La siesta: tiempo contra el capitalismo

El autor del ensayo ‘El don de la siesta’ ensalza el descanso como fuga del sistema, como refugio de la actualidad, como disidencia y espacio propio conquistado. Una reivindicación de la cabezada en una época en la que perder el tiempo es sinónimo de perder dinero

YIME IS GREAT

“Una empresa ofrece 1.500 dólares por dormir la siesta”. El anuncio de trabajo se viralizó hace un par de meses. Eachnight, una web especializada en análisis del sueño, lanzó una campaña internacional para contratar a cinco “evaluadores de siesta” (nap reviewers) que participarían en un estudio sobre los pros y los contras de esa costumbre tan denostada como practicada. Lo que se requería era fácil y atractivo: dormir la siesta todos los días durante un mes y responder cada tarde a una videollamada para comentar las impresiones y sensaciones después de los 30 minutos de experiencia —esa...

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“Una empresa ofrece 1.500 dólares por dormir la siesta”. El anuncio de trabajo se viralizó hace un par de meses. Eachnight, una web especializada en análisis del sueño, lanzó una campaña internacional para contratar a cinco “evaluadores de siesta” (nap reviewers) que participarían en un estudio sobre los pros y los contras de esa costumbre tan denostada como practicada. Lo que se requería era fácil y atractivo: dormir la siesta todos los días durante un mes y responder cada tarde a una videollamada para comentar las impresiones y sensaciones después de los 30 minutos de experiencia —esa era la duración promedio del sueño—.

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La noticia se extendió rápidamente por todos los medios y, como no podía ser de otro modo, en España acabó trasladándole hacia el terreno del humor y la chanza. En un momento del programa Late Motiv, Andreu Buenafuente, conocido siestero, interrumpió su monólogo para salir a “echar el currículo” en la empresa y presentar su candidatura al trabajo. No sé si finalmente Andreu llegó a inscribirse para el estudio. Pero su acción me inspiró y esa misma noche no pude evitar la tentación de entrar en la página web y presentar mi solicitud. El formulario era sencillo. Solo se requería disponibilidad para dormir la siesta durante 30 días y contestar a una sencilla pregunta: “¿Por qué piensas que serías un excelente crítico de siestas?”. Con cierta arrogancia, yo respondí que acababa de publicar un libro sobre el arte de la siesta y que la dormía diariamente con placer y devoción, que era un teórico y un practicante. Un amateur, escribí, en el sentido literal de la palabra —un amante—, aunque, por mis siestas continuas de hora y media en pijama y con la persiana bajada, se me podía considerar un profesional. Más de 40 años me avalaban.

A la mañana siguiente, me desperté inquieto. Suponía que la solicitud no iría a ninguna parte y que la convocatoria, en realidad, era parte de una campaña de publicidad. Pero por un momento pensé en que realmente pudieran seleccionarme para el puesto e inmediatamente me entró el pánico. Si la siesta se convirtiera en mi trabajo, pensé, si me obligaran a dormirla, dejaría de ser ese placer que tanto había reivindicado. Y es que la siesta impuesta, la siesta como un mandato que llega desde el exterior, elimina una de las grandes virtudes de ese sueño en mitad del día: la decisión. Porque la siesta es ante todo una pausa que uno elige tomar, una interrupción placentera que se enfrenta a lo que se espera de nosotros en ese momento —que sigamos trabajando, que continuemos la jornada y no cesemos de producir—.

En el fondo, más allá de la broma, el anuncio de Eachnight tenía que ver con algo que está en la base del argumento que traté de defender en uno de los capítulos de mi pequeño libro: el proceso de capitalización al que en los últimos años está siendo sometida la siesta. Aunque pueda resultar paradójico, la siesta, esa costumbre habitualmente asociada con la pereza y la vagancia, esa práctica que, en principio, transgrede la lógica de la productividad constante, ha comenzado a integrarse poco a poco en el sistema contra el que parece atentar. Y en los últimos años se ha convertido en un imperativo de la industria del bienestar —sestear es saludable—, es una herramienta central para mejorar la productividad —sestear nos hace trabajadores más eficientes— y en un nicho de mercado del capitalismo emocional —sestear vende y genera beneficios—.

Una de las claves del supuesto estudio de Eachnight era conocer el funcionamiento de la siesta para tratar de mejorar el rendimiento, la memoria y el bienestar. La búsqueda de la siesta perfecta. Una búsqueda que no es nueva. En las últimas décadas, un gran número de investigaciones han mostrado las bondades de la siesta para la reparación de la fatiga. Según higienistas del sueño como Matthew Walker, estamos programados para dormir la siesta. Un pequeño sueño de 30 minutos al mediodía nos conecta con nuestra biología. Es saludable y necesario para nuestro bienestar. Tanto, que es recomendable hacerlo diariamente, igual que beber tres litros de agua, caminar 10.000 pasos, moderar la ingesta de carne o comer cuatro piezas de fruta. La siesta, de esta manera, ha dejado de ser algo insalubre para convertirse en un imperativo del bienestar. Una obligación moral para cuyo cumplimiento preciso esta web nos “ayuda” ofreciéndonos reseñas de los mejores colchones, almohadas o somníferos naturales. Un claro ejemplo de eso que Darian Leader denominó “el negocio del sueño”.

Por supuesto, la clave de este mandato es conseguir sujetos sanos y dispuestos para trabajar. Este es quizá el giro más sorprendente de lo que ha sucedido con la siesta en los últimos años: su integración en la lógica capitalista. Gracias a estos estudios, se ha demostrado que, después de una siesta, cuerpo y mente son más productivos, de modo que una creciente cantidad de empresas han comenzado a programar periodos de recarga de sus empleados. Siestas energéticas (power naps) que reinician el organismo y recargan las baterías del trabajador para continuar con su jornada laboral. El descanso, entonces, ya no es nunca más tiempo perdido, sino tiempo empleado, previsto, productivizado.

Un empleado de Huawei mira un programa en su móvil mientras descansa en su cubículo, en Shenzhen, China, el 12 de abril de 2019.Getty Images/KevinFrayer

Frente a esta capitalización de la siesta y su integración en las lógicas productivas, en mi pequeño ensayo traté de defender la siesta como un acto de resistencia. Resistencia a la productividad y también resistencia a la consideración del cuerpo como máquina, el cuerpo que puede ser recargado y el cuerpo que requiere de un mantenimiento como si fuera un engendro mecánico. La siesta que defiendo es una práctica hedonista que no queda bien en cámara. La siesta de baba y barriga colgandera. La siesta del sudor y el ventilador. La siesta del olor a sobaco. La siesta que nos conecta con el cuerpo real. La siesta como un acto de abandono. No la siesta healthy del imperativo del bienestar. No la siesta integrada en las lógicas de producción. No la siesta capitalizada y convertida en marca y mercancía. Sino la siesta como interrupción de un tiempo acelerado. La siesta como parada, como freno. Y en todo momento, la siesta como decisión. Como puesta en juego de un tiempo propio diferente al tiempo previsto por el sistema. La siesta como acto impredecible.

En su magnífico ensayo Las videntes. Imágenes en la era de la predicción, Jorge Luis Marzo ha observado cómo, en nuestra sociedad, los algoritmos han culminado el proceso moderno de adquisición de información y saberes acerca de los sujetos —de los cuerpos y las mentes—. Hoy todo es predecible, previsible, adivinable. Las máquinas deciden por nosotros, conocen nuestros deseos, nuestras fobias, nuestras pretensiones, nos ofrecen series, películas y canciones que nos van a gustar, productos que no sabíamos que deseábamos… Incluso configuran nuestros recuerdos. “Tal día como hoy, hace dos años…”, dice Facebook o nuestras aplicaciones fotográficas del móvil. Es la condición de eso que Slavoj Žižek denominó “sujeto interpasivo”: dejar que el otro —en este caso, el algoritmo— piense, decida, sienta…, goce por nosotros.

Para enfrentarnos a este reino de la predicción, es necesario romper la expectativa. Encontrar lo impredecible, lo imprevisible. Habitar el contratiempo, el contrasentido, el intervalo. Ser, más que nunca, intempestivo. Tal vez esa sea hoy la verdadera tarea del arte, de la literatura, del pensamiento pausado…, de todas las tácticas de hackeo del preprograma neoliberal. Y ese es también el papel de la siesta en la era del descanso capitalizado. Volverse intempestiva, improcendente, excesiva. Ese era el verdadero significado del término “don” en El don de la siesta: el don en el sentido explorado por Marcel Mauss y especialmente por Georges Bataille. Un gasto improductivo que sobrepasa al sistema y que rompe lo predecible, un exceso que no puede ser cuantificado ni normalizado, una acción que no puede ser integrada ni metabolizada en su totalidad.

Esa es la siesta que es necesario defender en esta sociedad vidente. La siesta como acto excesivo. La siesta como tiempo perdido en una época en la que perder tiempo es sinónimo de perder dinero. La siesta como una renuncia a la ganancia. La siesta como gasto sin fin. Sin más fin que el placer puro, que la detención y la interrupción de un tiempo que nos devora. La siesta como fuga del sistema, como cesura y escape de las exigencias del mundo exterior. La siesta como refugio de la luz, el ruido y la actualidad. La siesta como so(m)bra. Como resto y oscuridad. La siesta como disidencia. La siesta, en fin, como tiempo propio conquistado.

Miguel Ángel Hernández es escritor y profesor de Historia del Arte e la Universidad de Murcia. En octubre publicó ‘El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo’, de editorial Anagrama.

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