Una cuchara que pesa añade valor al postre

Revisemos el tema de las cucharitas para la hora del té, por favor. Antes de invertir dinero de la empresa en I+D o en renovar la carta, revisemos que estamos cumpliendo con lo básico. Saldremos todos ganando

FERNANDO HERNÁNDEZ

Cuando tienes 20 años, trabajas de pastelera y tu turno empieza a las seis de la mañana, dormir de tres a diez de la tarde y pasar la noche en vela con los colegas viendo pelis de terror encerrada en unas viejas cocheras, en un festival de cine en el que no sólo está permitido gritarle a la pantalla, sino que es altamente recomendable y parte de la gracia, suena a un plan perfecto.

La Maratón de Cine Fantástico y de Terror de Sants, en Barcelona, es un hito histórico del tejido asociativo del barrio. Se celebra anualmente en noviembre, dura cuatro días y cuatro noches, nació a finales de los ochenta de la mano de un puñado de amigos eruditos de lo terrible y extremadamente motivados, y gracias a esta gran fiesta de lo corrompido muchos descubrimos joyas del séptimo arte como Jocántaro, el monstruo surgido de las profundidades de las rías gallegas mitad pulpo mitad centollo de Kárate a muerte en Torremolinos; Eso te pasa por Barroco, de Pablo Serrano; Gelatina Demonix, de Darío Román; Plastic Attack: Bolsas Asesinas, de Pablo Belmonte; Una noche para descuartizar (A night to dismember)”, de Doris Wishman con Samantha Fox; Los superhéroes no pagan impuestos, de Víctor Arias Magadán o la obra maestra de lo desviado The Horribly Slow Murderer with the Extremely Inefficient Weapon, eso es El asesino horriblemente lento con el arma extremadamente ineficiente. Esta maravilla es un cortometraje de 10 minutos que Richard Gale rodó en 2008 en California a lo largo de 22 días y con un presupuesto de 600 dólares. Su protagonista es Jack Cucchiaio, a quien persigue un asesino llamado Ginosaji que le intenta matar suavemente a golpes con una cuchara. Pensé en ella la otra tarde tomando el té.

Últimamente, entre presentaciones de libro y actos culturales, me paso los días de acá para allá interactuando con mucha gente. A menudo, me asalta la necesidad de esconderme para estar tranquila y en soledad un rato y recuperar algo de paz de espíritu. He descubierto en los restaurantes y las cafeterías de hotel a media tarde un oasis donde resguardarme del batiburrillo urbano.

En vez de tomar siempre café, para que no me explote el corazón de una taquicardia a destiempo, tomo té, pastelitos e infusiones, como la buena dama victoriana que soy allende el chándal. Esto me ha expuesto a tocar, palpar y sopesar una cantidad muy diversa de cucharillas que plantean cuestiones interesantes.

En ocasiones, en cualquier cafetería, podemos adivinar que en el cajón de accesorios para el café que hay detrás de la barra hay cucharillas de dos tamaños, las que encajan con el set pequeño de taza y platito para café solo, y las que encajan con el set grande de café con leche. Y también podemos deducir que la taza de las infusiones, alta y gruesa, de acabados y porte totalmente distintos, ha sido comprada por separado. La cucharilla de café con leche resulta demasiado corta y una se encuentra mojando las puntas de los dedos en agua hirviendo para poder remover.

Otras veces, el problema de la cucharilla no está en el tamaño, sino en la forma. Al pedir un trozo de tarta para acompañar el té en un hotel suelen ponerte cucharita de postre. En primera instancia, hay que aclarar que una cuchara debe poder diferenciarse sin fisuras de un arma: una cuchara no es un cuchillo. Por lo tanto, debe ser redonda, no puntiaguda. En segundo lugar, no puede ser demasiado honda. Las cucharas concavísimas, con buena capacidad, son buenas para tomar sopas y consomés con brío. Las cucharas destinadas a tomar sólidos o semisólidos, en cambio, como es el caso de postres, cremas y tartas, cuando son demasiado hendidas, hacen que el labio superior no llegue a tocar nunca el fondo del metal a lo largo de toda su superficie, por lo que siempre queda un rastro de crema, de coulis, de mousse o de pastel agarrado al fondo del utensilio, cucharada tras cucharada. Para que esto no ocurriese, una se vería obligada a darle la vuelta a la cuchara y pasar la lengua por todo su fondo como haría una vaca con el flequillo de su ternero, cosa poco adecuada en según qué contexto. Aparte, está el tema de que los postres que no sean simplemente una crema líquida o cuajada deben ir siempre marcados con cuchara a la derecha y tenedor a la izquierda, de modo que la clienta no se encuentre nunca en la tesitura de tener que perseguir el último trocito de tarta por el plato hasta acabar perdiendo los nervios y empujándolo con el dedo.

Finalmente, está el caso que ha servido de bujía y ha motivado estas líneas, y que podría servir también para inspirar una cuarta secuela para El asesino horriblemente lento con el arma extremadamente ineficiente (sí, el filme original ya tiene tres continuaciones y una serie alternativa de cuatro capítulos en YouTube): el caso de las cucharitas de bisutería, ligeras como de papel de plata. Cucharillas que se diría que hay que agarrar fuerte antes de soplar para enfriar el té, porque podrían salir volando como una hoja seca. Cucharitas que, esparcidas por la mesa, podrían servir para jugar a los cromitos de picar, y que inspiran una ternura que empuja a abrazarlas y a salvarlas del lavavajillas, donde, sin duda alguna, al roce con el agua caliente, se disolverían.

Está demostrado por multitud de estudios científicos que el peso de los cubiertos es un factor determinante del precio que un cliente está dispuesto a pagar por la comida. Una cuchara que pesa añade valor al postre.

Revisemos el tema de las cucharitas para la hora del té, por favor. Antes de invertir dinero de la empresa en I+D o en renovar la carta, revisemos que estamos cumpliendo con lo básico. Saldremos todos ganando.

Sobre la firma

Más información

Archivado En