De Alcàsser a Puerto Hurraco, ni horarios ni escrúpulos: los noventa, contados por un cronista de sucesos
En ‘Memorias de un reportero indecente’ el periodista Pedro Avilés recuerda los casos más mediáticos que cubrió a lo largo de su carrera
La sangre del suelo aún no se había secado del todo. Su color, casi negro, indicaba que llevaba un tiempo allí aunque el calor de aquella localidad del interior seguía haciendo de las suyas. A él le daba igual. Su trabajo consistía en entrar en la casa, tomar todas las fotos que pudiera del crimen que se había cometido y salir pitando para contarlo. Él es Pedro Avilés (Ceuta, 65 años), uno de los últimos reporteros de sucesos que vivió de primera mano el fenómeno de las revistas de crímenes y las secciones de homicidios. Lo hiz...
La sangre del suelo aún no se había secado del todo. Su color, casi negro, indicaba que llevaba un tiempo allí aunque el calor de aquella localidad del interior seguía haciendo de las suyas. A él le daba igual. Su trabajo consistía en entrar en la casa, tomar todas las fotos que pudiera del crimen que se había cometido y salir pitando para contarlo. Él es Pedro Avilés (Ceuta, 65 años), uno de los últimos reporteros de sucesos que vivió de primera mano el fenómeno de las revistas de crímenes y las secciones de homicidios. Lo hizo en las páginas de El Caso e Interviú, a finales de los años ochenta y durante toda la década de los noventa, viajando por lo que en aquella época ya comenzaba a ser la España vacía. Pueblos, barrios marginales y descampados al otro lado de la carretera que marcaron una manera de ver y contar nuestro país. Una forma, a pesar de todo, menos truculenta de lo que pudiera pensarse. “El suceso no necesita de espectáculo”, sentencia Avilés, en conversación telefónica desde una aldea leonesa donde ahora cuida de su hermana.
Su historia, que es también la del periodismo de investigación y la de una España que comenzaba a abrir los ojos a Europa, es relatada en Memorias de un reportero indecente (Muddy Waters Books). Uno de esos relatos anclado con chinchetas a un pasado que ya nunca volverá. Cargado de una enorme dosis de humor negro, una pizca de castiza picaresca y una cantidad ingente de muertos. “Habré hecho unos mil muertos en los 17 años que trabajé en el sector”, confiesa este periodista emigrado a los tres años a Madrid –a la zona del Puente de Segovia–, de donde no se despegaría hasta independizarse y comenzar a trabajar en el ecosistema reporteril de la capital.
Últimos años de ‘El Caso’
La redacción de El Caso se encontraba en el primer piso de un antiguo edificio de la calle Covarrubias. Allí todo tenía una patina de película de cine negro: un ascensor Art Déco, maquinas de escribir Remington y Underwood, escritorios de madera desgastada, olor a tabaco y el constante sonido del teletipo y el teléfono. Allí, en 1987, comenzaría a trabajar Avilés. “El Caso tenía fama de sensacionalista, pero en cuanto entré me di cuenta de que lo que veía estaba más cercano al periodismo de investigación que a cualquier otra cosa. Los reporteros podíamos viajar cada semana a un rincón diferente del país y hacer nuestros reportajes con dinero y medios”, recuerda. A su lado estaba José Montoro, otro gacetillero de altura con el que contaría muertes, crímenes y sucesos como el de Taliga, donde un chico esquizofrénico de 24 años le cortó la cabeza a otro de diez, la arrojó a la chimenea, la partió por la mitad con unas tenazas y se comió parte de sus sesos.
El trabajo de Avilés y Montoro consistía en llegar al lugar, hablar con familiares, conseguir fotografías de los implicados y regresar con el material a la ciudad. Para ello se introducían en velatorios —donde distraían a parientes para tomar instantáneas de los fallecidos—, se colaban en casas precintadas para revolver entre cajones y encontrar detalles de los muertos que pudieran ilustrar el reportaje, o, directamente acudían al Anatómico Forense y sobornaban por cinco mil pesetas a Cuasimodo, uno de los empleados que les abría la puerta metálica de la nevera donde estaba el cadáver que iban a fotografiar. “Un buen reportero de sucesos no debe tener escrúpulos”, aduce.
El libro describe un modus operandi que haría palidecer el libro de estilo de cualquier publicación generalista. “La foto robada era una obligación”, admite. Eran otros tiempos, donde la relación con asesinos y víctimas era el abc del oficio. También con comisarios, policías e investigadores. “En este trabajo había veces que llegabas a saber, incluso al mismo tiempo que la policía, cuál era la identidad del asesino”. Avilés y Montoro pasaron tres años en El Caso, un doctorado en toda regla en lo que era periodismo de investigación a pie de calle. “La picaresca y el talento se combinaban como la ginebra y el Martini seco, un cóctel bien agitado para que los lectores pudieran tragárselo de un golpe y pedir otro”, escribió Montero Glez sobre el magistral estilo de estos dos periodistas.
Sexo, sucesos y escándalos
“Interviú fue una escuela de periodismo de reporterismo de investigación y que con otros pocos medios, junto a Cambio 16 y EL PAÍS, desde luego, modernizó el periodismo español tras la muerte del dictador”, recuerda Ignacio Fontes, coautor de El parlamento de papel: Las revistas españolas en la transición democrática y director de Interviú cuando Aviles y Montoro entran a formar parte de la redacción, además de responsable del maravilloso prólogo del libro. Ahí, Fontes describe los ingredientes fundacionales del semanario creado por Antonio Asensio: sexo, sucesos y escándalos. “Lo que ocurrió es que quienes lo hicieron eran periodistas jóvenes, antifranquistas y cultos y, salvo el sexo, que era igual de desconocido para todos, los sucesos eran crónicas de la sociedad y los escándalos, la basura franquista que nos anegaba y en la que chapoteaban alegremente las clases política y económica emergentes”.
Los antecedentes de Montoro y Avilés se foguearon en las mismas páginas que ellos. En El Caso e Interviú firmaban las mejores historias de crímenes Margarita Landi y Pedro Costa. Fontes, que trató a los dos, dibujaba su método de diferente forma: “El muerto era el mismo para todos, pero, claro, había matices. Margarita Landi fue una reportera de sucesos oficialista, partidaria de la ley y el orden: los policías la llamaban, cariñosamente, Inspector Pepito; sus reportajes eran espejo de sus fuentes, las policiales, eso sí, escritos con una gracia inigualable”. Pedro Costa, por el contrario, había bebido de la novela negra clásica norteamericana, de escritores como Dashiel Hammet y Raymond Chandler, donde se criticaba la sociedad a través de los crímenes. “Hasta tal punto en el caso de Pedro que acaso sus mejores reportajes de sucesos fueron las crónicas del juicio de Burgos —celebrado en diciembre de 1970 contra 16 asesinos etarras— que publicó en El Caso”.
Fontes añade a esta lista a dos periodistas de EL PAÍS que se acercaron al universo de los sucesos de una forma radicalmente novedosa, ágil y diferente. “Juan Villlarín, que venía del diario Madrid —como muchos otros fundadores del periódico—, escribía sus reportajes como si utilizara una cámara fotográfica en vez de la tartamuda, una máquina de escribir; y Julio César Iglesias, cuyas crónicas eran relatos escritos por los ángeles de la literatura, la buena”.
Avilés y Montoro rompieron aquellos convencionalismos y se acercaron al nuevo periodismo imperante, pero siempre siguiendo unas reglas establecidas. “Nuestra influencia estaba en aquellos textos que venían de Estados Unidos y del periodismo gonzo [firmados por Hunter S. Thompson o Tom Wolfe]. Aunque nosotros teníamos muy claro que escribíamos para un lector español y dentro de una revista como era Interviú, donde no podíamos tampoco romper un estilo”, detalla Avilés, entre cauto y descriptivo. Su obra periodística en Interviú da comienzo con el Crimen de Puerto H
y no baja de nivel en las semanas, meses y años siguientes. Hay prostitución, hay mafias, y hay hasta reporterismo de guerra. Las virtudes de Montoro y Avilés –recordemos, siempre inseparables– estaba tanto en aquello que se intuía en el paisaje que les rodeaba, como en la forma en la que llegaban a esa información.
En el crimen de la familia Izquierdo, por ejemplo, entraron en el velatorio, entrevistaron a todo el que puedieron e incluso acudieron a la casa de una de las vecinas, donde fueron sorprendidos por el hijo de la dueña y retenidos en la cocina hasta que llegó la Guardia Civil. Las anécdotas y los modos de hacer de un reporterismo donde primaba la investigación y la chanza, por encima del morbo, desfilan por las más de doscientas páginas de Memorias de un reportero indecente.
De Valencia a Yugoslavia
Siete años pasaron como redactores en plantilla de Interviú, incluidas unas vacaciones en octubre de 1991 en la guerra entre croatas y yugoslavos, con un cameo de Arturo Pérez-Reverte. “El director de aquel entonces era Paco Mora. Nos dejó cubrir aquello si hacíamos un completo reportaje a la recién elegida Miss Yugoslavia”, indica Avilés, que viajaría con Montoro a los frentes de Vukovar y toda la provincia de Vojvodina. Explosiones de mortero, ráfagas de ametralladora, obuses y disparos de armas ligeras se entremezclan con entrevistas a guerrilleros entre cascotes, piedras y polvo. Siempre sin perder el humor característico. “Éramos unos gilipollas workaholics [adictos al trabajo]. Solo así se explica nuestra pasión por querer ir a Yugoslavia y estar en primera línea de guerra”, cuenta.
Luego vendrían los crímenes de Alcàsser o del rol, entre los más mediáticos que cubrió la pareja. “El crimen de Alcàsser fue un brutal, pero vulgar, crimen cometido por dos chorizos peligrosos y con sobrados antecedentes como fueron Antonio Anglés y Miguel Ricart”, escribe Avilés en sus memorias. En ellas también cuenta cómo se encuentra abierta la puerta de la casa de los Anglés y pilla desprevenida a la madre de estos mientras friega. La entrevista tiene lugar en un salón repleto de excrementos y meadas de perro. “El ambiente estaba realmente muy cargado”.
Sin embargo, los relatos y reflexiones que más valor tienen son aquellos centrados en casos menos famosos. También sus incursiones en poblados chabolistas y barrios marginales. Avilés y Montoro desfilaron por Las Seiscientas de Albacete, Las Tres Mil Viviendas en Sevilla, el Polígono de Almanjáyar en Granada, el Príncipe en Ceuta, los barrios chinos de Barcelona, Bilbao y Valencia o el Confital en Las Palmas de Gran Canaria. Con un estilo directo y realista, sin espectáculo. Algo que vivió posteriormente y que le hizo desertar de la profesión. “La televisión hizo que se me quitaran las ganas de seguir en el oficio”, apunta Avilés, que trabajó con Inés Ballester en Sucedió en Madrid, María Teresa Campos en Día a Día, y para Antena 3 en Sin noticias de, una versión moderna de Quién sabe dónde.
“Antes, se confiaba en nuestro criterio. Ahora eso es impensable. La confianza en los redactores comenzó a cambiar. El mundo también comenzaba a cambiar en aquel 1997”, explica con desilusión. Si se quiere continuar en la senda de lo que Avilés ha subtitulado como andanzas, tretas y algún ajuste de cuentas del periodismo de sucesos, acaba de salir publicado Departamento de homicidios (Libros del K. O.), de la periodista de ABC Cruz Morcillo, quien recoge confesiones y recuerdos de dos policías y dos guardias civiles que investigaron en primera línea algunos de los homicidios más mediáticos, trágicos y misteriosos de las últimas décadas. Su visión, de algún modo, continúa ese relato del que Avilés desertó —Morcillo entra a trabajar en ABC en 1997, el mismo año en que Avilés abandonó Interviú—. Porque, como recuerda Fontes: “Seguirá habiendo crímenes y periodistas que los cuenten: unos serán tuercebotas, como los había entonces, y otros, genios, como de los que hablamos”.
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