“Un capítulo oculto de la historia de la arquitectura”: cómo se acabaron sirviendo hamburguesas en un ovni

Concebido para el consumo de una población familiar y acostumbrada al coche, el lenguaje arquitectónico Googie, lleno de reclamos para estos establecimientos, se convirtió en referente del estilo de vida estadounidense

Hermoso ejemplo de un Mcdonalds 'art deco' en Clifton Hill, Melbourne, Australia.Tim McRae (Flickr Vision)

“Jovencita, ¿cómo se llama?”. “Señora Mia Wallace”. “¿Y cómo se llama su amigo?”. “Vincent Vega”. “Bien, a ver lo que saben hacer… ¡vamos allá!”. Fuera zapatos, dentro Chuck Berry, y a bailar. Resultado: una de las escenas más memorables de la historia del cine.

Lo cierto es que el Jack Rabbit Slim’s de Pulp Fiction (1994) es un garito alucinante. Neones de colores eléctricos, un scalextric gigante, imitadores de Buddy Holly, Ma...

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“Jovencita, ¿cómo se llama?”. “Señora Mia Wallace”. “¿Y cómo se llama su amigo?”. “Vincent Vega”. “Bien, a ver lo que saben hacer… ¡vamos allá!”. Fuera zapatos, dentro Chuck Berry, y a bailar. Resultado: una de las escenas más memorables de la historia del cine.

Lo cierto es que el Jack Rabbit Slim’s de Pulp Fiction (1994) es un garito alucinante. Neones de colores eléctricos, un scalextric gigante, imitadores de Buddy Holly, Marilyn Monroe y Mamie Van Doren como camareros, y Cadillacs descapotables reconvertidos en mesas como si se tratara de una película de Elvis. Todos estos elementos configuran el paisaje perfecto para que Uma Thurman y John Travolta pidan hamburguesas “sangrientas como el infierno” y “batidos de cinco dólares” mientras hablan sobre silencios incómodos, masajes en los pies o el piloto de una serie, Bella Fuerza Cinco, que unos años después se concretaría en Kill Bill (2003).

Como es habitual en el cine, nada de lo que vemos en pantalla es real. O casi nada. Los exteriores del Jack Rabbit Slim’s pertenecían a la Grand Central Bowl, una bolera y cafetería construida en 1959 en Glendale que en la actualidad pertenece al campus del Walt Disney Imagineering. El interior, sin embargo, se rodó en un decorado construido en un almacén de Culver City en el que Quentin Tarantino armó un gran ejercicio de nostalgia que rendía homenaje a uno de los estilos más divertidos –y también más infravalorados– de la arquitectura del siglo XX: el Googie.

El crítico de arquitectura Douglas Haskell acuñó el término en 1952, después de un paseo en coche por Sunset Boulevard en el que se encontró con la cafetería Googie’s, proyectada por John Lautner en 1949. Lugar de reunión de estrellas de Hollywood como James Dean, Natalie Wood, Lee Marvin y Steve McQueen, aquel lugar no tenía, en principio, nada excepcional. De hecho, no era más que uno de los miles de establecimientos que se construirían en el sur de California entre el final de la Segunda Guerra Mundial y mediados de la década de 1960 para satisfacer a una población anestesiada por el consumismo capitalista que no entendía –ni podía– moverse de otra manera que no fuera en coche. Los propietarios de gasolineras, moteles, supermercados, boleras, salas de cine, cafeterías y restaurantes concebidos para estar abiertos 24 horas al día apostaron por un lenguaje arquitectónico atrevido, y cuajaron Los Ángeles de edificios pequeños acompañados de carteles luminosos colosales cuyo único propósito era captar la atención de los posibles clientes que pasaban a toda velocidad por las grandes avenidas comerciales californianas.

Una mujer camina frente a Googies Coffee Shop en Los Ángeles en 1954.Michael Ochs Archives (Getty Images)

Fieles adeptos al optimismo tecnológico de posguerra, los arquitectos del Googie experimentaron con los materiales y sistemas técnicos más innovadores del momento. Poseían un dominio audaz del cálculo estructural, tal como demuestran las enormes cubiertas en voladizo que parecen desafiar las leyes de la gravedad, así como un buen gusto innato que plasmaban en composiciones de colores y texturas en las que todos los materiales tenían cabida: aplacados de piedra, gigantescos paños de vidrio de suelo a techo, alicatados cerámicos decorados, y plásticos y neones de todas las formas imaginables.

En clara sintonía con la cultura de diseño de la Era Espacial, aquella arquitectura, descarada, sexy y aerodinámica, “viola medio siglo de cánones modernos con un brío que exasperaría al mismísimo Mies van del Rohe”, escribió Tom Wolfe en 1969. Sus arquitectos no participaban en el debate intelectual que se libraba en museos y universidades de Europa y la Ivy League. Preferían los tebeos de Flash Gordon. Y no les iba nada mal. Eldon Davis, responsable junto a su socio Louis Armét de la construcción de más de cuatro mil coffee shops entre pequeños establecimientos en el sur de California y prototipos para franquicias como Denny’s, sintetizaba con cándida humildad en una entrevista a Los Angeles Times su principal motivación para proyectar arquitectura: “Nuestro objetivo era vender más hamburguesas”.

El espectacular letrero luminoso del Mels Drive-In en Hollywood.PG/Bauer-Griffin (GC Images)

El Googie transformó para siempre el paisaje urbano de las ciudades de California y, a continuación, del resto de los Estados Unidos. Su popularidad desbordó las fronteras yankis gracias a una exposición mediática que ha contribuido significativamente a perpetuar el mito arquitectónico. Antes que Tarantino, los dibujos de Los Supersónicos, Grease (Randal Kleiser, 1978), Peggy Sue se casó (Francis Ford Coppola, 1986) o American Graffiti (George Lucas, 1973), con el extraordinario Mel’s Drive-in como lugar de encuentro de sus personajes, han utilizado la arquitectura Googie como escenario de historias de urgencia juvenil que huelen a gasolina y gomina y suenan a rock & roll. Incluso esa alegoría andante del Englishness llamada Noel Gallagher se rindió a los encantos del Googie para la portada del álbum debut homónimo de su banda Noel Gallagher’s High Flying Birds, en el que posaba junto a la gasolinera Union 76 (Beverly Hills, 1965), de Gin Wong.

I’m lovin’ it: de California al mundo

“En mi primera semana de viaje por Panamá, esos arcos dorados eran lo último que quería ver”, cuenta Annie Schentag, historiadora de la School of Architecture and Planning de la University at Buffalo, con respecto a un reciente periplo por el país centroamericano. “Buscaba la verdadera arquitectura panameña, un paisaje local mítico. No la arquitectura del imperialismo estadounidense”.

El relato de cómo una humilde hamburguesería en San Bernardino (California) se acabó transformando en la más exitosa franquicia de restaurantes de comida rápida se ha contado en numerosas ocasiones. La empresa fue creada por los hermanos Richard y Maurice McDonald en 1940, aunque no fue hasta unos años más tarde que implementaron un innovador sistema de estandarización de sus operaciones que les permitía ofrecer un servicio ultra veloz. En 1954 un avispado vendedor ambulante con mucha agilidad para los negocios y pocos escrúpulos llamado Ray Kroc se unió a la empresa y lo que vino después, como suele decirse, es historia. McDonald’s hoy está presente en 119 países con un total de 40.031 restaurantes abiertos, según los datos publicados por la compañía en 2021, y su reconocible logotipo dorado, como observaba con cierta frustración la profesora Schentag, se encuentra en todo el planeta.

El McDonald's de Downey, California, el más antiguo del mundo aún operativo y que abrió sus puertas en 1953.Allard Schager (Flickr Vision)

El local más antiguo todavía en funcionamiento está en Downey, una localidad situada estratégicamente a medio camino entre Los Ángeles y Disneyland. Fue el tercer restaurante de la cadena, abrió en agosto de 1953 y hoy se conserva prácticamente igual que en su estado original. Es un edificio sencillo, muy pequeño, que despliega todos los rasgos típicos del Googie: el descomunal cartel visible desde la carretera a varios cientos de metros; la cubierta inclinada sostenida con dos arcos dorados marca de la casa; el gran frente acristalado que permite a los clientes observar desde fuera cómo preparan su comida dentro; el alicatado de piezas cerámicas en franjas horizontales blancas y rojas; y luces. Muchas luces. Todo está iluminado con neones y fluorescentes: los arcos dorados, el borde perimetral de la cubierta y el gran cartel junto a la carretera. Por la noche, esta pequeña hamburguesería es, simple y llanamente, espectacular.

En su cruzada de expansión internacional, los directivos de la empresa pronto se dieron cuenta de que, si bien el producto podía exportarse con mínimas variaciones –existen híbridos como la McLobster canadiense o la Teriyaki McBurguer japonesa, se ofrecen McShawarma y McKebab en Israel, y el Big Mac se denomina Maharajá Mac en la India–, debían de ser algo más flexibles respecto al tipo arquitectónico. Al fin y al cabo, su restaurante clásico responde a la organización territorial dispersa y al incuestionable culto al coche que vertebran los Estados Unidos. A veces, este modelo drive-in puede replicarse –lo vemos en los extrarradios de todas nuestras ciudades–; otras veces, no.

En un momento en el que las grandes franquicias toman las calles comerciales de todas las ciudades del mundo hasta el punto de que apenas podemos diferenciar las unas de las otras, sorprende –y hasta satisface– toparse con un McDonald’s ocupando una delicada construcción art decó de 1938 en Melbourne, una mansión colonial de estilo Nueva Inglaterra de mediados del siglo XIX en Freeport (Maine), o un local ornamentado con ventanas y paneles de madera al estilo tradicional chino en Funzhou (China).

El célebre cartel del McDonald's de Downey (California), el más antiguo de la cadena todavía en funcionamiento desde su apertura en 1953.David McNew (Getty Images)
Restaurante McDonalds en Roswell, Nuevo México, en forma de platillo volante. Alamy Stock Photo

Los hay realmente elegantes, como la cajita de vidrio –que deja ver la escalera de caracol más bonita que se haya podido ver en un restaurante de comida rápida– proyectada por Mei Architects en Rotterdam, y también excesos kitsch como el restaurante con forma de envoltorio de Happy Meal en Guatemala. Hay un McDonald’s con forma de pirámide en un balneario del Mar Muerto en el desierto de Judea, uno que parece un platillo volante en una ciudad obsesionada por los ovnis en Nuevo México y otro en un avión Douglas DC-3 en Nueva Zelanda. La cuenta de Twitter nonstandard mcdonald’s recoge cientos de ejemplos inolvidables.

Arquitectura cool en peligro de extinción

La deriva actual de toma de conciencia con respecto al impacto que la comida rápida causa tanto en la salud de las personas como en la del planeta ha puesto el ojo en estas empresas. McDonald’s está respondiendo a esta crisis con un cambio de imagen que les ha conducido a replantear sus envases –diseños mucho más sencillos, guiños a los ingredientes, colores llamativos– en busca de una proyección más sofisticada y saludable. “Por eso en Europa la identidad corporativa pasó a ser de color verde, sustituyendo al rojo que sí se mantuvo en Estados Unidos. Y lo mismo con los restaurantes”, señalaba a ICON Design Fernando de Córdoba, estratega de marca, contenidos y narrativa. “Dejaron de ser el comedor escolar con paredes prefabricadas, y empezaron a llenarse de madera y materiales naturales”.

Desafortunadamente, estas operaciones de homogeneización a golpe de greenwashing constituyen una amenaza para la supervivencia de la arquitectura Googie. Los neones y el American way of life que simbolizan estas construcciones de carretera ya no molan. Este cambio de paradigma deja sin aliados a un estilo arquitectónico que, a pesar de su gran aceptación entre la clase popular, siempre ha sufrido el desprecio de la crítica especializada y de gran parte de la profesión. Es “un capítulo oculto de la historia de la arquitectura”, denuncia Alan Hess, arquitecto, historiador, conservador y autor de los libros de investigación más importantes sobre el tema. Su conocimiento le ha servido para llevar a cabo campañas de salvación y proyectos de restauración de algunas de las cafeterías más icónicas del Googie californiano.

El increíble letrero del restaurante Norms, de Los Ángeles.Kari Rene Hall (Los Angeles Times via Getty Imag)

Sin embargo, apenas un puñado de estos locales gozan de cierto grado de protección. Por ejemplo, el coffee shop Norm’s La Cienega, con su preciosa cubierta retroiluminada con forma de diamante, fue incluido en el registro de monumentos históricos de Los Ángeles en 2015, y solamente después de que otros restaurantes de la franquicia en Santa Mónica y Westwood cerraran y fueran demolidos. Una vez más, las instituciones responsables de la gestión y protección del patrimonio arquitectónico contemporáneo fallaron; una historia triste que se repite en demasiadas ocasiones.

Puede que a este lado del Atlántico ya hayamos aprendido lo que es “un cuarto de libra con queso”. También que al otro lado ya sepan qué es “el Royale con queso” que tanta gracia les hacía a Vincent Vega y a Jules Winnfield. Pero unos y otros todavía tenemos pendiente aprender a cuidar los edificios que cuentan nuestra historia reciente. A veces no son ni museos, ni palacios, ni bibliotecas. Pueden ser pequeñas cafeterías de carretera. Y es que, como dijo Steven Izenour –coautor junto a Robert Venturi y Denise Scott Brown del gran manifiesto posmoderno Learning from Las Vegas– “los edificios ordinarios también pueden ser extraordinarios”.

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