Por encima del próximo invento tecnológico, pongamos la Tierra en el centro

Nuestra misión no es la bíblica de dominar y explotar el mundo —ahora a través de la robótica—, sino comprenderlo. Abrazar el geohumanismo, situar el planeta en el centro de nuestra conciencia, es mucho más urgente que cualquier tecnología que inventemos

Vista aérea de la Amazonia y de Coroado, al este de Manaos, en Brasil, el pasado 5 de junio de 2023.MICHAEL DANTAS (AFP / Getty Images)

El humanismo fue la gran esperanza del Renacimiento. Los humanistas, inspirándose en la obra de los clásicos, quisieron comprender al ser humano con profundidad con el fin de que las personas desarrollaran lo mejor de sí mismas como integrantes de una comunidad. Dedicaron su vida a un conocimiento que pusieron al servicio de la libertad y la justicia de pensamiento, con el fin de mejorar nuestras sociedades y con una visión que s...

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El humanismo fue la gran esperanza del Renacimiento. Los humanistas, inspirándose en la obra de los clásicos, quisieron comprender al ser humano con profundidad con el fin de que las personas desarrollaran lo mejor de sí mismas como integrantes de una comunidad. Dedicaron su vida a un conocimiento que pusieron al servicio de la libertad y la justicia de pensamiento, con el fin de mejorar nuestras sociedades y con una visión que superaba cualquier noción de frontera.

Sintomática, en este sentido, es la trayectoria internacional de Juan Luis Vives, quien dirigió al Senado de Brujas una carta, firmada el 6 de enero de 1526, para dedicarle su tratado El socorro de los pobres: “Por la gran multitud de pobres que llegan aquí de todas partes, como un refugio al que pueden acogerse, (…) y se fortalezca así la sociedad humana”.

Nada más humanista que la escucha, la atención a otro que ya no se considera “extranjero” (es decir, “extraño”, según la etimología), sino tan semejante que podemos otorgarle nuestra ayuda como lo haríamos con nosotros mismos. Como afirma Vives en la misma carta: “La ley de la naturaleza no consiente que nada humano sea ajeno al hombre”. Nada humano nos resulta ajeno. Aquí resuena la famosa frase de Terencio, a la que Vives añade una idea más: es así porque es ley de la naturaleza. De esta manera, el Renacimiento situaba la unidad esencial de los seres humanos en el centro de nuestra conciencia como una preocupación ética que ha ido fundamentando la democracia europea, y debería apuntalar cualquier debate sobre el movimiento de personas entre países. El ser humano como círculo del cosmos, tal como lo simbolizó Leonardo da Vinci con su Hombre de Vitruvio.

Pero con la solidaridad exclusivamente humana no basta. De hecho, esta posición central del ser humano en el planeta fomentó a la larga una contrapartida: desconectarlo de la Tierra a la que pertenecen ni más ni menos que el resto de los animales, en un progresivo aislamiento mental y físico que, al mismo tiempo, produjo un inmenso florecer en las artes, en la industria, en el pensamiento, en la multiplicación de las ciudades donde todo iba a suceder: el llamado progreso, que, al mismo tiempo que repartía bienestar a un mayor número de personas, les exigía todo a cambio. La concentración humana en enormes madrigueras de asfalto, tan cómodas como alienantes, fue usurpando, especialmente en la última centuria, el espacio a la naturaleza, de la que, sin embargo, nuestra civilización ha extraído mucho más de lo que necesitaba hasta edificar el planeta y exprimirlo allá donde sea posible, sin correspondencia alguna: por tierra, mar, y, como soñó el propio Leonardo, también por aire.

Percibimos ahora las consecuencias de todo ello en la contaminación de los océanos, en el envenenamiento de los alimentos, en la desertificación progresiva, en la sequía, en el deshielo, en la extinción masiva de especies expulsadas de sus hábitats. Nuestra civilización, amasada en las urbes, se ha percibido “ajena” al planeta, como si viviera aparte de la Tierra, encima de ella, pero impermeable a ella. El cambio climático nos ha acabado alertando de cuán permeables somos, sin embargo. Y nuestra respuesta sigue siendo un salto adelante: confinar ahora al ser humano en otro territorio aún más alienante, el digital; imprevisible según evoluciona una inteligencia artificial que, a fuerza de sustitución, puede borrar cualquier rastro de humanismo y que ya está proyectando un futuro inmediato, robótico, que aumentará la extracción de recursos naturales para alimentar y refrigerar sus componentes.

Desde los centros urbanos se gobierna, se definen las leyes y el pensamiento, se proyecta una realidad que se pretende universal sin serlo, cuando es solo una realidad humana. Ni siquiera solo una realidad humana, sino una realidad urbana y definitivamente digitalizada que ignora esas culturas ancestrales que antaño destruyó y que, en reducido número, siguen viviendo al ritmo de la naturaleza y de las que tanto nos queda por aprender. Desde las ciudades se define también buena parte de las políticas ecologistas que tan necesarias han sido para detener y paliar la destrucción indiscriminada del planeta.

Sin embargo, una de las grandes paradojas que estamos viviendo es ver cómo estas políticas verdes chocan a menudo con los intereses de la gente que trabaja y vive en el campo, que las recibe a menudo como una incomprensión del mundo rural. Este divorcio nace probablemente de que muchas de estas políticas han sido diseñadas por urbanitas, y no por esas personas que trabajan rodeadas de dificultades económicas en un sector, el primario, en el que se han cebado la globalización y el mercado.

El colmo es cuando los intereses de estas políticas verdes chocan con los de la propia naturaleza. Hace unos meses me vi denunciando ante una importante organización ecologista la implantación de un campo solar en una zona esteparia donde anidan varias especies de aves en peligro de extinción. La respuesta recibida fue que ahora la prioridad es la “energía verde”, incluso por encima, en este caso, de la biodiversidad y de los cultivos de cercanía. Dicho de otro modo: los intereses energéticos de la ciudad y de las grandes empresas, matriculados de verde, volvían a situarse por encima de la gente de los pueblos y de la propia naturaleza.

Entendí entonces la urgencia de cambiar nuestro punto de vista con el fin de afrontar los retos climáticos de nuestro tiempo y de prevenir el fin del humanismo en aras de la inteligencia artificial. Dicho de otro modo: para que el propio humanismo evolucione. Corresponde a nuestra generación poner a la Tierra, Gea, en el centro de nuestra conciencia. No al ser humano en exclusiva, sino a nuestro planeta, donde el ser humano es un habitante más.

Esta es la idea de la que parte el concepto de geohumanismo. Parafraseando a Vives: la ley de la naturaleza no consiente que nada de la naturaleza sea ajeno al ser humano. Nuestro desarrollo resulta imposible sin escuchar la sabiduría de la Tierra, sin ampliar nuestra solidaridad a los animales y a los bosques, sin ejercer nuestra empatía con el agua, con el aire, con los minerales. Tampoco ellos son extranjeros, extraños a nosotros, sino parte de nuestra identidad.

El centro no es el ser humano, sino el planeta del que emanamos con la misma entidad que una roca, un arroyo, una hoja, un lince. Nuestra misión no es la bíblica de dominar y explotar el mundo —ahora a través de la robótica—, sino respetarlo, comprenderlo, y vivir en él con armonía. Esa evolución de nuestra conciencia resulta mucho más urgente que cualquier tecnología que podamos inventar. Nada de la naturaleza nos resulta ajeno. De la esperanza del geohumanismo puede surgir un nuevo Renacimiento. Nos lo está pidiendo a voces de huracán, a golpe de deshielo, y en el silencio de los desiertos progresivos, quien nos da la vida: la Tierra.

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