Théo Mercier, el artista que explora la posibilidad de supervivencia al apocalipsis: “Vivimos el final, pero también el comienzo de un nuevo día”
A sus 41 años, el francés es un nombre consolidado que ha atravesado las modas sin traicionarse a sí mismo. Su agenda, llena, confirma su posición como uno los creadores europeos más singulares de su generación
Si no fuera por sus tatuajes —el que lleva plantado en medio del cuello reza “sentimental”—, Théo Mercier podría pasar por un bello poeta salido del París decimonónico. En su porte hay una melancolía romántica que contrasta con la crudeza de una obra guiada por la idea de un apocalipsis suave, de un fin del mundo silencioso, al que tal vez ya asistamos sin darnos cuenta. El artista nos recibe al final del verano en su estudio, no muy lejos del cementerio de Père Lachaise. El espacio, diáfano y depurado, parece más una galería de arte que un taller: las paredes blancas, los suelos de cemento pulido y las largas mesas de trabajo revelan un orden casi quirúrgico. En estanterías minimalistas se alinean esculturas, fósiles, piedras, conchas, fragmentos de cerámica y otras reliquias encontradas en mercados o montañas. La luz que entra por los ventanales se posa sobre cada superficie, dibujando las grietas y relieves, revelando la textura de las cosas, la historia que se esconde en cada objeto.
Estamos en tiempo de descuento para el otoño y a Mercier no le sobran las horas, aunque se muestre afable y disponible: acaba de tener un bebé y debe marcharse en breve hacia Riad, donde prepara una obra monumental en pleno desierto saudí, sobre un terreno de 2.000 metros cuadrados, quizá el proyecto más ambicioso y exigente de su carrera. A nuestro alrededor, detectamos un sinfín de caracoles modelados y pintados a mano. Forman parte de su nueva exposición, I Swallow Your Tears, que presentó en la galería Mor Charpentier de París hasta hace pocas semanas. En ella reúne una veintena de bustos invadidos por un ejército paciente de moluscos. La instalación parece un diálogo entre estratos temporales: esculturas procedentes de distintas culturas, épocas y materiales, cubiertas de esos lentos animales como si quisieran devolverles la vida, como si se posaran sobre la piedra y la madera hasta lograr despertarlas. Mercier los observa fascinado. “Lo que me interesa de los caracoles es su condición de viajeros a través de los siglos. Desde hace 500 millones de años, es una de las pocas especies que no han cambiado. Es un animal que solo puede moverse hacia adelante. Su constancia me conmueve”, explica. Para el artista, el caracol encarna una ambigüedad interesante: puede devorar, pero también curar: “Los caracoles son depredadores, pero también agentes cicatrizantes”. Esta serie de esculturas se convierte así en una metáfora condensada de toda la obra de Mercier, situada entre la ruina y la regeneración, en ese diálogo entre lo vivo y lo inerte en el que siempre late una poética de la reparación y una reflexión sobre la necesidad de sobrevivir en un mundo que parece condenado a desaparecer.
El artista es un producto puramente parisiense. Mercier, de 41 años, creció en el barrio de Montmartre, en un ambiente bohemio. Su padre trabajaba como decorador de cine y su madre era dueña de una tienda de ropa de segunda mano. De ellos heredó la sensibilidad por los objetos, la intuición para ver en los materiales antiguos una vida secreta. Estudió diseño industrial y realizó sus primeras prácticas en Nueva York, en el estudio del artista Matthew Barney. Después trabajó con el diseñador Bernhard Willhelm en el Berlín de todos los excesos, ya entonces en proceso acelerado de gentrificación. Más tarde se instaló en México, donde descubrió la cerámica y la talla en madera. Hoy reparte su tiempo entre París y Marsella, donde acaba de ser nombrado artista invitado del Ballet National de Marseille junto al aplaudido colectivo (La)Horde, prolongando su exploración híbrida de los géneros artísticos, entre la escultura, la instalación, el teatro, la danza y la performance.
Su trayectoria es el reflejo de un vaivén constante entre geografías, materiales y disciplinas. Influido por el teatro visionario de Romeo Castellucci y por pensadores como Emanuele Coccia y Donna Haraway, Mercier se sitúa deliberadamente en esa franja inquietante donde los límites se desdibujan. “El trabajo de un artista no es el mismo en un escenario que en un museo. Y precisamente en esa frontera es donde me quiero situar”, dice. Desde hace más de una década, su investigación gira en torno al punto de contacto entre el cubo blanco del museo y la caja negra del teatro, donde la escultura cobra movimiento y el escenario congela el pulso de la vida. Mercier despuntó al principio de su veintena y hoy es un nombre consolidado que ha atravesado las modas sin traicionarse a sí mismo. Sus obras suelen servirse de materias poco nobles: restos y residuos, símbolos de un mundo erosionado y abocado a un final inexorable. “Me alimento del mundo en el que vivo, que es, al fin y al cabo, un mundo en ruinas. Pero intento situarme en un lugar que no dramatice ante el desastre, y ofrecer una mirada poética sobre el estado de las cosas”. En instalaciones recientes como Outremonde, Mirrorscape o Skinless, Mercier convierte esas ruinas en hipótesis de renacimiento. Sus paisajes, hechos de arena, piedra o basura, no anuncian el apocalipsis, sino la posibilidad de supervivencia. Para él, el fin del mundo no será una catástrofe, sino una mutación necesaria. “Vivimos el final de algo, pero también el comienzo de un nuevo día. El lugar del final también puede ser un lugar de futuro”.
Tras presentar una de sus piezas en los Teatros del Canal de Madrid el pasado junio, Mercier vuelve a los escenarios con Radio Vinci Park, dentro del Festival de Otoño de París, al tiempo que expone una monumental instalación en Tasmania. En 2026, entre otros proyectos, protagonizará una muestra individual en Ciudad de México. Su agenda está llena, lo que confirma su posición como uno los creadores europeos más singulares de su generación. Y también la importancia de la idea que atraviesa toda su obra: incluso entre los escombros, hasta cuando está hecho de podredumbre y desecho, el arte conserva la capacidad de transmitir un ápice de belleza y de esperanza. Nada menos.