La vida prácticamente desconocida de Mariano Fortuny, el genio granadino que nadie reivindica en España
Los orígenes de este brillante creador multidisciplinar nacido hace ahora 150 años nunca han recibido demasiada atención. Sin embargo, los gestores de la firma, Mickey y Maury Riad, se han propuesto reivindicar su legado
Se cuenta que al día siguiente de morir Mariano Fortuny y Madrazo (Granada, 1871-Venecia, 1949), las aguas del Gran Canal veneciano amanecieron teñidas de fabulosos colores para pasmo de visitantes y locales. La primera explicación que hoy nos vendría a la mente sería una acción artística, pero no era el caso. Al parecer alguien —se señalaba a ...
Se cuenta que al día siguiente de morir Mariano Fortuny y Madrazo (Granada, 1871-Venecia, 1949), las aguas del Gran Canal veneciano amanecieron teñidas de fabulosos colores para pasmo de visitantes y locales. La primera explicación que hoy nos vendría a la mente sería una acción artística, pero no era el caso. Al parecer alguien —se señalaba a Henriette, la viuda— había arrojado los pigmentos que utilizaba el pintor recién fallecido, en una metáfora involuntaria pero lacerante del olvido en el que su nombre acabaría sepultado. Y que acaso continúa hoy: este año se han cumplido 150 del nacimiento de este artista, escenógrafo, fotógrafo, diseñador e inventor, una de las grandes mentes creativas del siglo XX. Y, salvando una exposición que en diciembre llegará al centro de arte de CajaGranada junto con otros actos complementarios en su ciudad natal, no se detecta especial interés por reivindicar su españolidad.
“La anécdota del Gran Canal coloreado la he oído muchas veces y debe ser verdad”, explica Guillermo de Osma, galerista y autor de una extensa monografía sobre Fortuny. “Aunque yo tiendo a pensar que lo que se tiró eran cubas de tinte para textiles que habían aparecido por algún lado y que ya no se iban a utilizar”. Su libro se editó por primera vez para el mercado anglosajón en 1980, pero no fue hasta 34 años más tarde cuando llegó a España, primero bajo el título Mariano Fortuny, arte, ciencia y diseño (Ollero y Ramos) y después, con algunas correcciones, ya como Fortuny (Nerea). Este hecho le parece a De Osma sintomático del escaso reconocimiento que se depara en España a sus personalidades culturales: “Lo constata lo mucho que tardó en publicarse aquí un libro sobre un español y escrito también por un español”.
Es cierto que este español vivió casi toda su vida fuera del país. En Granada nació porque su padre, el pintor Mariano Fortuny y Marsal, había elegido la ciudad andaluza como residencia temporal entre las grandes capitales por las que solía moverse. En ella encontraba libertad e inspiración. Mariano padre fue, gracias a sus evocadores cuadros orientalistas, un artista de éxito internacional, truncado por una muerte prematura a los 36 años. En cuanto a su madre, Cecilia de Madrazo, no solo era hija de Federico de Madrazo —pintor de cámara de Isabel II y cotizado retratista de la oligarquía española de la segunda mitad del siglo XIX—, sino también bisnieta, nieta, sobrina y hermana de pintores: mujer de un refinamiento fuera de lo común, fue a su vez retratada entre otros por el italiano Giovanni Boldini, honor muy disputado entre las damas de la alta sociedad europea.
El niño creció en un ambiente cosmopolita, primero entre Granada y Roma, y después en París. Tras enviudar, Cecilia se trasladó allí junto al pequeño Mariano y su hermana mayor, María Luisa. En plena ebullición de la Belle Époque, organizaba recepciones y conciertos en su casa de los Campos Elíseos, mientras animaba a su hijo a seguir la senda familiar. Así que desde muy joven se formó como pintor y grabador, mientras su gusto personal se inclinaba más hacia los maestros del Renacimiento y el Barroco que a las vanguardias que empezaban a asomar desde los barrios de Montmartre y Montparnasse.
Pero el tren de vida de la familia resultaba demasiado caro y, cuando él tenía 18 años, se mudaron a Venecia. Allí se instalaron en el Palazzo Martinengo, junto a Santa Maria della Salute. Esta ciudad sería el escenario definitivo de Mariano hasta el fin de sus días: murió en la que fue su residencia durante medio siglo, el palacio gótico Pesaro degli Orfei que hoy alberga el Museo Fortuny.
De Venecia, y en especial de sus artistas históricos, obtuvo inspiración constante. Pero fue el trabajo del compositor Richard Wagner lo que, tras una visita juvenil a su teatro en Bayreuth, le abrió nuevas vías. El ideal wagneriano de pureza artística, y de la obra total que reúne todas las artes y disciplinas, se convirtió para él en una especie de credo vital.
Aunque mantuvo una relación de cercanía y admiración con otros pintores, de Alma-Tadema a Zuloaga o Sert, fue un individualista. De imponente presencia física (con 1,83 metros, era inusualmente alto para la época) y dotado de una personalidad fuerte y algo elitista, no le quitaba el sueño formar parte de escuelas o compararse con sus coetáneos. Lo que no impedía que estuviera muy atento a lo que sucedía a su alrededor: el movimiento Arts & Crafts, el prerrafaelismo, el art nouveau, la invención de la luz eléctrica o la renovada fascinación por las culturas clásicas formaron parte de su bagaje y abonaron el terreno de su espacio creativo.
Por lo demás, le apelaban ciertas coordenadas espaciotemporales muy concretas, en particular la antigua Grecia y la Italia renacentista. De ellas partía para mirar hacia delante, o más bien hacia un punto indefinido en el que confluían todas las épocas, presentes, pasadas y futuras. Por eso, si su trabajo como pintor resulta demasiado ajeno a los discursos historiográficos para haber perdurado, su faceta de inventor lo convierte en un personaje más grande que la propia vida. “Él se enfrentaba a distintos problemas, desde cómo plisar un traje hasta cómo iluminar un escenario, y los resolvía inventando”, cuenta María del Mar Villafranca, vicepresidenta de la asociación Fortuny M Culture y coordinadora del programa que se está preparando en Granada, cuyo núcleo es la exposición que después espera llevar al madrileño Museo del Traje.
De todos esos inventos, quizá el más popular sea el vestido Delphos. Esta prenda, inspirada en el quitón, la túnica que vestían hombres y mujeres en la antigua Grecia, se ceñía al cuerpo femenino y lo realzaba, prescindiendo de corsés y otras estructuras casi siempre obligatorias en la moda del momento. Para su confección se empleaba un sistema especial de plisado de la seda, secreto preservado como si fuera el tercer misterio de Fátima. En realidad su autoría es algo difusa, y hoy se tiende a pensar que corresponde más bien su esposa y colaboradora, la modista Henriette Negrin. Si bien la patente se registró en 1907 solo a nombre de él, en confianza solía atribuírsela a ella. Y, ya viuda, la propia Negrin incidiría en ello en una carta manuscrita a su amiga Elsie McNeill, también su sucesora al frente de la marca, en la que de paso le daba instrucciones para terminar con la producción del Delphos.
Antes de eso lo habían lucido en petit comité clientas de espíritu particularmente audaz (en un mundo aún regido por modos del siglo XIX, ponérselo quedaba peligrosamente cerca de ir por ahí desnuda) como Isadora Duncan, Eleonora Duse o la marquesa Casati, además del personaje de Albertine de En busca del tiempo perdido, la gran obra literaria de Marcel Proust. Tampoco hay que olvidar su precedente, el chal Knossos, un velo impreso con motivos de arte minoico que hábilmente dispuesto se utilizaba a modo de toga. Lo ideal era combinar un Knossos con un Delphos: no se podía ser más moderna que eso en el cambio de siglo.
Inspirado en los ricos brocados y terciopelos que había conocido por la colección de sus padres, Fortuny descubrió también procedimientos para teñir y estampar tejidos. Gracias a ellos el algodón adquiría la consistencia y exuberancia de esos paños en principio más lujosos, con patrones que superponían al colorido de la pintura veneciana los tonos metalizados del oro y la plata. Su método de fabricación también sigue siendo un secreto: de hecho, a la factoría Fortuny en la Giudecca veneciana (inaugurada en 1922) tiene vedado el acceso cualquier persona que no intervenga directamente en el proceso productivo. Estas telas son hoy en día la única de sus creaciones que allí se elaboran.
María del Mar Villafranca apunta que, siendo niño, el artista descubrió el prodigio de la luz eléctrica en una Exposición Universal de París y sus futuras investigaciones en esta área aportaron efectos ambientales hasta entonces inéditos. En 1901 patentó su sistema de iluminación, con una gran cúpula que servía al mismo tiempo de fondo y pantalla reflectora, que siguió perfeccionando mientras se difundía por todo el mundo. Difusión que resultó incluso excesiva: el creador español no pudo evitar que el ingenio fuera plagiado y aplicado en cientos de escenarios sin su consentimiento.
A partir de este mismo sistema, pero trasladado al entorno doméstico, en 1907 ideó una lámpara de pie semiesférica cuyo interior reflejaba la luz de la bombilla central. Formalmente tan revolucionaria como el vestido Delphos, conseguía como él parecer al mismo tiempo atemporal y ultramoderna, y aún cuesta explicarse que se trate de un diseño anterior a la Primera Guerra Mundial (por no hablar de la Bauhaus). Después concebiría otras bellísimas lámparas de formas cupulares, en cristal o material textil, de un historicismo muy elegante aunque algo más convencional. Muebles, sistemas de almacenaje de materiales artísticos, métodos de revelado fotográfico…
Uno de sus proyectos más ambiciosos fue la construcción de un gran teatro al aire libre en la parisina Esplanade des Invalides, para lo que él y un buen amigo, el escritor decadentista Gabriele D’Annunzio, embarcaron a algunos acaudalados inversores. El llamado Théâtre des Fêtes, su obra total definitiva a la manera wagneriana, nunca llegó a realizarse, pero, como explica en su libro Guillermo de Osma, se habría adelantado a los autocines estadounidenses o las salas mastodónticas como el Grand Rex de París. A cambio, en 1920 llegó a instalar su cúpula escénica en uno de los coliseos más importantes del mundo, la Scala de Milán. Y en 1937 se solicitaron sus servicios para alumbrar los restaurados tintorettos expuestos en la Scuola Grande di San Rocco y los carpaccios de la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni.
Aunque su periodo más creativo se corresponde a la primera década del pasado siglo, los grandes réditos llegaron algo más tarde. Superada la novedad rabiosa, las modas más fluidas de los años veinte y treinta le reportaron una nueva vigencia entre las clases pudientes: tener al menos un Fortuny en el guardarropa era signo de que una sabía lo que se hacía. Incluso estrellas de Hollywood como Dolores del Río o Lillian Gish se dejaron seducir por el Delphos. Mientras, de la Giudecca salían a buen ritmo sus fabulosas telas de algodón, destinadas a aportar un toque clásico a los interiores de mansiones, palacios y hoteles de lujo, así como una selección de pequeños elementos de mobiliario, entre ellos sus célebres lámparas. Sus vestidos y escenografías eran también requeridos con frecuencia en caras producciones teatrales, de ópera y danza. En el pabellón español de la Bienal de Venecia de 1924 presentó varios cuadros (él mismo solía diseñar todo el interiorismo de los pabellones nacionales hasta 1940), y un año después estuvo presente con sus textiles en la Exposition des Arts Décoratifs de París, que señaló el advenimiento mundial del nuevo estilo art déco.
En 1927, la decoradora estadounidense Elsie McNeill lo convenció para convertirse en su distribuidora en exclusiva para EE UU, donde lograron un éxito clamoroso. Henriette Negrin decidió a la muerte de Fortuny que era McNeill quien debía continuar al frente del legado. “Elsie ya había salvado la marca durante la guerra mundial y los primeros años de la posguerra”, explica Guillermo de Osma. “Y luego compró el negocio para seguir con él, lo que me parece admirable. Era como una dogaresa americana que centró toda su actividad en que el negocio prosperara. Y lo consiguió”. Convertida en veneciana de adopción, la Contessa Gozzi (por su matrimonio con el conde Alvise Gozzi, su segundo marido) se mantuvo a los mandos hasta su fallecimiento en 1994. Entonces la empresa pasó a su abogado y hombre de confianza, el estadounidense de origen copto egipcio Maged Riad. Hoy son los hijos de este, Mickey y Maury Riad, quienes gestionan la firma.
Los dos hermanos conforman un mecanismo bien engrasado en el que Maury Riad dirige la vertiente empresarial y Mickey la creativa. Frente a la fábrica de la Giudecca que produce sus telas estampadas, donde nadie salvo ellos y una docena escasa de empleados puede entrar, les preguntamos por sus planes de futuro. Y ellos plantean uno muy pegado a la tierra y otro más utópico. El primero es utilizar el 150 aniversario del artista para reivindicar su legado y su historia. Especialmente en España, donde ante la palabra Fortuny suele pensarse en cierta discoteca que vivió su auge en los años noventa, y con la que en realidad sí existe una conexión: su nombre procede de la calle madrileña en la que se ubica, llamada así por Mariano Fortuny padre. El segundo plan es la conquista del cosmos, posibilidad que sin duda habría complacido al propio Mariano: “Seremos los primeros en decorar una casa en el espacio”, bromea Maury. “¡Quién mejor que Fortuny para un interiorismo en Marte!”.