Al diablo las instituciones
La clase política mexicana neutralizó rápidamente a los fiscales incómodos
México se ha quedado sin fiscales. Aunque bien mirado, en realidad nunca los tuvo. Los jueces, tribunales y fiscales jamás han sido tales a la hora de investigar y sancionar las malas prácticas del soberano y su círculo inmediato. La justicia se imparte hacia abajo (y eso es un decir), pero nunca hacia arriba. Lo que sí es nuevo es que las fiscalías susceptibles de incomodar a la élite se encuentran acéfalas. En este momento carecemos de titular en la Fiscalía General, en la Fiscalía contra la Corrupción y en la Fiscalía contra Delitos Electorales.
Estas fiscalías, y otras instituciones diseñadas para fungir como contrapesos del poder del Ejecutivo, surgieron en las últimas décadas como resultado de la presión de la sociedad civil. Estaban diseñadas para imponer límites al poder presidencial y a los excesos de la clase política. Por desgracia, la presión social y económica que insufló tales instituciones apenas alcanzó para forzar la fundación de este entramado, pero nunca para que funcionara cabalmente.
La clase política aceptó a regañadientes estos organismos, pero los neutralizó rápidamente. Quitó al Ejecutivo la designación de las cabezas de estos nuevos espacios, pero se la adjudicó a las Cámaras legislativas. En la práctica, el control pasó de un poder político al otro. Del presidencialismo a la partitocracia. Es en las Cámaras donde se determinan las atribuciones y capacidades, el presupuesto y los directivos que encabezarán los organismos “autónomos” diseñados para controlar a los políticos que integran esas Cámaras.
Una tautología política que se resuelve a favor de los políticos, desde luego. Primero, porque le quitaron dientes a la capacidad de las nuevas instituciones para sancionar directamente a los implicados en sus fallos e investigaciones; la Auditoría Superior de la Federación, por ejemplo, está obligada a presentar los casos de corrupción a la PGR, donde luego duermen el sueño de los inocentes o son negociados políticamente. Segundo, porque en muchas ocasiones los presupuestos asignados son tan raquíticos que en la práctica condenan a estas oficinas a convertirse en cascarones inútiles; es el caso de las fiscalías contra feminicidios o contra ataques a periodistas.
Y tercero, y principalmente, la clase política neutraliza estos organismos mediante la designación de directivos “a modo”. El caso más lastimoso es el de las autoridades electorales tanto en el INE como, y sobre todo, en el Trife, el tribunal federal electoral. Lo que en principio fue un consejo de notables formado por ciudadanos prestigiosos, terminó convertido en organismos de representación partidaria. El Trife, autoridad máxima en materia electoral, claramente denominado por el PRI, ha perdido legitimidad por sus reiteradas resoluciones en beneficio de este partido.
Pero descabezar fiscalías es un recurso nuevo. Parecería la última de las opciones cuando otras modalidades fallan, cuando la propia clase política no llega a un consenso para nombrar a un titular a modo a juicio de las fracciones involucradas. O cuando se suscita un disenso sobre el desempeño de un dirigente incómodo. Provocar la renuncia y prolongar indefinidamente la designación de un reemplazo es otra manera de neutralizar la eficacia de los organismos supuestamente autónomos.
México experimenta las cotas más altas en muchos años en materia de inseguridad y de corrupción. Y, no obstante, carecemos de un fiscal general y de un fiscal anticorrupción, pese al mandato para nombrarlos. Los espacios autónomos destinados a impedir las impunidades de las élites políticas han sido desmantelados. Ahora que inicia la disputa presidencial en lo que muy probablemente será la elección más costosa y sucia de la era moderna, las partes involucradas se han asegurado de dejar sin cabeza el organismo a cargo de supervisarlas.
La sociedad perdió hace rato la batalla a manos de una clase política ciega y voraz a todo lo que no sea la supervivencia de sus vicios y privilegios. No le importa violar la ley al dejar descabezadas estas instituciones. Total, no hay quien pueda llamarla a cuentas. Justamente, de eso se trata.
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