Calígula
La constante estos años es designar a herederos mediocres que no opaquen a los históricos
En 1939 y desde su exilio parisino, Gregorio Marañón escribió Tiberio: historia de un resentimiento, uno de sus estudios más interesantes y en el que muestra como prototipo del rencor al emperador romano que, entre otras cuestiones, justificaba haber elegido a Calígula como sucesor porque era el peor de los candidatos en Roma y así se engrandecería su propia figura. Si se sigue esa teoría y la línea de la lógica política de los últimos años, se pueden entender varios aspectos. El primero, la falta generalizada de liderazgo que vivimos. El segundo, estas crisis consecutivas y encadenadas que están alterando ciertos países y el mapa de consideraciones geoestratégicas de un asunto tan importante para la economía y la política como el Gobierno europeo.
Pese al tiempo transcurrido, el análisis de Marañón está de plena actualidad y se puede aplicar a España y, en concreto, al proceso histórico de Cataluña sin muchas dificultades. En ese sentido, la constante de los líderes políticos españoles para designar a sus herederos consiste normalmente en ignorar al que podría hacerlo mejor y tomar en cuenta a los mediocres que no lograrán opacarlos. Y por eso, ahora que aún hay mayoría del viejo sistema queriendo creer que todo es una pesadilla —que despertarán y seguirán siendo bipartidistas, que la Constitución no estará en riesgo y que Cataluña ya no será un peligro constante— resulta muy difícil entender, por un lado, las consecuencias derivadas de la incapacidad del Gobierno del popular Mariano Rajoy y, por el otro, la necesidad de ocultar los delitos y la corrupción de la Generalitat que Jordi Pujol legó a Artur Mas.
Mas no ha designado precisamente a un Calígula. Pero sí a un presidente bomba, Carles Puigdemont, que no contribuirá a una salida pactada a la desconexión de Cataluña, lo que amenaza con provocar un estallido inminente en todas las instituciones. No olvidemos que, hasta este momento, se habían respetado las formalidades entre el Estado español y la autonomía catalana. Pero, a partir de esta designación, con la que el expresidente de la Generalitat elige a un sucesor peor que él, se genera un salto cualitativo de la misma dimensión del referéndum del 9 de noviembre de 2014 o de la declaración independentista del Parlamento catalán en noviembre de 2015.
Puigdemont, además, no juró fidelidad ni al Rey ni a la Constitución en su toma de posesión, lo que lleva a una situación flagrante de incumplimiento de la ley por parte del nuevo líder catalán y del Gobierno español, que es el garante del desarrollo y del orden constitucional. En ese contexto, considero notable, por una parte, la capacidad de negación de los seres humanos frente a la catástrofe, y por la otra, el cumplimiento implacable de esa ley tan humana de elegir al peor para que nos haga quedar mejor.
Nunca supimos muy bien cuáles fueron las razones del expresidente español José María Aznar para que entre Rodrigo Rato y Mariano Rajoy eligiera a este último, que era un personaje más gris y opaco. Aunque Aznar hubiera tenido poderes adivinatorios, Rato siempre fue más brillante. Tampoco supimos cuál fue la razón del PSOE para elegir a José Luis Rodríguez Zapatero, frente a candidaturas de políticos más experimentados y con más fuerza como José Bono. Y creo que nunca entenderemos por qué los barones socialistas prefirieron escoger a un Pedro Sánchez, salvo por mantener el poder de cada uno de ellos, en lugar de alguien con verdadera personalidad que estableciese una acción política.
Estamos en una crisis de época, de hombres y de sistemas en la que el nuevo presidente de la Generalitat no tiene el perfil de un resistente pacífico. Y no es que vaya a organizar una revolución armada por la independencia, pero no es la cara amable de un negociador con intenciones de ganar por las buenas un espacio para consultar a los suyos si se quedan o se van. Y además, el Estado pierde por momentos la oportunidad de preguntar al pueblo español y al catalán qué es lo que quieren hacer. Unos se quieren ir y otros no los quieren perder y mientras el país sigue sin proyecto político.
Marañón escribió un tratado político sobre las consecuencias del rencor de los líderes. Ahora también es momento de pensar en el resentimiento de unos pueblos que presencian cómo se quedan sin referentes y sin autoridades que sepan adónde los quieren llevar. Da la impresión de que, al menos en lo que se refiere a la clase política, no hemos progresado mucho desde Tiberio.
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