“La explosión fue como una ola que brincó y cayó”
Los equipos de rescate buscan desaparecidos bajo los escombros del edificio de Pemex
Padre e hijo hablaban por teléfono dentro de la torre de Pemex cuando sonó la explosión. Amós Luna, de 27 años, estaba en el cuarto piso del edificio administrativo B-2 de la petrolera mexicana; Nathan Abel, de 51, en la planta baja. Se cortó el teléfono al tiempo que una “onda expansiva” agitaba el edificio, y Abel recuerda que echó a correr escaleras abajo. La oficina de su padre estaba “hueca, llena de escombros”.
México amaneció el viernes con la continuación agónica del recuento de víctimas de la torre de Pemex. A mediodía ya eran 33 muertos, 121 heridos —52 de los cuales permanecían anoche ingresados en cuatro hospitales de la capital, muchos con fracturas— y un número todavía por determinar de desaparecidos.
“Le grité ‘¡Papá!’ para ver si estaba vivo”, prosigue Amós. Con ayuda de otro trabajador de Petróleos Mexicanos (“que cayó de la primera planta”, asegura) levantó piedras hasta dar con los zapatos de su padre, vivo y enterrado entre cascotes, pies arriba y cabeza abajo, en el punto exacto en el que trabajaba. La compañera de la mesa de al lado, cuenta, había muerto.
Los ciudadanos seguían pendientes de las tareas de rescate, que este viernes continuaban, y especulan con las causas de la explosión, que las autoridades todavía investigan. En las calles adyacentes a la torre, cortadas, con numerosas patrullas militares y de policía, el ambiente es de perplejidad. Muchos pensaron en un primer momento que se trataba de un terremoto. A María Eugenia Santiago, dueña del restaurante Búfalo, situado al otro lado de la carretera, le tembló el suelo “como si fuera una ola que brincó y cayó”. Su hijo Orlando recuerda el estruendo de la explosión y el silencio de 15 minutos que le siguió antes de que llegaran las ambulancias, la policía y los militares.
¿Cómo se ve ahora el recinto vallado de Pemex por dentro? “Es muy duro”, responde serio y pálido Javier Ramos, trabajador de una empresa de maquinaria. Lo corroboran dos trabajadores del escuadrón Rescate y Urgencias Médicas del Grupo USAR, que prefieren no ser identificados. Llevan 20 años trabajando en emergencias. En la mañana del viernes cumplían 18 horas trabajando entre los escombros, y todavía les faltaban unas siete hasta recibir el relevo. Rescataron a la última persona viva en torno a las once de la noche del jueves, una mujer que quedó atrapada junto a un archivador. Ahora, aseguraron, han dejado de hurgar en las piedras con las manos y ya se trabaja solamente con maquinaria.
“Solo lo comparo con un 85 chiquito”, dice uno de ellos, con la cara y las manos tiznadas de negro, refiriéndose al año del devastador terremoto de magnitud 8,1 en la escala de Richter que, hace 27 años, dejó miles de muertos en la capital de la República mexicana.
Si la mañana del jueves estuvo marcada por el estado de shock, la noche fue de angustia y desconcierto. “Se ha muerto, se ha muerto”, repetía, unas horas después de la explosión, una mujer que rondaba la cincuentena en el hospital de la Cruz Roja de la colonia Polanco, donde habían sido trasladadas las primeras víctimas. Con el rostro desencajado, miraba hostil a las cámaras de televisión que grababan a los familiares de víctimas. Conocidos y parientes de trabajadores de Pemex aguardaban noticias en la sala de espera de urgencias de este centro, colgados del teléfono. Casi nadie tenía humor para hablar. Nayely Carreño tardó más de dos horas en dar con su marido, Tomás Rivera, que solo resultó herido leve. La avisó una amiga y recorrió dos hospitales distantes en el denso tráfico de la tarde de la capital mexicana. El jueves, con orden, padres, hijos y parejas entraban uno por uno al hospital de Pemex en Azcapotzalco. Pemex les ha dado una tarjeta de acceso para que puedan visitar a sus familiares. “Estoy muy feliz. Le agradezco esto a Dios, ha sido un milagro”, dice Fernando Luna, el padre del hombre recuperado boca abajo entre los escombros.
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