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México entrega la cabeza de El Chapo a Obama... y a Trump

La extradición, el último día de Obama y en vísperas de la investidura de Trump, es un intento de enviar una señal de buena voluntad a EE UU en tiempos oscuros

Jan Martínez Ahrens
Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, el 8 de enero pasado.
Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, el 8 de enero pasado.AP
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El preso 3192 ya no está. Su celda de Ciudad Juárez ha quedado vacía y el ocupante ha sido traslado a Nueva York. Con su salida, una época toca a su fin. La que con mano de hierro y sin ningún escrúpulo manejó Joaquín Guzmán Loera, El Chapo. El narco más poderoso del planeta. El hombre que, al mando del cártel de Sinaloa, humilló durante décadas a México.

Atrás deja una guerra abierta. Los despojos de su imperio son disputados por propios y extraños. Desde que fue capturado en enero del año pasado, el cártel de Sinaloa ha entrado en descomposición. Formada por células federadas, sin el liderazgo de El Chapo, cada una ha buscado ampliar su espacio. El resultado ha sido una revolución interna, oscura y convulsa, en la que se enfrentan en un imposible juego de alianzas y traiciones los hijos de Guzmán Loera, el legendario y nunca detenido Mayo Zambada, el pujante Cártel Jalisco Nueva Generación, y hasta espectros del pasado como Rafael Caro Quintero, El Narco de Narcos.

En esta lucha no hay piedad. Ni barreras. La madre de El Chapo ha visto su casa saqueada a plena luz del día. Los hijos del narco han sido secuestrados. Y el propio feudo de El Chapo, hasta hace poco intocable, se ha visto cercado. A nadie se le escapa el mensaje. El rey ha caído y los tiburones se disputan su corona.

El Chapo es consciente de que su tiempo ya pasó. Pero ha luchado hasta el último momento por seguir en tierras mexicanas. Recurso tras recurso, ha tratado de evitar su pesadilla: las cárceles de máxima seguridad estadounidenses. Ahí no cabe la fuga ni el soborno. Lejos queda su huida en 2001 del penal de Puente Grande, donde corrompió a 62 funcionarios y salió oculto en un carro de ropa sucia. O la de 2015 cuando escapó de la prisión de El Altiplano por un túnel de 1.500 metros cómodamente conectado al piso de su ducha.

Esa impunidad ya no existe. Ahora tendrá que hacer frente a una corte federal y penar en un laberinto sin sol, como lo hizo su antiguo amigo, el terrorífico Güero Palma. Su futuro queda así sellado. Y por mucho que intente negociar y acortar la condena, el día que la cumpla, tendrá que volver a México y enfrentarse a más acusaciones.

En su país, nadie le olvidará. Aunque cantado e incluso admirado, El Chapo ha sido durante años el mayor enemigo del Estado. Por narcos como él, lanzó en 2006 el presidente Felipe Calderón la bestial guerra que se ha cobrado ya más de 100.000 vidas y 30.000 desaparecidos. Y por esa misma razón se resistió durante tanto tiempo el Gobierno de Enrique Peña Nieto a extraditarle. Tras su captura en 2014, el presidente quiso que penase en territorio nacional. Enviarle a Estados Unidos suponía demostrar la endeblez del Estado mexicano. Esta ceguera, propia del orgullo antiguo del PRI, permitió una humillación mayor: la fuga de Guzmán Loera de la cárcel de máxima seguridad de El Altiplano.

Lograda su recaptura en enero pasado, el discurso cambió. El presidente hizo de la extradición una cuestión de Estado. Los intentos de frenarla de nada sirvieron. Uno tras otro, los jueces rechazaron los recursos de El Chapo. Su destino quedó en manos del Gobierno y, por los extraños caminos de la política, fue a parar a la mesa de Luis Videgaray, precisamente el hombre que cayó fulminado en septiembre por organizar el encuentro de Peña Nieto con Trump y que ahora ha sido resucitado como canciller con el encargo de abrir la espinosa negociación con el republicano. Un territorio explosivo, donde México, bajo la amenaza de deportaciones masivas y estrangulamiento económico, se juega su futuro.

Hoy, en el aeropuerto de Ciudad Juárez, el canciller Videgaray hizo subir al mayor narcotraficante del planeta a un avión militar. Era un regalo a Obama el último día de su presidencia. Pero también a Trump en la víspera de su investidura. Un presente de México a Estados Unidos. El mayor narcotraficante del planeta convertido en una muestra de buena voluntad. Son tiempos oscuros.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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