Francis Mojica, el investigador en la sombra que hizo posible el Nobel de otros
Pionero de la edición genética, el microbiólogo de Elche acaba de resucitar proteínas de hace millones de años
Una carta al director remitida a este periódico lamentaba que Francis Mojica no hubiera sido uno de los premiados con el Nobel de Química en 2020. “Era de justicia”, afirmaba. Luego el remitente destacaba la elegancia con que el microbiólogo molecular nacido ...
Una carta al director remitida a este periódico lamentaba que Francis Mojica no hubiera sido uno de los premiados con el Nobel de Química en 2020. “Era de justicia”, afirmaba. Luego el remitente destacaba la elegancia con que el microbiólogo molecular nacido en Elche había aceptado su exclusión. “¿Elegancia? No sé, pero lo que sí puedo decir con sinceridad es que me alegré de no recibirlo”, comenta el científico. Puede parecer falsa modestia o una forma de quitarle importancia a una decepción, pero resultan convincentes tanto sus explicaciones como su forma de expresarlas: su mayor deseo es encerrarse para investigar y “disfrutar de la vida” sin que le perturben.
Varios colegas y colaboradores lo corroboran. “Francis se considera el más afortunado del mundo trabajando en su laboratorio y sabiendo que por sus manos ha pasado un hallazgo tan importante”, explica el genetista Lluís Montoliu. El descubrimiento al que se refiere Montoliu son las secuencias CRISPR en microorganismos, de alto impacto internacional, que a Mojica le ha valido numerosos premios, por los que se muestra “muy agradecido”. Pero los galardones, y más uno como el Nobel, quitan mucho tiempo: obligaciones, actos, presentaciones… Distraen. Esta semana, por cierto, el catedrático de la Universidad de Alicante, de 59 años, impartió una conferencia en la Real Academia Sueca tras obtener el Premio ACES-Margarita Salas, patrocinado por la Fundación Areces.
No en vano, Mojica fue quien acuñó ese vocablo, CRISPR, que suena a marca de un nuevo aperitivo, y que está en boca de todos aquellos que cuentan en el mundo de la biotecnología, la medicina, la genética, la agricultura y la ciencia en general, porque atesora infinitas posibilidades. El acrónimo significa “repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente espaciadas” en sus siglas en inglés. Y surgió cuando el científico constató unas misteriosas reiteraciones y secuencias en el ADN de un microorganismo de las salinas de Santa Pola, con los que empezó a trabajar ya a finales de los años ochenta. Las bautizó como CRISPR.
Así, el hijo de un fabricante de zapatos educado sin ego entre tres hermanas, que quiso ser biólogo por los documentales de Félix Rodríguez de la Fuente, abrió el camino para el desarrollo de las revolucionarias técnicas CRISPR/Cas9: una especie de tijeras genéticas por las que la microbióloga francesa Emmanuelle Charpentier y la bioquímica norteamericana Jennifer Doudna lograron el Nobel. Es un método de edición genética, una especie de corta y pega que, de forma eficaz, rápida y barata, puede reescribir el código de la vida y curar enfermedades hereditarias, entre otras cosas. Un sueño hecho realidad que despierta también un debate ético sobre los límites de su uso en el ser humano.
“Son dos científicas muy currantas”, apunta Mojica, sobre las dos mujeres con las que podía haber compartido el Nobel, que no dejan de citarlo en sus trabajos. Es necesario para los investigadores de la materia haber leído el artículo fundacional que el microbiólogo publicó en 2005. Allí describía el descubrimiento de un sistema de inmunidad adquirida de algunas especies de bacterias y arqueas; la forma que tenían las bacterias para defenderse de los virus. Los microbios recogían información y la guardaban en su propio ADN para repeler al agresor. Ese sistema inmunitario era lo que había entre las secuencias espaciadas del CRISPR, un hallazgo que propició e impulsó múltiples investigaciones para comprender el funcionamiento de ese sistema y poder manipularlo.
Le costó bastante, sin embargo, publicar ese artículo. El que la contribución procediera de un científico periférico, sin colaboradores internacionales de campanillas, quizá alimentó la desconfianza de grandes publicaciones científicas como Nature, que lo rechazó. En aquella época su campo de investigación era minoritario, dice Mojica, siempre comprensivo. Al final lo publicó Journal of Molecular Evolution y hoy es el tercero más citado de un medio con más de medio siglo de historia. No está mal para un científico, casado y sin hijos, que quiso volver a su tierra para continuar su carrera, también como docente, pese a la atractiva propuesta de un laboratorio de Oxford. En Alicante, considera, se vive muy bien. “No todo es ciencia”, afirma. Asegura no considerarse brillante. “Cada uno es como es y debe conocerse. El que lo hace, es feliz. En investigación, el que es brillante no necesita ser muy constante. Yo soy muy cabezota. He conocido gente excepcional, mentes privilegiadas, que luego son unos gandules. Si sabes que algo te gusta, tienes que currártelo”.
Mojica no ha dejado de hacerlo. Estudió Biología y más tarde se concentró en “los bichos que no se ven”. A principios de enero, la revista Nature Microbiology publicó su última investigación, en colaboración con otros científicos españoles, que suena tan apasionante como de ciencia ficción, al menos para los profanos. “Hemos reconstruido los antepasados del sistema CRISPR, de hasta 2.600 millones de años, y lo hemos comparado con el actual, comprobando cómo va puliéndose ese sistema inmune bacteriano cada vez más especializado para cada virus. Es alucinante”. Una investigación que ha resucitado proteínas ancestrales y que vuelve a abrir nuevas posibilidades para mejorar los sistemas de CRISPR y, por tanto, la vida, gracias a ese acrónimo que hunde sus raíces en las salinas de Santa Pola, cerca de su ciudad natal.
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