El milagro de los tomates de culo

Es una especie que era común en los recovecos de los solares en obras, fruto de alguna semilla ingerida en desayunos de pan con tomate y expulsada en algún apretón humano e imprevisto en estos rincones

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

El otro día bajé a la ciudad con tiempo y decidí aparcar el coche lejos de mi objetivo, estirar las piernas, vivir la experiencia de deambular por las aceras de Barcelona como un nativo. Atravesé el barrio de Poblenou, uno de los centros tumorales de la gentrificación que carcome la capital y que hoy combina a la par solares desiertos —en los que antes se han derribado edificios históricos, pequeños comercios, bares de toda la vida y viviendas—, con rascacielos de oficinas, hoteles de lujo, centros comerciales y tiendas de cadenas multinacionales de ropa y comida. A pocos pasos de mi destino di con un milagro.

En uno de los recuadros de tierra recortados en el cemento donde crecen los árboles urbanos se alzaba, con cerca de un metro de altura, moteada de florecillas amarillas, ya preñada de pequeños frutos jugosos, una tomatera espléndida. Tijeras de papelería en mano, un operario de la brigada municipal de mantenimiento de parques y jardines, empujando su carroza de cubos de basura y herramientas, enfrascado en su tarea de desbroce, se acercaba peligrosamente dispuesto a deshacerse del intruso hortícola. Le detuve dándole un pequeño susto al grito de “¡Mire! ¡Es una tomatera!”

Al instante nos agachamos al unísono. Pasamos cinco minutos en cuclillas en la acera, ese pobre hombre atribulado y yo, ajenos al tránsito peatonal, atufados de orines caninos e hidrocarburos, admirando la planta como dos niños chicos que hurgasen un hormiguero con un palo.

El señor estaba deshecho por el dilema. “¡Qué voy a hacer, señorita! ¡Qué voy a hacer!”, se lamentaba. “¡Cortarla sin dudar! ¡Faltaría más, señor! Trabajo es trabajo”, respondí. Pero ambos acordamos en silencio postergar el desenlace fatal y gozar del momento un ratillo más. “Es, sin duda, un magnífico ejemplar de la variedad tomatera de culo”, me arranqué a contarle.

Así como es la odisea la que hace al héroe, tomatera de culo no es una condición con la que se nace, sino que se consigue por el devenir de las eventualidades de la vida. Es una especie de tomatera que en otros tiempos había sido muy común en los márgenes y recovecos de los solares en obras. También aparece sorpresivamente en zonas boscosas donde se puedan coger buenas setas en otoño, en parques infantiles, entre los bloques de granito de las vías del tren y en áreas de descanso de autocaravanas. Allí donde alguien que se haya comido un bocadillo de pan con tomate restregado para desayunar haya tenido un apretón imprevisto cabe la posibilidad de que una de esas semillas de tomate especialmente vigorosa, bien blindada por sus paredes impermeables, atraviese intacta el tracto digestivo del huésped portador y sea depositada encima de un trozo de tierra debidamente acompañada de un regalo calentito y nutritivo que transformará el suelo otrora pobre que la acogerá en el lugar ideal para germinar y echar raíces. Es muy posible que la variedad de tomatera de culo que nos ocupa fuese de la subespecie canina.

Últimamente, las tomateras de culo están cediendo protagonismo en márgenes y parterres urbanos a otra especie que se reproduce sin supervisión por los mismos mecanismos: la adormidera o amapola real. Sus flores, que se alzan solitarias y terminales sobre tallos herbáceos que pueden llegar al metro y medio de altura, son preciosas. Cálices de dos o tres sépalos temblorosos y caedizos con cuatro pétalos arrugados de color blanco, rosado, violáceo o rojo. Parecen amapolas, pero no lo son. Cuando la flor deja paso al fruto, la planta se convierte en un cetro, un tallo recto coronado por una cápsula rellena de semillas y látex pegajoso, un líquido blanco del que se extraen potentes analgésicos y narcóticos como la codeína, el opio, la morfina y la heroína. Por esto todos los sembrados legales de adormidera están custodiados por la Guardia Civil.

Estos espíritus libres urbanos, florecientes insurrectos, no son el resultado de una merienda de pan con tomate o de una comida con gazpacho, sino de la proliferación de garitos de bagels y de emparedados de pan de molde de semillas, que se sirven habitualmente rebozados de una fina capa de pepitas minúsculas y negras de adormidera, y rellenos de crema de queso, rúcula y salmón ahumado. Uno de los lugares de Barcelona en el que se puede observar más este fenómeno es en la plaza Gaudí, la que se abre justamente delante de la Sagrada Familia.

Cualquier fenómeno humano, pequeño o grande, tiene derivadas gastronómicas, y todo lo gastronómico afecta al paisaje y al ecosistema, de tal cantidad de formas que controlarlas es tan posible como sostener el agua de un río con las manos. Allí donde sigan floreciendo tomateras de culo, nuestra gastronomía seguirá viva frente a la gentrificación. Ellas son el último bastión. #nonoscortarán

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