martillazos una imagen de Nuestra Señora de la Aparecida, se violan los sagrarios de las iglesias católicas echando por tierra las hostias consagradas y no se respetan ni los cementerios.
Perseguir cualquier tipo de búsqueda espiritual es querer apagar con violencia la curiosidad
Estamos ante un hecho nuevo y urge descubrir qué de turbio se esconde detrás de esa nueva guerra contra lo sagrado. Que a un Brasil atravesado por una peligrosa corriente de odio político y social se le quiera añadir la intolerancia y agresión física a símbolos y personas religiosas podría constituir el último eslabón de la barbarie. La tolerancia y la riqueza de entidades religiosas que conviven en paz en este país fue fruto de una feliz conjunción histórica de encuentro de tres creencias que aportaron los tres pueblos que engendraron a Brasil: la indígena, la cristiana, herencia de los europeos, y la africana, de los cuatro millones de esclavos.
El largo y peligroso trabajo llevado a cabo por las diferentes creencias religiosas para defender a sus dioses produjeron el milagro del sincretismo pacífico. No fue llevado a cabo sin dolor, pero Brasil consiguió mantener la esencia de las tres raíces espirituales caminando juntas y hasta mezcladas, que dieron vida a una riqueza religiosa y cultural quizás única en el mundo.
Esta sinergia llevó a que Brasil fuera uno de los países más permeados por lo sagrado y, según no pocos analistas de las religiones, con una diferencia significativa, ya que colocó lo sagrado en el corazón de la vida para liberarla de los miedos de las religiones monoteístas inyectándole dosis de felicidad y de amor por la Tierra y por la vida, la de carne y hueso.
Fueron las creencias africanas las que ayudaron a los brasileños a ver con ojos nuevos, por ejemplo, no solo la vida sino también su final, ya que que en ellas los muertos, como escribió el poeta senegalés Birago Diop, “no están bajo la tierra, están en el árbol que gime”. Siguen vivos y a nuestro lado para protegernos.
Triste paradoja la de que Brasil haga terrorismo con las creencias religiosas de origen africano cuando empiezan a ser importadas por el Occidente racionalista. La madre de santo alemana, Gabriela Hilgest, le confesó a mi colega Carla Jiménez, que los brasileños “son espiritualmente más desarrollados que los germanos”.
Hoy se puede ser creyente, agnóstico o ateo, pero queramos o no, es imposible eludir la pregunta de por qué se muere, que según los especialistas fue el origen de todas las religiones. El nobel de literatura, el ateo José Saramago, decía que si los hombres dejasen de morir, se acabarían las religiones. Pero seguimos muriendo, y las creencias, todas, con sus luces y sombras, con sus símbolos sagrados y credos diferentes, nos recuerdan que la vida seguirá atravesada por la duda ya que nadie ha resuelto aún el enigma del más allá.
Hay símbolos y arquetipos como los de la vida y la muerte, la Madre Tierra o lo sagrado, que o se respetan o resbalaremos hacia una nueva barbarie tan peligrosa, si cabe, como la política o la social. Sólo los animales no tienen cementerios ni dan culto a sus muertos, aunque parece que los elefantes se alejan para morir en un sitio especial para ello. Perseguir o despreciar cualquier tipo de búsqueda espiritual es querer apagar con violencia la curiosidad -y quizás la necesidad- que el hombre sigue teniendo por el misterio.
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