Falsos alérgicos, niños que pagan y gente que se come las toallitas: historias del menú del día
Cocineros y hosteleros comparten anécdotas de clientes de menú, que revelan cómo está cambiando nuestro comportamiento en bares y restaurantes
Por muchas zonas de España se mantiene la tradición, en los restaurantes más añejos, de depositar la cacerola en la mesa cuando se sirven legumbres u otros platos de cuchara como parte del menú del día. Es una costumbre antigua, que muestra la generosidad de la casa, invitando al comensal a repetir cuantos vuelcos de potaje le apetezcan. El hábito pervive como una reliquia, como un recuerdo de otros tiempos anteriores a los emplatados, cuando las bandejas circulaban y las mesas se compartían, en todos los sentidos, con otra naturalidad.
Pues bien: desde la pandemia, todos los cocineros y cocineras que siguen “paseando” la pota se han encontrado con algún cliente que, al terminar, ha reclamado llevarse en una fiambrera las lentejas o la sopa que no se habían zampado. Aunque dentro de la cazuela quedasen otras tres raciones, porque la cazuela supera el concepto de ración, existe antes que el plato. La cazuela ubica el condumio como un lugar, no como un paquete. “Este verano ha sido un horror, porque además muchos turistas no lo entienden. Así que vamos a acabar dejando de hacerlo”, confiesa un chef asturiano, hablando por boca de casi todos los consultados para este artículo.
¿Vemos al hostelero como a un repartidor de Glovo? ¿Prefieres un plato de fabada solo para ti, o la cacerola en la mesa para repetir? ¿Te puedes llevar también en el táper los cubiertos? Cuando recolectas un anecdotario de las rarezas que se encuentra la hostelería en esta época turbulenta, asoma una sociedad que ha modificado su relación con los establecimientos que definen nuestras ciudades, nuestro carácter y nuestra forma de convivir. De los letreros con el “Prohibido cantar”, “Hoy no se fía, mañana sí”, hemos pasado al “No se comparten los menús”, ante la abundancia de clientes que piden un primero y un segundo para una pareja. ¿Qué dicen hoy los bares de nosotros, más allá de la austeridad de nuestros sueldos?
Más exigentes
En general, la hostelería coincide en que nos hemos vuelto, por un lado, más sabios. Dejando de lado al plasta de Instagram, abunda el cliente que reconoce y aprecia la buena cocina, y también el trato cuidado. Carlos Zamora, propietario del grupo DeLuz, con locales en Santander y Madrid, acostumbra a presentar menús y cartas con originalidad: pescados dibujados, recetas con nombres de artistas, “y la letra siempre en mayúsculas para que se lea bien”, cosa que agradecemos quienes requerimos gafas por la edad. “Mucha gente pide llevarse las cartas de pescado a casa, porque les gusta aprender de dónde son las especies y sus características”. Zamora también adapta los nombres a la actualidad informativa, caso de su “ensalada anticorrupción”, guiños que el comensal con curiosidad igualmente aprecia.
O que le confunden: “Nuestros clientes se suelen ‘portar’ muy bien, dice Camila Ferraro, del restaurante sevillano Sobretablas, “aunque algunos se intenten comer los garbanzos secos sobre los que servimos los aperitivos”. Sin embargo, esta época bipolar, en la que pagamos 90 euros por un chuletón madurado en la cumbre del monte Fuji por monjes sintoístas, para luego atiborrarnos de gominolas a 12 euros el kilo, también fabrica nuevos gañanes de mantel. Ciudadanos tiquismiquis que, como en las redes sociales, dan la nota con sus insolencias allá por donde asoman el móvil.
Y a veces, hasta repelentes
“Antes de la pandemia, si tenías un error en la cocina o en la sala, lo explicabas y nadie se enfadaba. Ahora siempre hay alguien que la monta”. Claudio Vidal es cocinero y propietario de Casa Claudio, en Casar de Cáceres, un establecimiento que trabaja todos los tramos posibles: desde los pinchos y las raciones, al menú del día, la carta, el menú degustación y los banquetes. Claudio se ha visto, por ejemplo, en el brete de resolver una confusión de los camareros, que colocaron de forma individual unos platos de langostinos fritos con albahaca que eran para compartir en el centro de la mesa. “Tuvimos que ponernos como locos a hacer platos de langostinos para cientos de personas, y así salir del paso”. En otros tiempos, quizá hubieran explicado el error. “Hace muchos años, llegamos a improvisar una techumbre de feria en una comunión cuando, sin ninguna previsión, se puso a llover. Y nadie se quejó, todo el mundo colaboró”.
De la misma forma que el picofino disfruta, selecciona y valora con más tiento, el tragabolas huraño libera su bilis sin pudor ni urbanidad. No solo el cliente convencional, también el presunto especialista: “Dando un menú degustación a un crítico, uno de los snacks iba encima de una hoja de banano. Pues protestó en alto porque la hoja de banano estaba incomestible. Yo no daba crédito”, cuenta otro profesional que, lógicamente, reclama anonimato (por si el crítico vuelve).
Somos como comemos
Una sociedad ansiosa, cabreada o asustada, o todo a la vez, lógicamente se manifiesta en lo colectivo con comportamientos que, entre los más enajenados, se alejan de la tranquilidad que emanaría de un país que durmiese bien sin necesitar Orfidal. Si antes aliviábamos nuestros enfados cotidianos al frío de una caña o el calor de un café, discutiendo a voces, pero con las banquetas de por medio y con el camarero haciendo de juez, hoy, en ocasiones, volcamos nuestras frustraciones con quienes trabajan en el bar, sin venir a cuento (y no solo porque no compren el tipo de leche que tomamos en casa).
Si hasta esta década acongojada, perdida en su hiperabundancia, un camarero debía conocer mil y una maneras de preparar un café, ahora todo profesional del sector ha de saber adaptar una ensalada, un arroz o cualquier otra receta a singularidades que no siempre responden a intolerancias físicas, sino también a manías y caprichos.
Las intolerancias físicas, obviamente, significan una batalla diaria para cualquier menú: “Con las alergias siempre tenemos un drama, no porque haya que atenderlas, por supuesto, sino por algunos comportamientos egoístas. Hace poco, una persona nos dijo que era alérgica a todo tipo de pescados. Pusimos a un compañero del equipo una mañana para cocinarle un menú adaptado, como solicitó. Cuando le servimos el último plato, el hijo le dijo: ‘Jo, papá, yo quiero ser tan alérgico al pescado como tú, que en casa comes y aquí no’”.
Así se crean los prejuicios: por culpa de un cuñadista que esparce mala fama. Un vegano impertinente propicia, en este país tan proclive a la generalización, a concluir que todos los veganos son impertinentes. Camila Ferrao conoce “celíacos a medias, que lo son cuando llega el postre”, o intolerantes a la lactosa “hasta que ven el bombón de chocolate”. Hay algo enternecedor en esos autoengaños.
El menú ejecutivo no solo es para ejecutivos
Las insensateces puntuales reflejan también el desconocimiento de la hostelería actual, que ha cambiado sus patrones de trabajo y el lenguaje de venta acostumbrado. Habla Mario Fernández, del restaurante mierense TC28: “Cuando abrimos, al menú del día lo llamamos ‘menú ejecutivo’, porque solo lo damos en días laborables y lo consideramos un menú de trabajo. Después de ocho meses, bastantes personas nos preguntaban todavía si había que venir de traje a comerlo. No podíamos creerlo”. Igual que cuando Rocío Parra, del salmantino En la parra, descubre a un nuevo comensal a punto de “comerse las toallitas blancas enrolladas” que ha colocado para limpiarse después de algún plato que requería usar las manos.
Si ya pasamos a los menús especiales, la cosa se dispara. “Un día vinieron cuatro personas y una dijo que el pescado no era fresco porque no tenía espinas. Le explicamos que lo desespinábamos, pero no se lo creyó. Luego, a voces, se quejó porque el postre era muy pequeño para un plato tan grande”, cuenta Mario Fernández, que añade otra faceta del comensal del siglo XXI: el amor infinito a sus mascotas. “La más simpática fue una pareja que celebró el cumpleaños del perro con un menú degustación y nos pidieron que le hiciéramos también un menú degustación al perro. Claro, una cosa es que el perro entre, y otra, ponerle platos”.
Del otro lado, Carlos Zamora contrapone el amor por el animal sacrificado: “En los menús siempre ponemos los platos con apellido, es decir, diciendo de qué proveedor son, como el Cabrito de Bejes de Rafa. Pues una vez aparecieron unos clientes por el pueblo de Rafa para conocer a sus animales: les había gustado tanto el cabrito que no acababan de creérselo”.
De postre, un dulce
La ternura se dispara con los mejores momentos. Óscar Teruelo trabajaba en la sala de Ona Nuit, en El Prat de Llobregat, cuando un chico se levantó corriendo pidiendo la cuenta. “Le pregunté qué pasaba y me dijo que su mujer estaba rompiendo aguas. Le dije que se marchara ya, que no se preocupara, y la siguiente vez que lo vimos, nos dijo que le había puesto de nombre a su hija Ona, como el restaurante”. Óscar, junto a su pareja y chef Susana Aragón, acaba de dejar Céntric, también en El Prat. “Allí los clientes nos han querido muchísimo. El último día toda la terraza se levantó a aplaudirnos. El recuerdo más especial es una superpareja, Juan y Merche, que vinieron a comer unas 500 veces, y que siempre comían en la mesa 13: el último día nos pidieron si se podían llevar el taco de la mesa con el número”.
Reír y llorar, lo mejor que se puede mezclar en un bar. Julín Menéndez vio este verano en La Raíz 15, en Siero (Asturias) cómo dos mayores, Baudilio y Honorio, se reconocían después de décadas en el salón de su casa de comidas. Baudilio había emigrado de niño a Alemania. Se habían estado carteando desde niños. Nunca se habían vuelto a ver. Ese día, sin saberlo, coincidieron en sendas mesas. “No veas cómo se pusieron al reconocerse. Tania, mi camarera, entró llorando de emoción en la cocina”. Viva el azar del mantel.
Como verdadero remate, este relato de un grupo de hosteleros también asturiano, que muestra la otra cara de la moneda, y que dejamos anónimo por petición expresa. “No puedo ir para la cama sin contaros una cosa que me pasó hoy y que en mis más de 30 años de camarero nunca me había pasado. Hoy el curro se preveía chungo, con mucho tajo: una hora antes de que empezara el follón, llega un crío de 11 años y me dice:
—Pablo hoy venimos a comer mis padres y yo. Cuando te pidan la cuenta, no les hagas caso, me haces una seña y pago yo.
Comen, toman el café y llega el momento.
—¡Cóbranos, me dice el padre!
Miro al crío, le hago la seña, me lo llevo para la barra:
—Es tanto.
—Toma, cobra.
Y rompió la hucha para invitar a su madre y a su padre a comer… ¡Once añinos! Nunca os lo juro, NUNCA un crío me había alegrado el día de esta manera. Nun soy capaz de explicaros la reacción y sobre todo la emoción de sus padres”.
Asumamos nuestras locuras, nuestras manías e intolerancias, y usémoslas en el bar como una forma de reconocernos en los demás, en lugar de distanciarnos. Invitemos más a los padres y suegras a comer; porque para eso sirve un bar, y solo por esa razón seguirán existiendo: para encontrarnos. O, robándole a Carolyn Steele este maravilloso párrafo de su libro Sitopía: “Para animales sociales como nosotros, compartir comida siempre será esencial para relacionarnos con los demás y, por tanto, para el hecho de sentirnos en casa. Desde nuestra primera comida hasta la última, la comida y el amor están unidos inextricablemente en nuestro cerebro. A lo largo de nuestra vida, la posibilidad de demostrar amor a través de la comida está en cada ingrediente que cultivamos, cocinamos y comemos. No solo es la base de una buena vida, sino del hecho de ser humanos”.
Para darles de comer aparte (a poder ser, en otro planeta)
Lógicamente, al pedir anécdotas, surgen las más exageradas en todos los sentidos. Así, pueden encargarte un banquete por un aniversario de bodas, como a David Baldrich, en el restaurante zaragozano La Senda, y llamar para que les pongan un centro de flores. "Le pregunto a la señora cuánto se quiere gastar en las flores, que se lo gestionamos, las pedimos y las colocamos, y nos dice que lo paguemos nosotros, además de encargarlo. Al contestarle que no lo íbamos a pagar, le pareció indignante y anuló la reserva casi un día antes”.
Pepe Ron, del restaurante El Blanco, en Cangas del Narcea, se explaya con un caso absolutamente marciano, propio de un chiste de esos que ya no contamos en las barras: “Llega el típico espabilado del pueblo que no gasta ni un duro en Sugus de naranja para el nieto, y que no ha entrado en nuestro local jamás sin ser invitado por algún parroquiano. Se ha enterado de que ofrecemos un menú degustación a un precio muy interesante, 45 euros: aperitivos y cinco platos, acompañados de blancos y tintos de Cangas. Cuando comprueba que su caja de caudales se lo permite, reserva mesa para los seis miembros de la familia”.
“Llega el día, salen los primeros aperitivos y el personaje en cuestión, mosqueado, me indica que saque todo el menú degustación, entero, al centro de la mesa. Le indico que se sirve emplatado para todos los miembros, a lo que me contesta con tono poco agradable que el menú se sirve como él diga, ya que lo va a pagar. Intento explicárselo con amabilidad, pero se levanta y sigue protestando. Los hijos, sorprendidos; la mujer, más; los suegros, diciendo que ya les parecía demasiada suerte que su yerno los invitara a comer. Pues con dos huevazos los levantó a todos y se marcharon sin comer el menú, porque además creía que costaba 45 euros para toda la familia”.
¿Hasta dónde está obligado a servirnos un bar? ¿Nuestras flores favoritas entran en el menú? ¿El marido de la primera señora le sigue mandando un ramito de violetas cada nueve de noviembre, como siempre sin tarjeta? ¿Se habrá librado ya la segunda de tremendo gañán? El menú da algunas respuestas, pero también deja puertas abiertas a la imaginación.
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