El truco definitivo para unas patatas asadas perfectas

La realidad es que la mayoría de la gente no tiene ni idea de qué patatas maneja, ni a nivel de variedad ni de vejez

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Le he pedido a la Inteligencia Artificial que me dijera cuántos trucos y recetas de cocina referentes a las patatas existen publicados y accesibles y me ha dicho que le es imposible darme una cifra exacta porque la cantidad de recetas, consejos y trucos disponibles en libros, revistas, redes sociales y plataformas digitales es casi infinita y sigue creciendo cada día. La otra tarde colgué una foto en mis redes sociales en la que se veían unas patatas asándose en mi chimenea, y las preguntas “¿cuántos minutos tardan en estar hechas?”, “¿puedes dar la receta?”, o la sucinta “receta plis”, no tardaron en aparecer en los comentarios. Nada de entre esa ingente cantidad de trucos o recetas parece aplacar las preguntas más sencillas. Eso es porque tenemos un problema con las preguntas.

Carl Sagan, quizá el astrofísico más famoso de la historia, dijo: “Hay preguntas ingenuas, preguntas tediosas, preguntas mal formuladas… pero cada pregunta es un grito de comprensión. No existen las preguntas tontas”. Déjeme decirle, estimado Doctor Sagan en el cielo, que se equivoca. Eso que revolotea alrededor de la foto de las patatas son preguntas tontas.

En primera instancia, porque la imagen no es de temática culinaria, sino bélica. Es la representación de un espíritu en lucha encarnizada y al tran tran contra el síndrome de domingo por la tarde. Por lo tanto, las preguntas acerca de la cocción de las patatas están fuera de lugar. Pero aun dando validez a la premisa de que fuesen los tubérculos el tema de la foto, y aceptando como atenuante el hecho de que mi perfil es de tinte gastronómico, esas seguirían siendo preguntas absurdas.

Asar una patata significa calentar el agua de su interior hasta que esta hidrata y gelifica el almidón que contiene que crudo es altamente indigesto, convirtiendo su pulpa en una pasta cremosa y dulzona que, por cierto, es el mejor vehículo de degustación de un buen aceite de oliva virgen extra, si me lo preguntan.

El tiempo que tardará este proceso en realizarse de modo que el resultado final plazca al comensal dependerá de la proporción concreta de agua y almidón que tenga el tubérculo, del calibre y la variedad de las patatas, de si son patatas viejas o patatas nuevas, del tiempo que hace que fueron recolectadas y de si se han guardado en la nevera o en un saco de cartón detrás de una puerta. Dependerá también de cuán ardientes sean las brasas de la chimenea, de si las patatas se colocan más lejos o menos de la fuente de calor, de si se entierran en ceniza o en llamas, de si van envueltas en papel de aluminio o desnudas, de si están cortadas a trozos o enteras, de los gustos del susodicho comensal —yo tuve un novio que sólo se comía las patatas crudas, así que hasta sobre este tema, podríamos discutir— y de si el sujeto está espachurrado en el sofá viendo una serie, pasando una tarde blandita de autoindulgencia o, en cambio, es un entusiasta participante del Campeonato Mundial de Asación de Patatas tremendamente motivado dispuesto a irlas pinchando con una sonda cada dos minutos mientras toma notas en un cuaderno.

Una patata es el engrosamiento de la raíz de la patatera, un alijo de agua y almidón que la planta guarda bajo tierra para alimentar a su futura descendencia. Las patatas nuevas son tubérculos aún inmaduros recolectados cuando la planta aún está viva. Tienen una gran proporción de agua y poco almidón. Las patatas viejas son las que han completado el ciclo de maduración; las que se quedan bajo tierra después de la muerte de la planta en la superficie, y allí van madurando, curándose, perdiendo agua y ganando concentración de almidón, mientras su piel se va engrosando y endureciendo. El hecho de que tengan la piel gruesa y menos cantidad de agua es lo que hace que después podamos guardarlas durante meses sin que se pudran. Pero una patata madura tendrá una proporción de agua y almidón en su primer día fuera de la tierra y otra muy distinta tras seis meses en un sótano (junto con matices aromáticos y gustativos aparecidos a raíz del trabajo de las enzimas), como un buen jamón. En la nevera, ese almidón se transformará en azúcar; a plena luz del día, en las raíces de una nueva patatera. Las diferentes proporciones de almidón, azúcares y agua que puede tener una patata no dependen sólo de la variedad, sino también de cómo ha sido su vida dentro y fuera de la tierra, y la realidad es que la mayoría de la gente no tiene ni idea de qué patatas maneja, ni a nivel de variedad ni de vejez, porque las etiquetas del supermercado nos dirigen como las anteojeras a los burros hacia las patatas de hervir o las de freír, y poco más.

Después de este pequeño resumen patatil, podríamos sumergirnos en el universo de la leña y discutir sobre los diferentes poderes caloríficos de los distintos árboles, sobre qué troncos generan una brasa más duradera y cuáles parecen esfumarse entre las llamas y convertirse en ceniza en pocos minutos, y de cómo esto podría afectar a la cocción de las patatas. Podríamos hablar hasta del tipo de chimenea.

La única certeza concluyente en todo este asunto es que cuando se trata de pasar la tarde-noche al calor del fuego echando a las brasas ahora una patatita, ahora un trocito de panceta, ahora una chistorrilla, ahora un cacho de butifarra, la alarma que marca el momento perfecto para retirar las patatas de las brasas es el sonido del mando de la tele al resbalar de la mantita y chocar contra el suelo. “¡Ahí va! ¡Las patatas!”.


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