La tranquilizadora sensación de formar parte de algo
El documental de Laura Poitras ‘La belleza y el dolor’ retrata el paso de la artista Nan Goldin del sufrimiento propio a la lucha contra una injusticia colectiva
Dos de las vías para acceder al conocimiento parecen contrapuestas. La primera es el entusiasmo. No vale decir la curiosidad o la sorpresa, tampoco la suerte, porque ninguna de ellas requiere constancia. El entusiasmo se construye. Y por eso puede encarnarse. Entusiasmarse es estar habitado por un momento divino.
La otra vía de conocimiento es casi opuesta. Indaga en el interior. Tiene origen en un dolor abismal. El amor colma y calma. El dolor vacía, destroza. Por eso el dolor es lo contrario al amor. Y al goce. Contrariamente a la construcción del entusiasmo, pasar de un abismo al des...
Dos de las vías para acceder al conocimiento parecen contrapuestas. La primera es el entusiasmo. No vale decir la curiosidad o la sorpresa, tampoco la suerte, porque ninguna de ellas requiere constancia. El entusiasmo se construye. Y por eso puede encarnarse. Entusiasmarse es estar habitado por un momento divino.
La otra vía de conocimiento es casi opuesta. Indaga en el interior. Tiene origen en un dolor abismal. El amor colma y calma. El dolor vacía, destroza. Por eso el dolor es lo contrario al amor. Y al goce. Contrariamente a la construcción del entusiasmo, pasar de un abismo al descubrimiento es un proceso más lento que esforzado. Requiere más tiempo que voluntad. Exige una paciencia humilde: mantenerse, no hacer nada.
Joseph Conrad lo advirtió en El corazón de las tinieblas: “Lo más que puedes esperar es algún conocimiento sobre ti mismo que llega demasiado tarde: una cosecha inextinguible de arrepentimiento”. Paradójicamente, la conciencia del dolor que destroza llega cuando este deja de doler. Llegar a ver es tomar conciencia: saber mirar más allá de uno mismo.
En En busca del tiempo perdido, Marcel Proust escribió que los lugares fijos debemos buscarlos en nosotros mismos. ¿Por qué? Porque “lo desconocido en la vida de los seres humanos es como lo desconocido en la naturaleza. Cada descubrimiento suma conocimiento, pero no anula lo conocido”. Cada persona es a la vez un conjunto de células y una tarea a realizar. Reconocerse como un organismo que forma parte de otro mayor infunde la tranquilizadora sensación de formar parte de algo. ¿No será eso? ¿Nos pasamos la vida anhelando algo que está escrito en las células?
Salir de uno mismo y reconocerse parte de algo es un clásico del renacimiento personal. Y, ojo, también de la historia de las sectas. La clave está en asegurarse de dónde se parte: no se llega a ningún sitio que se ofrezca desde fuera. La fotógrafa Nan Goldin adoraba a su hermana mayor, Barbara, porque pensaba por sí misma. Cuando anunció que era lesbiana, sus impecables padres —jamás despeinados, jamás sin una tensa sonrisa— la llevaron a un psiquiátrico. Con 18 años Barbara se suicidó. Nan recogió el testigo del esfuerzo por tener una vida propia. Sus retratos de cuerpos imperfectos, ropa barata, sexo cotidiano y, atención, amor de amigos, inmortalizaron la contracultura neoyorquina de los años ochenta. Sin embargo, retrataban, en realidad, la vida de Nan: sus fantasías coloreadas, su trabajo en bares de alterne para comprar película, el pene del novio que le regaló el nombre de Nan. Y el ojo morado que le dejó ese mismo novio cuando se fue.
Goldin logró construirse retratándose. Conocía el dolor de la negación y habló. Luego, abordó sus adicciones. Provenían de los calmantes, la oxicodona, que produce Purdue Pharma y que hoy se sabe que ha matado a cientos de miles de los norteamericanos que se supone que quería tranquilizar. ¿Quién está detrás de la venta de un medicamento que mata más que alivia? La familia Sackler, los mayores filántropos del arte actual.
Ese nombre unió los dos mundos de Goldin: el de la dependencia y el del arte. El documental de Laura Poitras La belleza y el dolor retrata el paso del sufrimiento propio a la lucha contra una injusticia colectiva. El nombre de los Sackler figuraba en salas del Louvre, el Metropolitan, la Tate o el Guggenheim. Y la célula Goldin arriesgó lo que la sostenía –el reconocimiento de su arte– para formar parte de un organismo: una cultura más transparente, más plural y más transformadora que, en lugar de evitarla, invita a la duda.
La belleza y el dolor desenmascara a los Sackler filántropos como blanqueadores. Y termina celebrando, con un baile, la vejez de los padres de Goldin. Es, claro, un reconocimiento a la grandeza del perdón. Por eso es entonces cuando llega el milagro: su madre abandona por una vez la sonrisa tensa y explica que cuando Barbara apareció, en las vías del tren, encontraron en el bolsillo de su pantalón un papelito con la cita de Conrad, la que advierte de que lo máximo que puedes esperar de la vida es un leve conocimiento de ti mismo. Que llega demasiado tarde.
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