Excentricidad, éxito y una gran tragedia: el enigma de Mylène Farmer, la estrella más huidiza de Francia
La autora de ‘Désenchantée’, la artista que más discos ha vendido en el país galo desde los ochenta, apenas se prodiga en medios y protagoniza un fenómeno fan de culto
El pasado 30 de junio, los disturbios en Francia tuvieron una consecuencia imprevista: la cancelación de los dos conciertos previstos para ese día y el siguiente de Mylène Farmer en el Stade de France de Saint Denis, en París. Para los seguidores de la cantante francesa, una singular artista de culto cuyas giras son ambiciosas superproducciones millonarias, la noticia fue un jarro de agua fría. Especialmente porque, dadas las dimensiones del espectáculo, que incluye una complejísima arquitectura móvil en el escenario, es imposible trasladarlo a otro tipo de estadios. Debido a los mundiales de Rugby y a los Juegos Olímpicos, que se celebran en el mismo espacio, los conciertos se han pospuesto a septiembre de 2024. Y las entradas para la tercera fecha, que salieron a la venta el pasado 18 de julio, no tardaron en agotarse, como es habitual con la estrella más esquiva, polémica e indiscutible de Francia.
Mylène Farmer, que no tiene redes sociales y que siempre se ha negado a contar con página web propia –su único canal oficial son las webs de venta de entradas– es la artista que más discos ha vendido en las últimas décadas en Francia (más de 30 millones) y la que más sencillos (una veintena) ha colocado en el número 1 de las listas de éxitos de su país. Completa el aforo de giras multitudinarias en cuestión de horas: la de este verano, que se puso a la venta en octubre de 2021, ha vendido más de medio millón de entradas para trece conciertos. Son cifras que pueden resultar pequeñas si se las compara con los gigantes de la industria anglosajona (Madonna, Ed Sheeran o Elton John son los campeones en ese ámbito), pero que apenas tienen parangón en el ámbito francés y, por extensión, en el continental.
Especialmente porque Farmer, frente a otros artistas de consenso, como Étienne Daho o Françoise Hardy, es más bien una figura de culto, una suerte de estrella de masas a pesar de sí misma, una rareza difícil de clasificar. En España, por ejemplo, es conocida sobre todo de manera indirecta, a través de las versiones dance que la belga Kate Ryan hizo de dos de sus clásicos, Désenchantée y Libertine, a principios de los dos miles, y también de Alizée, una joven cantante cuya trayectoria fue concebida por ella y Laurent Boutonnat, el compositor de buena parte de sus éxitos, como una especie de versión adolescente de Farmer. Si su Moi… Lolita pegó fuerte en buena parte del mundo como un sonido refrescante, en Francia a nadie se le escapaba que aquel sonido synth pop y aquellas letras saltarinas, llenas de acertijos y juegos de palabras, eran puro divertimento farmeriano.
Farmerien. Solo los grandes tienen su propio adjetivo, y hay algo en la trayectoria de esta francesa nacida en Canadá que se resiste a ser catalogado, sin que ello impida que hayan corrido ríos de tinta sobre el asunto. Sobre Farmer, amiga de Sting y de Salman Rushdie, se han publicado decenas de libros que van desde el análisis de sus crípticas canciones y vídeos musicales hasta las interpretaciones más o menos psicoanalíticas de su universo. De ella se ha dicho que es un alto cargo de la francmasonería (o del satanismo), que vive entre tinieblas, acompañada de dos monos capuchinos (en realidad convivió durante 25 años con uno, E.T.), y alimentándose de arañas (lo cual no es verdad, aunque sus biógrafos le atribuyan una relación algo maniática con la comida).
La suya es una figura vampírica que se nutre, sobre todo, de la imagen gótica, ambigua y perturbadora que cultivó en sus primeros años. En una época en que el pop francés se nutría de melodías eufóricas como las de Jeanne Mas o Estefanía de Mónaco, las canciones de Farmer se inspiraban en citas de Edgar Allan Poe o Baudelaire, y sus vídeos, suntuosamente concebidos por su colaborador y descubridor, Laurent Boutonnat, como cintas de autor, eran cortometrajes de época de gran presupuesto, en ocasiones tan explícitos por su violencia y su carga sexual que debían programarse de madrugada.
El encuentro entre compositor y cantante se produjo del modo más trivial del mundo, en una audición organizada por el primero en busca de vocalista para una canción que había escrito. El tema en cuestión, Maman a tort (1984), es la historia de una adolescente ingresada en el hospital que se enamora de su enfermera. La cantante aún era solo Mylène Gautier; el apellido Farmer vino después, como un homenaje a Frances Farmer, la actriz de los años treinta cuya trágica vida acababa de recrear Graeme Clifford en un biopic protagonizado por Jessica Lange, Frances (1982).
En aquella prueba, Mylène cogió un micrófono por primera vez; ella siempre había querido ser actriz, no cantante. Sin embargo, su voz, dotada para los bajos graves y también para un falsete de aire infantil, encajaba a la perfección en la base electrónica de la propuesta. La fórmula cuajó. Había nacido una pareja artística. Durante tres décadas, Boutonnat componía y grababa maquetas instrumentales sobre las que Farmer escribía la letra. De ese método surgió una peculiaridad estilística: las melodías son pegadizas y rotundas, pero las letras son complicados juegos de palabras, llenos de alusiones literarias y citas poéticas, que hablan de amor, sexo, ansiedad, melancolía y muerte.
Los videoclips de esta primera década, en ocasiones de hasta 15 minutos de duración, añadieron una capa de complejidad en clave histórica. Era la época en que Michael Jackson producía audiovisuales con más presupuesto que muchas películas europeas, y Boutonnat no estaba dispuesto a ser menos. En Libertine, una especie de versión feminista y lésbica de Barry Lyndon, Farmer se convierte en una temeraria aventurera que se bate en duelo con un hombre al que ha birlado la novia. Tristana es una versión de Blancanieves con ecos incestuosos. A su vez, Sans contrefaçon emplea la metáfora de la marioneta, entre el mito de Pigmalión y el de Pinocho, para abordar la indefinición de género que la cantante experimentó durante su infancia y su adolescencia. “Me sentía entre dos sexos. No intentaba explicármelo, era así: yo era alguien indefinido“, confesó a Elle en 1989. Su propia imagen indagaba en una estética neorromántica que por aquel entonces jugaba a la androginia, y que hoy conserva parcialmente: rostro siempre pálido, cabellos color fuego y un vestuario que oscila entre el traje de espadachín y el corsé de cabaretera.
En 1991 el primer sencillo de su tercer disco desencadenó la fiebre. Era Désénchantée, en palabras de su biógrafo, Royer, “un tema que permitió que toda Francia bailara con una letra desesperada”. En el vídeo, Farmer, convertida en un andrógino agitador sindicalista en los primeros días de la Revolución Industrial, alienta una revuelta contra el trabajo infantil que acaba de un modo anticlimático: tras su liberación, los niños se pierden en una inmensidad nevada. El culto a la niñez como época romántica y dubitativa resulta llamativa en la obra de una artista que, como le confesó a la escritora belga Amélie Nothomb a mediados de los noventa, apenas tenía recuerdos precisos de antes de sus 12 años. La excepción eran sus vacaciones en Normandía, donde su abuela la inició en una de sus pasiones: visitar cementerios, que para ella siguen siendo un lugar donde “reencontrar mi centro”, explicó en televisión en 2006. Esta obsesión nunca la ha abandonado: incluso en su gira actual, el escenario se transforma momentáneamente en un camposanto como los que empleó para rodar vídeos como Regrets.
Su perfil en los medios también es atípico. Cuentan sus biógrafos que desde el inicio de su carrera tuvo claro que el modelo de fama que le interesaba era el de Greta Garbo, a quien dedicó una canción en su primer disco: nunca hablar de su vida, nunca dar explicaciones. Farmer, que afirma sentirse siempre violenta en presencia de periodistas, es poco dada a los reconocimientos institucionales. Cuando en 1988 le dieron el premio a la artista femenina del año en Les Victoires de la Musique, los galardones que concede la profesión, lo agradeció con un discurso muy frío y se negó a cantar en directo. “Son las victorias de la hipocresía”, diría más tarde sobre el ambiente tenso que percibió durante los ensayos. “Todos se odian”, declaró.
Cuando, en 2005 estos mismos galardones le concedieron un premio honorífico que reconocía sus 20 años de carrera, decidió no acudir y recordó que su último single se titulaba Fuck them all (’Que les den a todos’). Años más tarde, oficializó su rechazo a ser nominada o premiada, tal y como explicaron desde la organización. También rechazó la Legión de Honor, según afirmó Le Point. Y, a lo largo de los años, ha sido más dada a colaborar con artistas anglosajones (por ejemplo, Moby, Seal y Sting) que con franceses.
De ahí que su posición en el panorama cultural galo sea ambivalente. Por un lado, es una máquina de hacer dinero: incluso hoy, cuando los formatos físicos han sido desterrados por la mayoría de artistas, cada lanzamiento de Farmer se ramifica en un sinfín de ediciones limitadas, reediciones de discos y sencillos anteriores, nuevas remezclas y un merchandising virtualmente infinito que se agota nada más lanzarse. Es una artista muy sofisticada, autora de letras que mezclan referencias literarias con juegos de palabras, versos prestados de Reverdy o Baudelaire y auténticos jeroglíficos que sus fans tratan de descifrar. Pero su posicionamiento público, en las antípodas del intelectual orgánico francés, la expone a críticas mordaces. En parte se debe a su predicamento entre el colectivo LGTBIQ+, pero también a su imaginario gótico y a su insistencia en un repertorio temático. A lo largo de los años, sus detractores han caracterizado al público de Mylène Farmer como fundamentalmente homosexual, de provincias, con tendencias depresivas y obsesión por su ídolo.
La imagen de la “secta Farmer”, un concepto alimentado por las leyendas urbanas y desmentido por el entorno de la artista, que la describe como una persona corriente con una vida apacible y convencional, se vio espoleada por un suceso que cambió para siempre la relación de la cantante con su dimensión pública. En 1991 un fan se presentó en la sede de su discográfica pidiendo la dirección del domicilio de la artista. El recepcionista se negó a darle las señas y el hombre respondió disparándole. La muerte de aquel empleado de Polydor no solo fue un suceso macabro que, según sus biógrafos, traumatizó a la artista, que tardó más de una década en atreverse a hablar públicamente del asunto. También marcó un punto y aparte en su trayectoria, que atravesó una fase oscura en su momento de mayor éxito. La primera mitad de los noventa fueron difíciles para ella y también para su eterno colaborador, Laurent Boutonnat. El compositor y cineasta, que siempre había soñado con dirigir cine y había concebido los vídeos musicales de Farmer como preámbulos a su gran obra, estrenó en 1994 Giorgino, una película de casi tres horas de duración cuya coprotagonista era la propia cantante y que fue un batacazo sin paliativos: una película demasiado cara, que se llevó por delante los ahorros millonarios de Boutonnat y que apenas duró unas semanas en cartel.
Cuando ambos, Farmer y Boutonnat, reaparecieron en la arena pública, fue para presentar un álbum, Anamorphosée (1995), grabado en Los Ángeles y dotado de una atmósfera más ligera y luminosa. Aunque, para la artista, todo es siempre relativo: para rodar el vídeo del primer sencillo, California, el primero que no dirigiría Boutonnat, Farmer se pasó meses persiguiendo al director Abel Ferrara, que acabó aceptando cautivado tanto por la insistencia de la cantante —Ferrara no contestaba mensajes ni hablaba por teléfono, así que Farmer tuvo que viajar para reunirse con él— como, sobre todo, por el suculento cheque por rodar tres minutos de metraje.
Sin embargo, el cambio más perceptible en la trayectoria de la artista fue una transformación radical de su relación con la fama. Si hasta entonces la intérprete de Désenchantée había tenido sus más y sus menos con la prensa, desde mediados de los noventa se convirtió directamente en un jeroglífico. Empezó a denegar peticiones de entrevista y a aparecer en público solo en sus giras, para las que desarrolló un modelo de superproducción inspirado en los conciertos de Madonna y Michael Jackson. Para su gira Mylenium Tour (2000) mandó realizar reproducciones gigantes de esculturas de H. R. Giger, el artista de culto responsable del imaginario de la saga Alien. Las siguientes tournées, programadas en intervalos de tres o cuatro años en la Europa francófona (en los noventa llegó a actuar con éxito en Rusia y Alemania), han venido acompañadas por otros tantos álbumes que, hasta la década pasada, estuvieron invariablemente firmados por Boutonnat.
Solo en la última década ha empezado a trabajar con otros compositores y productores. L’Emprise (2022), su último álbum, es una colaboración con el músico francés Woodkid, famoso por sus producciones electrónicas de ecos sinfónicos y ritmos épicos. En estos últimos tiempos ha vuelto al cine, con un papel en Ghostland, de Pascal Laugier. Y, de manera paralela, un cierto reconocimiento le ha empezado a llegar por parte de una nueva generación de fans que se acercan a su música y a su obra videográfica con una mirada más desprejuiciada. Si en la edición francesa de Drag Race organizan concursos de imitaciones basados en sus looks más emblemáticos, en julio de 2022 el desfile que Olivier Rousteing presentó para la línea de alta costura de Gaultier transcurrió íntegramente al ritmo de una remezcla de Sans contrefaçon, que subrayaba la buena sintonía entre la cantante y la marca: Jean Paul Gaultier, amigo personal de la artista, ha firmado varios de sus vestuarios más memorables.
Al mismo tiempo, Les Inrockuptibles, el boletín oficioso de la industria cultural francesa, le ha dedicado un artículo que trata de explicar este fervor. Entre las voces consultadas, está la cantante Juliette Armanet, una de las últimas sensaciones del pop galo. “Mylène es LA estrella francesa. Acunó mi adolescencia y, desde entonces, planea sobre las épocas sin dejar de ser moderna”, declara en dicho artículo, donde enumera sus méritos. “Abrió debates sobre el género, la identidad y la sexualidad, tanto en sus letras como en sus investigaciones visuales, sus trajes, sus clips y su trabajo de imagen. Nos ha liberado a todos, atrayéndonos y arrastrándonos en su carrera. Su culto del misterio la convirtió en un icono absoluto. Actúa sistemáticamente como una aparición mágica”. En ese enigma sigue residiendo buena parte de su atractivo; también en su capacidad para conectar con un público que, década tras década, gira tras gira, sigue llenando estadios para presenciar sus fantasías escenográficas y corear himnos pop menos ingenuos de lo que parecen.
El pasado 14 de julio, pocos segundos después de comenzar el audiovisual que daba inicio a su concierto en Burdeos, una tormenta de verano descargó un chaparrón sobre el estadio. La cantante, que había aparecido como por arte de magia de una bandada de cuervos, saludó al público y avanzó por la pasarela en forma de cruz, cantando bajo la lluvia e ignorando la tormenta, que cesó pocos minutos después. Sin duda, una entrada en escena a la altura de lo que sus fans, cuatro décadas después de su tempestuosa irrupción en el mundo de la música, siguen esperando de ella.
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