El huaico y el torrente
En Lima cayeron puentes hechos con tecnología digital, los construidos en la Colonia aguantaron impertérritos
Para todos los que crecimos y vivimos en los desiertos de la costa peruana, el agua fue casi siempre el bien esquivo. La aridez acompañaba la mayor parte de los días mientras gran parte de los trabajos se concentraban en excavar kilómetros de canales para traer el agua, en cavar pozos con precaria rabdomancia y en mirar hacia las sierras del Este adivinando nubes cargadas, lluvias conjuradas para que llegara el repunte antes que las floraciones sedientas se secaran y cayeran con ellas el esfuerzo de todo un año y luego los sueños de la vida.
Casi toda nuestra costa es una sucesión de desiertos, pampas y tablazos cortados por valles de ríos estacionales. Unos anchos y otros apenas un cañón glorificado con un poco de agricultura. Salvo algunas pampas muy extensas cuyo solo nombre te seca la garganta, casi todas las otras se expresan en el lenguaje inquieto de cerros, quebradas, relieves inesperados que hablan, sin ser escuchadas, de accidentes que sucedieron y volverán a suceder.
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Pasó en 1983, en 1997 y otra vez este año. Con sus memorias cortas, el Perú no estuvo preparado para las consecuencias de las lluvias que provocó un calentamiento pronunciado del agua de mar. El suelo delgado y seco en los cerros rocosos se convirtió en resbaladeras de peñas, piedras y barro. Los huaicos, las avalanchas destruyeron casas, poblaciones, carreteras. Aparecieron aún en quebradas donde la única relación con el agua era el camión cisterna que vendía el balde a precio de usura. La figura epónima de la resistencia al súbito infortunio fue Evangelina Chamorro, que sobrevivió ampliando la frontera del milagro tras ser arrastrada por kilómetros por un huaico furioso, para emerger totalmente cubierta de barro, como una guerrera de terracota viva y entera.
Con los días las lluvias no cesaron y los cauces de los ríos, imperfectamente defendidos, sin drenajes, se rebalsaron uno tras otro e inundaron primero pueblos y después ciudades totalmente indefensas. En Lima cayeron puentes construidos con tecnología digital mientras que los construidos en la Colonia, cerca de tres siglos atrás, aguantaron impertérritos el choque del torrente. La principal carretera que une Lima con la sierra fue cortada repetidas veces, el ferrocarril también.
En la costa norte, Huarmey quedó inundada primero y luego pasó lo mismo con las grandes ciudades del norte: Trujillo, Chiclayo y Piura. La principal carretera de la costa, la Panamericana, fue cortada por la caída del puente Virú. El cuadro más dramático de estos días, que quizá no sea final, fue ver a Piura, la seca y vibrante ciudad capaz de albergar desde la Casa Verde (de Vargas Llosa) hasta la universidad del Opus Dei, con gente con el agua hasta la cintura vadeando trabajosamente la inundada Plaza de Armas.
A lo largo de los años he visto varios tipos de desastre en mi país. Desde el paralizante efecto de las inundaciones de El Niño en 1983 hasta la devastación concurrente de la hiperinflación, el colapso económico y el avance sangriento de la insurrección senderista a fines de la década de 1980. Y aunque cada uno de esos eventos registró historias de heroísmo, creo que esta emergencia es la que ha movilizado más solidaridad y energía en el esfuerzo de mitigación, por insuficiente que sea.
El Gobierno de Pedro Pablo Kuczynski respondió bien, contra lo que muchos esperaban. Kuczynski distribuyó a sus ministros en las regiones más afectadas del país. Y aunque ninguno de ellos podría aspirar a extra en una película de Indiana Jones, su esfuerzo y presencia agilizó la distribución de ayuda. Ver incluso al primer ministro, Fernando Zavala, empujando una carretilla provocaba de un lado convocar al cardiólogo más cercano y del otro aplaudir su ejemplo (así fuera para la foto, que eso cuenta).
Otro acierto fue poner al Ministerio de Defensa como el ente coordinador de todo el esfuerzo. El ministro Jorge Nieto dispuso el despliegue operativo de las fuerzas armadas que, en las palabras de un jefe militar, "se hizo con más corazón que medios".
La coordinación de las operaciones fue puesta bajo el mando del general Jorge Chávez Cresta, un ingeniero militar que antaño fue dado de baja por investigar y denunciar a un superior corrupto, pero que logró reingresar a filas.
Chávez Cresta reconoce que, sin preparación previa, han tenido que improvisar conforme la emergencia, literalmente, desbordaba al país. Por su capacidad de despliegue rápido y organizado, la maquinaria militar pudo cambiar de función y abocar sus medios a paliar el desastre. "Esta tragedia", me dijo otro jefe militar, "significa que la lucha contra desastres debe hacerse parte de nuestra misión".
Lástima que no lo hayan descubierto antes y preparado su entrenamiento y equipos para ello. Porque si los choques militares, aunque no imposibles se hacen más lejanos, la naturaleza mal comprendida, la corrupción en la ingeniería civil, la catatónica imprevisión garantizan que cada año traerá urgencias, descalabros y tragedias, como si un enemigo potente nos atacara, que necesitarán una respuesta rápida y eficaz mientras se construye la previsión. Claro que, igual que Pogo, encontraremos que el enemigo somos nosotros. Pero eso no quiere decir que no haya que defenderse de él.
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