Premios Goya: qué es la dirección artística y por qué es imprescindible para que una película funcione
Imaginar un colegio de monjas en los noventa, un poblado africano o una cárcel vasca del siglo XVII son algunas de las hazañas de las cuatro cintas que compiten este sábado por el premio a la Mejor dirección artística
¿Qué tiene más mérito, recrear un colegio de la Zaragoza de principios de los noventa o construir un poblado africano en medio de Toledo? ¿Viajar imaginariamente a la costa vasca del siglo XVII o dar cohesión visual a una historia rodada en varios países? En el territorio de la dirección artística, la respuesta a estas preguntas suele ser la misma: depende. Y depende de muchas cosas: de la tensión entre el rigor y el sello de autor, entre la verosimilitud y el espectáculo, y entre la magia y el silencio. Un buen trabajo de dirección artística puede acaparar la atención del espectador, pero tam...
¿Qué tiene más mérito, recrear un colegio de la Zaragoza de principios de los noventa o construir un poblado africano en medio de Toledo? ¿Viajar imaginariamente a la costa vasca del siglo XVII o dar cohesión visual a una historia rodada en varios países? En el territorio de la dirección artística, la respuesta a estas preguntas suele ser la misma: depende. Y depende de muchas cosas: de la tensión entre el rigor y el sello de autor, entre la verosimilitud y el espectáculo, y entre la magia y el silencio. Un buen trabajo de dirección artística puede acaparar la atención del espectador, pero también puede pasar totalmente desapercibido. Y las cuatro películas que compiten este año en la categoría de Mejor dirección artística de los Premios Goya plantean formas distintas de dejar su huella en el lugar más deseado: la retina del espectador.
Antes de ello, sin embargo, conviene definir qué es la dirección artística, eterna candidata a la categoría de gran desconocida de la industria del cine. Como afirmó en una ocasión Antxón Gómez, colaborador habitual de Almodóvar, “los directores artísticos somos los responsables de los espacios en donde se rueda una película y del cromatismo de esos espacios: la pigmentación de la pared, las localizaciones... En resumen: ayudamos al director a contar la película que él quiere hacer, en unos espacios que tienen que ser narrativos”.
Es decir, que el director de arte es, junto al de fotografía, el de vestuario y el de producción, el responsable del aspecto visual de la película, de esa nebulosa llamada “estética” que define, en última instancia, el aspecto visual de una producción. Desde la elección de un paraje natural para una escena de exteriores hasta el pomo de una puerta, la forma de un vaso o la ubicación y el tono exacto de un desconchón en una pared, todo cae de su lado. Los directores de arte atesoran una enciclopedia mental de estilos decorativos, una cantidad ingente de documentación y, por supuesto, una intuición para saber qué objetos, espacios y colores ayudan a contar la historia mejor que otros.
Por eso, a la hora de recibir premios, hay ciertas constantes. Por ejemplo, que las producciones históricas suelen recibir más reconocimientos que las contemporáneas. En los últimos 25 años, los premios a la Mejor dirección artística han sido principalmente para películas de época o de fantasía. Hay que remontarse a contadísimas excepciones para encontrar títulos premiados y ambientados en el presente. Por ejemplo, La isla mínima (2014), que inauguró una línea estética muy fértil en el cine y la televisión españolas, El orfanato (2007), ubicada en la actualidad a pesar de sus aires góticos, o El día de la bestia (1996).
El motivo de esta tendencia lo resume a la perfección uno de los nominados, Mikel Serrano, el director artístico de Akelarre, la película rodada parcialmente en euskera con la que el cineasta argentino Pablo Agüero recupera desde una óptica feminista la persecución sufrida por mujeres acusadas de brujería en la España del siglo XVII. “Una película de época es compleja para la dirección de arte, sobre todo porque todo el material que necesitas para recrear la época, cuesta más encontrarlo, o tienes que directamente fabricarlo”, explicaba con motivo del estreno de la cina. “Requiere de un trabajo de investigación, de sumergirte en la época que tienes que recrear y tener cuidado para no incurrir en errores”.
Rodada en el País Vasco, Navarra y el País Vasco francés, el aspecto visual de Akelarre –Carlos Boyero lo definió como “rebuscado y lúgubre”– es un ejercicio casi minimalista que hace de la necesidad virtud y demuestra que se pueden hacer películas de época sin presupuestos descomunales ni grandes alardes. Serrano, que ganó el Goya hace dos años con Handia, tira aquí de unos pocos elementos muy bien utilizados. Las localizaciones naturales son de una belleza sobrecogedora, y los interiores, que se resumen en una cabaña, las estancias de los inquisidores y el pajar convertido en calabozo donde permanecen presas las protagonistas, juegan con los planos cortos y con los detalles expresivos. Hay un carruaje vetusto, objetos cotidianos humildes y un bodegón –con una copa de vino derramándose sobre el mantel de lino blanco– a medio camino entre Zurbarán y Axel Veervordt, el campeón de esa despojada estética wabi sabi de raíces flamencas que ha dominado el interiorismo de las últimas décadas.
El pajar, el verdadero corazón de la trama, es un espacio propicio para planos pictorialistas, y la paja, casi el único atrezzo con que interactúan las protagonistas, es todo un hallazgo expresivo. Si esta edición de los Goya siguiera la tendencia histórica, Akelarre, como única producción de época entre las nominadas, se llevaría el premio, pero puede que su aparente frugalidad desanime a algunos académicos. Es una producción histórica, sí, pero lujosamente austera, llena de planos cortos que solo se abren en los fastuosos bosques donde tienen lugar algunas escenas clave de la película.
El trabajo que Mónica Bernuy firma en Las niñas (dirigida por Pilar Palomero) es uno de esos ejemplos de dirección artística capaces de alterar el modo en que recordamos una época muy concreta, los años noventa. Bernuy ya trabajó en esa misma cronología en Verano 1993, la aplaudidísima película de Carla Simón, y ahora se traslada a la Zaragoza de inicios de la última década del siglo XX para contar el despertar a la adolescencia de un grupo de niñas que están dejando de serlo.
La película se desarrolla en un puñado de espacios muy reconocibles para cualquiera que creciese en esa época. Hay un colegio religioso construido en los sesenta y ya levemente decadente, casas con tapetes de ganchillo, sillones orejeros y vajillas de cristal templado, y calles cortadas que, con sus grafitis, sus coches abandonados y su precariedad, se convierten en un espacio de libertad para este grupo de preadolescentes asfixiadas en sus uniformes con falda de tablas.
Con todo este material, Bernuy aplica una cierta contención que la lleva a reducir la utilería al máximo o para desplazarla a un segundo plano. Hay objetos en pantalla, sí, pero desenfocados. La cámara se centra en los personajes. Ganan la partida los espacios arquitectónicos y urbanos, retratados con una óptica, una atención a la composición y un cromatismo muy alineados con la estética de hoy, entre Instagram, Manolito Gafotas y Verónica. Si los académicos razonaran igual que razonaron a la hora de premiar –de forma merecidísima– la dirección artística de La isla mínima, el Goya podría ser suyo.
Las credenciales de Adú, otra de las nominadas, juegan en otra liga. “Fue todo un reto. Es una road movie compleja por lo que el rodaje fue muy complicado. Todos los días teníamos escenarios distintos”, apuntó el director Salvador Calvo durante la presentación de una de las favoritas de esta edición de los Goya y, en el caso de la dirección artística, el tour de force más claro e indiscutible de esta categoría.
Al frente está César Macarrón, un profesional que se alzó con el Goya por su trabajo en La gran aventura de Mortadelo y Filemón (2004) y que este año alcanza su cuarta nominación –las otras dos las obtuvo por Intacto (2001) y Lope (2010). En esta película sobre el drama y la odisea de la inmigración se enfrenta a un reto poco habitual en el cine español: una película de casi dos horas de duración rodada en localizaciones internacionales –buena parte de su metraje se rodó en Benín– y en la que cada escena se ubica en un espacio diferente.
Si, como señalaba Elsa Fernández-Santos en la crítica que escribió en EL PAÍS a propósito de la trama principal (la de la odisea del niño Adú cruzando África), “la ambientación y los tres críos que la interpretan funcionan tan bien que lo demás parece accesorio”, no cabe duda de que esa naturalidad es el mejor cumplido para un director de arte. Hay ciudades africanas asoladas por la miseria, camiones desvencijados, consultorios médicos, cabañas en zonas lacustres y el terrorífico tren de aterrizaje de un avión. También campamentos de refugiados, una suntuosa villa marroquí, una reserva de elefantes y hasta un club nocturno en Tetuán.
Y todo está recorrido por una pátina de autenticidad que revela una documentación exhaustiva y, también, ciertas elecciones estéticas que unifican el aspecto visual de una película que podría ser caótica y maximalista pero no lo es. Por ejemplo, el uso de los tonos azules y verdes en la ropa, los objetos de plástico, los vehículos o los interiores en que se mueven los personajes, ejercen un contrapeso visual en contextos pardos y polvorientos y ayudan a procesar y digerir la realidad. Podría parecer estilismo, pero es una herramienta narrativa que, parafraseando a Fernández-Santos, “conduce una película destinada a amplias audiencias a lugares comunes que no resultan ni tan obvios ni tan amables como suelen ser en este tipo de grandes producciones”. En Adú, los destellos de color turquesa y la fotogenia decadente de sus espacios desolados son un poco de azúcar en la píldora del realismo, igual que el melodrama ayuda a que el cine de denuncia llegue al gran público.
Curiosamente, no es la única película española rodada en África que compite este año en la misma categoría. Black Beach, de Esteban Crespo, se traslada a una nación africana que no llega a nombrarse para contar una historia de mafias, venganzas y violencia a medio camino entre el thriller político, la película de acción y el drama íntimo. La dirección artística corre a cargo de Montse Sanz, toda una institución en la industria que ha trabajado en la mayoría de las películas más conocidas de Julio Médem. Algunas de estas producciones protagonizaron verdaderas corrientes estéticas en su momento –el lirismo cotidiano de Los amantes del círculo Polar, la Formentera telúrica de Lucía y Sexo, el barroquismo de Habitación en Roma–, así que sorprende que la de este año sea la primera nominación al Goya de Sanz.
Su labor en Black Beach tiene muchos aciertos y demuestra músculo con localizaciones en Ghana, Canarias, Madrid y Toledo. Algunos de los espacios que ha creado tienen más miga de lo que parece. Por ejemplo, la cárcel imaginada en un antiguo fuerte portugués de Ghana que había sido empleado en la trata de esclavos. O el poblado africano construido desde cero en el patio de un cuartel de infantería del ejército en Toledo.
La autoría, sin embargo, hay que buscarla en los contrastes y en los símbolos que, a lo largo de todo el metraje, establecen un vínculo entre capitalismo, lujo, desigualdad, violencia y miseria. El Ferrari en el poblado, la estética bling bling de los acaudalados dirigentes del país o el interiorismo lujoso e impecable donde se desarrollan las primeras secuencias demuestran inteligencia, sensibilidad plástica, pulso narrativo y oficio. Que, en cierto modo, son las cualidades que hacen que el trabajo de un buen director artístico sea imprescindible para que una película funcione, aunque no siempre sea fácil explicar en qué consiste exactamente su labor.