Un asesino de mal gusto
El veredicto final fue posible gracias a las voluntades que venció una madre irreductible
Esta no es una historia feliz. O quizá sí, pero solo por su desenlace. Martha Ximena, una hermosa chica de 26 años, se despidió de sus amigas tras charlar algunas horas en un Starbucks de la zona metropolitana de la Ciudad de México. A las 23.50 envió un WhatsApp a sus compañeras para decirles que había llegado a casa. Vivía desde siete meses antes con Carlos en un apartamento que habían comprado entre ambos con sus primeros sueldos. Posteriormente, él aseguró que al salir a trabajar el día siguiente la había dejado dormida. Nunca volvieron a verla con vida.
Por la tarde del día siguiente, Carlos y la madre de Ximena reportaron que la chica no había llegado a su oficina y se encontraba desaparecida. Poco después, gracias al GPS de su teléfono, encontraron su automóvil en un paraje a medio camino entre su lugar de trabajo y su casa. Su bolsa estaba en el auto, ella se había esfumado. Sus padres pidieron una grúa y decidieron trasladar el carro al domicilio cercano de un familiar. Horas más tarde, a alguien se le ocurrió abrir la cajuela. Ximena yacía en el fondo, hecha un ovillo. Su madre intentó darle respiración artificial; resultó que llevaba varias horas sin vida. Un examen posterior revelaría que había sido violada de manera brutal antes de morir.
Parecía una historia más de la violencia urbana gratuita y azarosa que asola a México. Una versión cómoda para la policía, pues permitía meter el caso al inmenso expediente de la inseguridad pública. La joven había sido interceptada en el trayecto, usada de manera bestial y tirada al fondo de su propio carro. Todos compraron la hipótesis menos una agente del ministerio público que alertó a Rosamartha Pavón, la madre de Ximena: la estadística siempre hace sospechoso al consorte en estos casos. Rosamartha no necesitó mucho más: su hija portaba una combinación que incluía la playera de su pijama y otras prendas que nunca habría usado para ir al trabajo. Ximena era diseñadora gráfica de profesión y una verdadera esteta en todo lo relacionado con su atuendo.
Rosamartha asumió que alguien la había obligado a vestirse de esa manera, lo cual significaba que no había sido asaltada en el camino, sino en su casa. Pronto confirmó que el novio ocultaba algo. Percibió su nerviosismo y las pequeñas inconsistencias, recordó los problemas de pareja de los que se había quejado su hija. Alertó a la policía sin éxito: salvo su aliada en el ministerio público, la justicia se había cerrado encima del caso.
La madre no aceptó una negativa por respuesta. A partir de ese octubre de 2012 decidió convertirse en investigador, en fiscal y en abogado para conseguir justicia para Ximena. No fue fácil. Manos oscuras borraron evidencias de la computadora de Ximena, limpiaron el celular, perdieron pruebas.
Ella respondió montando una investigación detectivesca. Si la justicia no iba a hacer su parte, ella la haría con creces. Le tomó años, pero localizó a una vecina que aseguró que a la una de la tarde la cajuela del auto estaba abierta, como si alguien estuviera trasladando maletas al coche. Se trataba de una anciana que había preferido desaparecer de la ciudad y guardar silencio. Obtuvo testimonios de exnovias de Carlos que daban cuenta de su violencia. Consiguió que testificaran las personas que habían oído distintas versiones del novio sobre el momento en que abandonó a Ximena: “Estaba dormida”, “se metió a bañar”, “veía el noticiero de Brozo”.
El joven fue aprehendido, pero gracias al tecnicismo de una jueza quedó en libertad. Ahora Rosamartha tuvo que transformarse en abogado. Para entonces había buscado y encontrado a otros ángeles dentro de la propia Procuraduría que, conmovidos por la entereza de la madre, decidieron intervenir en el caso. Cuando salió la nueva orden de aprehensión, Carlos se había fugado. Volvió a convertirse en policía. Unos meses más tarde fue detenido y ella regresó a la tarea de documentar la evidencia.
La semana pasada, cinco años después de la muerte de Ximena, un juez condenó a 62 años de prisión al asesino. Según el dictamen, el novio la habría brutalizado, asfixiado, lavado en la bañera, vestido y llevado a la cajuela del auto que fue a dejar a una calle oscura. Borró todas sus huellas, menos las del mal gusto para vestirla.
El veredicto final fue posible gracias a las muchas voluntades que venció una madre irreductible. Pese a la tragedia, no es un ser humano vencido; asegura que muchas personas, incluso en los propios tribunales, hicieron su parte. La justicia mexicana es anquilosada, oscura y con frecuencia corrupta. Muy de vez en vez ofrece posibilidades para que el empeño de una madre arroje una diferencia. A veces ni eso. No sé si la historia de Rosamartha ofrezca esperanzas; sí sé que valía la pena ser contada.
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