‘El hombre unidimensional’ cumple 60 años sin pensar en jubilarse (ni dejar de consumir)

La obra que convirtió a Herbert Marcuse en un referente de crítica al consumismo, el conformismo político y los nuevos fascismos sigue vigente más de medio siglo después de su publicación

Herbert Marcuse da una conferencia en la Universidad de Vincennes (Francia), el 10 de abril de 1974.William KAREL (Gamma-Rapho/Getty Images)

Herbert Marcuse (1898-1979) puede parecer un pensador casi olvidado, pero muchas de sus ideas, en especial las que popularizó en su libro El hombre unidimensional, aún son útiles para entender nuestra sociedad, desde el consumismo hasta el ascenso de los políticos populistas.

Este libro, que cumple 60 años, le convirtió en un referente de la nueva izquierda y de los estudiantes que pr...

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Herbert Marcuse (1898-1979) puede parecer un pensador casi olvidado, pero muchas de sus ideas, en especial las que popularizó en su libro El hombre unidimensional, aún son útiles para entender nuestra sociedad, desde el consumismo hasta el ascenso de los políticos populistas.

Este libro, que cumple 60 años, le convirtió en un referente de la nueva izquierda y de los estudiantes que protestaban a favor de los derechos civiles y en contra de la guerra de Vietnam. Era una lectura casi obligada por su crítica de una sociedad en la que se imponían ideas y valores, y en la que se asfixiaba toda disidencia.

¿Por qué ya no planeamos la revolución?

Marcuse nació en Berlín en 1898. En los años treinta empezó a colaborar con el Instituto de Investigación Social, donde coincidió con otros pensadores judíos interesados en el marxismo y en el psicoanálisis, la llamada Escuela de Fráncfort. Muchos de ellos emigraron a Estados Unidos tras el ascenso al poder de Adolf Hitler. Algunos, como Max Horkheimer y Theodor Adorno, regresaron a Alemania tras la guerra, pero Marcuse se quedó y dio clases en las universidades de Columbia, Harvard y Brandeis, además de publicar libros como Razón y revolución, y Eros y civilización.

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Su momento de mayor popularidad llegó en los años sesenta, con la publicación de El hombre unidimensional. En el libro, Marcuse parte de una evidencia: vivimos bastante bien. No todos y no siempre, claro, pero una gran parte de la población disfruta de la comodidad suficiente como para no pensar en revoluciones. Además, estamos demasiado ocupados intentando satisfacer las necesidades que ha creado el progreso tecnológico y a través de las cuales nos acabamos identificando con el sistema. Podemos reconocer este proceso hoy en día: todos vemos las mismas películas o series, nos conectamos a las mismas redes sociales, leemos las mismas noticias y, en definitiva, nos venden y compramos los mismos valores culturales, incluso aunque sea a través de centenares de plataformas.

El resultado es que el sistema puede absorber cualquier crítica, sin que haga falta ninguna represión autoritaria. Como explica por correo electrónico María Carmen López Sáenz, catedrática de Filosofía de la UNED y autora de Marcuse (Ediciones del Orto), la sociedad “es capaz de integrar todo antagonismo y de convertir a sus miembros en seres de una sola dimensión”. Creemos ser libres, pero no lo somos, porque no hay posibilidad real de cambio. Ni siquiera conocemos nuestras necesidades: las confundimos con las que nos vienen impuestas, como el penúltimo modelo de móvil o esa serie de la que habla todo el mundo.

Marcuse extendía su análisis a los países comunistas. Como explica al teléfono John Abromeit, profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad de Búfalo, en ambos contextos “se había perdido la esperanza de una sociedad cualitativamente diferente y más emancipada”.

Espacios de resistencia y reflexión

¿Y qué podemos hacer para cambiar las cosas? Marcuse apunta que la sociedad capitalista tiene brechas y contradicciones a partir de las que se pueden crear espacios de reflexión y fraguar alternativas, como explica López Sáenz. Marcuse buscaba en el arte, en la política o en la filosofía estos rincones de conciencia crítica que no habían quedado sepultados por un capitalismo que consideraba opresor y represor.

Pero otra pregunta es por qué querríamos liberarnos. ¿No estamos bien así, viendo series y esperando paquetes de Amazon? Como escribe López Sáenz en el capítulo dedicado a Marcuse de Totalitarismos: la resistencia filosófica (Tecnos), nuestras sociedades no son tan bonitas como parecen en los vídeos de Instagram: las contradicciones del sistema se manifiestan “en las guerras innecesarias, en la creciente productividad unida a la creciente destructividad de la naturaleza y en la preservación de la miseria junto al despilfarro sin precedentes”. Marcuse cree que es posible una sociedad más justa, más creativa y más pacífica.

Sin embargo, también es pesimista. De una sociedad como la nuestra es imposible escapar, precisamente porque lo ocupa todo. En su libro apenas encuentra algo de esperanza en los “proscritos y los extraños, los explotados y perseguidos de otras razas y de otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados”. Como están fuera del sistema, son los únicos que pueden encontrar esos espacios de resistencia en los que liberar su imaginación.

Pero a lo mejor ni eso: Marcuse cree que el sistema es capaz de ofrecer “ajustes y concesiones”, además de contar con el ejército y la policía para frenar a los disidentes en caso necesario. Y podríamos añadir que muchos de quienes están fuera de esta sociedad de consumo quieren acceder a ella, no cambiarla. No buscan cortar la cabeza de los reyes o acabar con la burguesía: quieren ser un noble o un propietario más.

Se podría decir que eso es lo que pasó con el movimiento estudiantil de finales de los años sesenta, que él apoyó. Las protestas vinieron de grupos al margen: el pacifismo, la segunda ola del feminismo, el antirracismo… Como explican Abromeit y López

Sáenz, Marcuse mostró a los pensadores y activistas jóvenes cómo todos estos problemas no eran independientes, sino que tenían la misma raíz: el sistema capitalista y sus técnicas de control de la disidencia.

Pero, como auguraba Marcuse, estos movimientos fueron reprimidos y muchos de sus protagonistas acabaron formando parte del establishment, aunque fuera de un modo crítico… Y aunque muchas de sus ideas hayan contribuido a avances notables (que quizás el filósofo vería solo como concesiones).

El populismo neofascista

Las ideas de Marcuse quedaron eclipsadas durante muchos años por la nueva generación de teóricos críticos, con Jürgen Habermas a la cabeza, por el liberalismo de John Rawls y por el posmodernismo. Pero ya en 1999, en su Historia de la filosofía en el siglo XX, el filósofo Christian Delacampagne preveía que, en un mundo aún más unidimensional, sus críticas podrían volver a convertirse en muy actuales: “La tecnocracia capitalista no ha evolucionado en lo fundamental. Continúa siendo igual de autoritaria, igual de impotente para asegurar la felicidad de la mayor parte de la humanidad. Aquí o allá, sus crisis favorecen el retorno del fascismo, incluso de ciertas formas —apenas disimuladas— de nacionalsocialismo”.

De hecho y como explica Abromeit, el análisis de Marcuse es útil para entender el ascenso de los populismos. El filósofo ya anticipó en un ensayo de los años setenta, “El destino histórico de la democracia burguesa”, el resurgimiento de estos movimientos de extrema derecha, que no dudaba en llamar neofascistas. Los consideraba una amenaza para la democracia por sus ideas totalitaristas y por su alianza con los grandes poderes económicos, como ya pasó con el nazismo.

Abromeit pone el ejemplo del candidato republicano a la vicepresidencia de Estados Unidos, J. D. Vance: en su carrera política se ha presentado como un protector de las clases populares, pero depende del poder de “élites conservadoras poderosas”, como el millonario de extrema derecha Peter Thiel, “que también apoyó la campaña de Donald Trump en 2016″. Las sociedades modernas capitalistas “reproducen las condiciones políticas y sociales que llevan al fascismo. Así que el fascismo no es una casualidad”.

De nuevo, Marcuse nos ofrece claves para entender y analizar nuestra cultura, nuestra economía y nuestra política, aunque no estemos de acuerdo con él. Y, sobre todo, nos ayuda a buscar espacios de resistencia y de crítica, con el objetivo de alcanzar una vida más plena y más justa. Es decir, con más de una dimensión.

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