En el nombre de la ley
Algunas normas llevan el apellido de su impulsor como si los demás hubieran cedido ante él para no discutir
Casi nadie sabe a quiénes se deben el Código Civil o la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Eso sólo lo manejan los especialistas, y si acaso ya se enterarán también los concejales que decidan otorgar a tan insignes legisladores la denominación de alguna calle.
Otras leyes, en cambio, reciben en los medios informativos un nombre de persona, como si el texto hubiese salido adelante por la obstinación de alguien a quien los demás hubieran dejado por imposible para no discutir, y así vivir más años.
Tal vez haya ocurrido eso alguna vez; no sé, quizás con la ley Corcuera (1992), q...
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Casi nadie sabe a quiénes se deben el Código Civil o la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Eso sólo lo manejan los especialistas, y si acaso ya se enterarán también los concejales que decidan otorgar a tan insignes legisladores la denominación de alguna calle.
Otras leyes, en cambio, reciben en los medios informativos un nombre de persona, como si el texto hubiese salido adelante por la obstinación de alguien a quien los demás hubieran dejado por imposible para no discutir, y así vivir más años.
Tal vez haya ocurrido eso alguna vez; no sé, quizás con la ley Corcuera (1992), que tuvo dos nombres: el formado con el apellido del ministro socialista y el constituido por la expresión “de la patada en la puerta”, porque permitía que la policía entrara en los domicilios sospechosos con cierto relajo de los requisitos; licencia que más tarde sería echada abajo (como la puerta) por el Tribunal Constitucional.
En los años ochenta, el ultraderechista Blas Piñar quitaba importancia a ser el único diputado de su partido: “Dios y yo”, proclamó, “mayoría absoluta”. Pues eso: que algunas leyes parecen aprobadas por la mayoría absoluta de su promotor.
Bueno, en el caso concreto de la estadounidense ley Helms-Burton eran dos. Entre el republicano Jesse Helms y el demócrata Dan Burton impulsaron en 1996 el endurecimiento del embargo a Cuba, que Donald Trump se encargaría de reforzar mucho tiempo después por si acaso se le escapaba algún tomate.
Pero debemos distinguir tres tipos de leyes con apellidos.
En primer lugar, las de impulsores políticos; como el decreto Boyer (1985, sobre alquileres), la ley Borrell (1994, sobre lo mismo), la ley Sinde (2011, sobre pirateo en la Red), los presupuestos de Montoro (2018, todavía en vigor), la ley Wert (2012) y la ley Celaá (2020; estas dos últimas sobre enseñanza). Por lo común, la misma presencia del nombre constituye ya una acusación contra el autor: “Esta es la ley que hizo Celaá, no se olviden”. Y los otros responderán: “Pues anda, que la que hizo Wert…”.
Parece ser que hace falta un nombre expiatorio.
En otros casos, sin embargo, los apellidos se deben a individuos que, a partir de una justa reivindicación propia, inspiraron una regulación general. Ahí sigue la ley Bosman, el cambio que condujo a la libre contratación de deportistas comunitarios en los países de la Unión Europea, gracias al contencioso promovido por el futbolista belga Jean Marc Bosman (1995). También se incluye en ese capítulo la ley Rodhes, aprobada este año y denominada así en homenaje al simpático pianista que lucha frente al maltrato y los abusos contra niños; y destinada a impedirlos.
En el tercer grupo encontramos las leyes de la ciencia. Por ejemplo, las leyes de Newton (1678, sobre el movimiento), las leyes de Mendel (1865, sobre la herencia genética) o la ley de Boyle-Mariotte (1662, sobre el volumen y la presión de los gases).
Éstas las aprendíamos en el colegio, donde también imperaba otra famosa ley, aplicable cuando una pelota pasaba por encima de las tapias que delimitaban del patio de recreo. Se llamaba la ley de la botella: “el que la tira va a por ella”.
En el Parlamento, en cambio, predomina una ley muy distinta, que se aplica cuando cada uno elige para sí lo amplio y otorga al otro lo angosto: La famosa ley del embudo, que ahora mismo permite ver con lo ancho la falta de consenso de la ley Wert; y con lo estrecho, la falta de consenso de la ley Celaá. Y viceversa.