Cocina de mercado, de proximidad, ecológica o mediterránea, y otras formas de embaucar

Muchos restaurantes hacen el estornino. Imitan eslóganes, cantos, lemas que tienen el poder de atraer clientes

FERNANDO HERNÁNDEZ

¡He sido vilmente embaucada!

Todo empezó hace casi exactamente un año, cuando lo vi por primera y última vez. Atardecía. Yo iba al volante. Él cruzó la carretera de árbol a árbol con un par de aleteos poderosos delante de mis ojos. “¡Un oriol!, ¡un oriol!” grité al momento, extasiada, consciente del valor del avistamiento. Con su plumaje amarillo limón ostentoso de diva de aspiraciones tropicales, su gusto exquisito por el eyeliner y su pico rojo coral, la oropéndola, la Gina Lollobrigida de las aves, es esquiva y rara vez se deja ver fuera de su camerino. Siendo ese día la víspera de mi cumpleaños, lo consideré mi gran regalo.

Soy aficionada a los pájaros. Literalmente aficionada: en lo que a ellos se refiere, nado en un mar hecho de desconocimiento y de admiración a partes iguales. Sé lo justo para sentirme ignorante. Uso una aplicación en el móvil que capta los sonidos de las aves cercanas y las identifica. Los ratos que la prendo brillan un poco más con el fulgor del descubrimiento. Voy viendo aparecer las imágenes de los pájaros en la pantalla al son de los trinos. Poco a poco aprendo a distinguirlos sin ayuda.

Llevo una semana que no quepo en mí de contenta. Estos días, por la mañana, suena en mi jardín una melodía aflautada, una sola frase de viento madera elegante, como submarina, entre la jauría de gorriones y las acrobacias chillonas de las golondrinas jugando a Top Gun, y ¡la aplicación me muestra la imagen de la oropéndola!

La primera vez que sucedió corrí a Twitter a gritar ¡albricias!, y entre los aplausos del público y las muestras de júbilo de mis seguidores aparecieron un par de voces agoreras de naturalistas expertos llamando a la calma: “cuidado con el estornino, que te la está jugando”. “¡Catastrofistas!, ¡Pitonisos!, ¡Tristes!”, respondí, embriagada de ilusión. Pero entonces cerré la aplicación y me puse a leer sobre el estornino, el rey de los espectáculos de danza aérea sincronizada.

Aluciné con lo que descubrí acerca de su extraordinaria capacidad de vocalización. Los estorninos machos tienen dos tipos de canto: el grito, destinado marcar el territorio ante los demás machos, y el canto propiamente dicho, que sirve de imán para buscar pareja. Para una hembra de estornino, cuanto más diverso y florido sea su canto, más atractivo será un macho. Con esto en mente, los estorninos se han vuelto virtuosos del plagio y no sólo imitan los cantos de otros pájaros, sino también sonidos humanos, como cláxones de coches o sirenas de ambulancia. En las trincheras de la Primera Guerra Mundial eran aborrecidos por los soldados porque imitaban el sonido de los obuses cayendo.

Esa misma noche, antes de la cena, salí a la terraza, activé la aplicación, y ahí estaba: el estornino negro. Ni rastro del oriol. Hice lo mismo los días siguientes. Por la mañana, a la luz del sol, el estornino se vestía de diva. Por la noche mostraba su verdadera identidad.

Muchos restaurantes hacen el estornino. Imitan eslóganes, cantos, lemas que tienen el poder de atraer clientes:

“¡Ecológico!”, gritan las luces de neón en locales cuyas cartas están repletas de quinoa o de bayas de goji, etiquetadas con un sello que indica que han sido cultivadas sin pesticidas, sí, aunque lo hayan hecho a mil quilómetros de distancia y quemando gasoil para ser transportadas hasta aquí.

“¡Producto de proximidad!”, rezan los carteles, y en las cartas no falta el aguacate, que, si bien puede haber sido plantado en la Península, ha requerido emular en una tierra asolada por la sequía las condiciones del clima tropical del que es originario. Proximidad a base de palanca y calzador y con los daños colaterales a cuenta del contribuyente.

El canto “¡cocina de proximidad!”, tiene aún más guasa. La proximidad, la cercanía, el arraigo a un territorio, no se limita única y exclusivamente a los ingredientes, sino también a las técnicas de cocción: basta con ponerse a buscar fideos a la cazuela, patatas viudas, guisos de legumbres, romescos de pescado, estofados o caldos en las cartas de los restaurantes de las zonas donde estas elaboraciones son históricas para echarlas de menos.

Lo del trino “¡cocina de mercado!” es para reírse por no llorar. La expresión fue acuñada por primera vez en 1976 por Paul Bocuse, el llamado Papa de la cocina. En su restaurante en Lyon, el chef no sabía qué cocinaría para sus clientes antes de haber ido al mercado. La carta se decidía a lo largo de la mañana en función de lo que los payeses ofreciesen en sus puestos. Eso es cocina de mercado. La oropéndola no tiene carta fija. Los enjambres de estorninos ofrecen desde hace años el mismo tataki de salmón de supermercado, más que de mercado, pero saben que el eslogan de “cocina de mercado” vende, aunque no tengan ni idea de lo que significa. Tampoco es extraño encontrar patas de pulpo distraídas, ofrecidas en cartas donde se puede leer “cocina mediterránea”. Digo distraídas porque ni el caladero de Dakhla, ni el de Agadir están en el mismo mar que las Baleares.

En realidad, me sabe mal haber metido a los pájaros en esto. No llamemos estorninos a los restaurantes liantes. Llamémosles cantamañanas.

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