Abraham García: “Soy omnívoro y tengo un hijo vegano: eso es como tener diez dedos en las manos y amputarse uno”
Tres meses después de echar el cierre a Viridiana, el cocinero, de 73 años, presenta ‘Segar los cielos’ un libro de relatos sobre los maquis y, jubilado jubiloso, solo reconoce cierto “monito” de su restaurante
Abraham García cita a las cinco de la tarde, en la sala circular del hotel Palace de Madrid, la legendaria rotonda, mítico punto de encuentro de ciertas élites económicas e intelectuales, donde se acudía a ver y a ser visto, que conoció tiempos mejores y pugna de nuevo por encontrar su sitio. Llega, grandullón e imponente, inconfundible con su sombrero, su fular, su camisa blanca y su pantalón de cuero color calabaza, provisto de un suculento presente a la periodista y el fotógrafo en forma de vermut y trufas firmados con su nombre. Pide un café y se entrega a una amenísima conversación, más océano que río, que, por él, y por nosotros, hubiera durado toda la tarde. Hace solo tres meses que echó el cierre definitivo a la obra de su vida, el restaurante Viridiana y, jubilado jubiloso, dice no echarlo demasiado de menos. Todavía.
¿Qué ha comido hoy?
Pues mira, algo elemental. He ido al mercado de Maravillas, he encontrado una morcilla de ibérico buenísima y he puesto una sopa de ajo, lo más grande y sencillo que se puede hacer.
Muy ligerito.
Bueno, de segundo he puesto una caballa asada, que ahora, en los albores de la primavera, empieza a estar en su punto. Hay que aprovechar, porque llegará el día en que todo el pescado sea de piscifactoría. El mercado es una ventana a la belleza. Para un cocinero, el mercado es el diccionario.
¿Y para un escritor?
Escribir tiene muchas analogías con la cocina. Yo, en el mercado, ya he visto el plato. Escribiendo, con el folio en blanco, también tiras de tu memoria y de tus musas. En este libro que he escrito sobre los maquis, tenía el paisaje, que es el de mi infancia en los montes de Toledo. Y el habla, que es la de mi pueblo, que se te queda grabada de niño para siempre. Cuando se me atacaban los diálogos, tiraba de ellos. De ahí, con suerte, sale un relato afortunado, como puede salir afortunado un plato.
Le dedica el libro a su madre, Dionisia, que, de noche, “zurcía la desdicha”. ¿Pasó hambre de niño?
Eso es porque éramos tan pobres y había tanta miseria que mi madre zurcía los calcetines y cardaba e hilaba la lana de las ovejas antes de tejerla. No soy un niño exactamente de posguerra, nací en 1950, pero la posguerra duró mucho tiempo. He visto casos de cretinismo, esa palabra horrible para describir el raquitismo. He visto a mi madre comer pan solo para que sus hijos comiéramos mejor. Salí de mi pueblo hacia Madrid con 13 años. Esa noche, salieron las vecinas a despedirme con un candil, como si fuera una alfombra de luciérnagas. Esa luz me ha guiado de por vida.
¿Cuánto ha leído para ponerse a escribir?
Yo en el pueblo era pastor y solo fui al colegio de los 9 a los 13 años. Ha sido luego cuando he leído muchísimo, primero en las bibliotecas, porque no tenía para comprarlos, luego ya eligiendo las lecturas y escuchando a los escritores que venían al restaurante y se convirtieron en amigos. Para mí los libros, desde crío, han sido una ventana abierta al infinito, y una guarida, como la de los maquis, en la que refugiarse del mundo en los momentos malos. También he leído mucho sobre cocina. No comparto lo de quien presume de autodidacta. Cuando alguien presume de tonto, en cualquier campo, es que no sabe lo que se ha perdido.
¿Por qué le fascinan tanto los maquis?
Mi pueblo está en una encrucijada de montes y caminos. Hoy los maquis se refugiarían en la gran ciudad, pero entonces se echaban al monte. La represión fue terrible, casi hasta los años 60, y todo el mundo sabía de alguno. La mayoría de esas historias se contaban al calor de la lumbre, en voz baja, el crepitar de las brasas contribuía a que no se escuchara fuera. Hubo mucho miedo durante muchísimo tiempo. Entonces, teníamos la lengua atravesada por un palillo, como las berenjenas de Almagro. Dos de mis cuatro abuelos estuvieron en la guerra, ambos en el bando republicano, y jamás hablaban de eso, quizá porque les constaban que hubo tropelías de ambos lados. Una cosa muy grande es que no nos traspasaron el rencor.
¿Cómo se hizo cronista de carreras de caballos?
Mi amor a los caballos también viene de niño. En mi pueblo había animales de labor y mi abuelo tenía una yegua. Me fascinaba ese animal bellísimo, hasta el punto de que me parecía impropio de su porte que bebiera en la misma fuente que las mulas y los burros. Las carreras de caballos son al deporte lo que los relatos a la literatura. Y cuando pude, me aficioné a ir, y a escribir sobre ellas. Un Derby de Kentucky, por ejemplo, se dirime en dos minutos y medio. El frenesí de una carrera equina no tiene parangón. Qué belleza. Quizá por eso siempre me ha producido repelús la carne de caballo.
¿Tiene otras manías en la mesa?
No, yo he comido y he servido de todo en mi casa. Luego, ya ves, me salió un hijo vegano.
Lo dice como si fuera un garbanzo negro en la familia.
[Ríe] Bueno, yo soy omnívoro y tener un hijo vegano, es como, teniendo la fortuna de tener diez dedos en las manos, amputarse uno.
Hace tres meses que cerró su restaurante, Viridiana, ¿tiene mono?
Llevo cocinando de los 13 a los 73 años. No echo de menos las sartenes y los fogones porque cocino para mi familia y amigos. Pero sí, tengo un mono pequeñito. Un monito. Una especie de síndrome de Estocolmo, sobre todo por lo que tenía de sitio de encuentro. Cuando cerré fue un día grande, dije que me iba a beber el estanque del Retiro de champán para celebrarlo, y aún me quedan motivos y botellas para brindar por eso. En esto hay cosas buenas y cosas ingratas. A veces querías irte y no podías, porque la gente, en estos tiempos de culto al cocinero, a mi pesar, quiere verte allí. Otras, no te querías ir nunca. Imagínate tener a García Márquez en la sobremesa, pues lo he tenido varias veces.
Ahora hay sitios que no sirven cafés para rentabilizar las mesas.
Un restaurante sin café es pura barbarie. Es cierto que este es un oficio duro. Pagaras lo que pagaras, pero sobre todo porque la gente lo que quiere es tiempo, lo cual es perfectamente comprensible. La gente vive en el quinto coño, qué haces con cuatro o cinco horas, pasear por el Retiro, La hostelería se ha quedado sin público.
Para no gustarle el culto al cocinero, cultiva una imagen muy particular.
Eso es porque me hago a la idea de que todos los días voy al Derby. Y me pongo una flor en el ojal por eso. Empecé a vestirme de una manera determinada porque así se me localiza con facilidad. Para dandi, mi abuelo Alejo, que vivió hasta los 101 años. Cuando iba en el autobús de línea y se iba a bajar, se quitaba la boina y decía: “Señores, yo me bajo en la próxima, queden ustedes con Dios”. Eso es la suprema elegancia.
Cuénteme algún secretillo divertido de Viridiana.
Camilo José Cela era el cliente más divertido. Venía los miércoles, y al final, era un apasionado de la cocina y de la conversación. Una vez me dijo: ¿te atreves con una cabeza de vaca? Le dije que encantadísimo, imagínate; una cabeza de vaca, el paraíso para un viejo cocinero, una locura con sus carrilleras, sus sesos, su lengua, las orejas. Podías estar cocinando un plato distinto cada semana. Le pregunté cuántos iban a venir. Y me dijo: “nada, nada, mi mujer y yo”.
¿Qué hace un cocinero estrella jubilado? ¿Va a pasear al Retiro, o a mirar obras?
Pues mira, ayer me cogí un AVE y me planté en Tarragona exclusivamente para comer calçots, que se me iba a escapar la temporada sin probarlos, y de paso descubrí un sitio que es una maravilla, uno de los más bonitos de España, fíjate qué privilegio. Por fin puedo ir al cine o al teatro, que antes nunca podía cuando quería. Y voy a restaurantes de vez en cuando, pero eso para el nivel de exigencia de un cocinero es una tragedia, no es fácil dejarme contento.
¿Cuál cree que es su legado? ¿Tiene un archivo o una ‘egoteca’ en casa?
En la vida de un cocinero, por mucho que se prolongue, quizá valga la pena rescatar dos o tres platos. Además, jamás he usado recetas. Quizá salvaría el gazpacho de fresas, que viene de esa infancia en la que se le echaba lo que hubiera al guiso porque no había otra cosa. O los huevos con trufa, que el día que los puse ya pensé que se me había aparecido la virgen. Me llaman el padre de la fusión, pero, si acaso, sería el abuelo. Eso me viene de mis viajes por el mundo, me abrió otros productos y otros mercados, pero todo viene del origen y del azar. La imaginación es memoria fermentada. A cierto nivel, la diferencia entre lo bueno, lo muy bueno y lo sublime es muy escasa, y ahí está también la clave.
Otros tienen fundaciones y doctorados ‘honoris causa’.
Bueno, cada uno es cada uno. Me gusta decir que no comulgo con hostias esferificadas, ni con las otras. Siempre he sido un detractor de ese tipo de cocina, lo cual me ha costado mis buenas enemistades. En este país tenemos una despensa privilegiada, es el paraíso del producto, y todo eso de hacer barbaries irreconocibles y pirámides de humo... No puedo, no puedo.
UN COCINERO CON MUCHOS CUENTOS
Abraham García (Robledillo, Toledo, 73 años) llevaba 60 años, desde los 13, detrás de los fogones cuando cerró definitivamente su restaurante, Viridiana, las pasadas Navidades. Allí, en torno a sus mesas y a sus cubreplatos en forma de sus legendarios sombreros de ala ancha, congregó durante décadas a la crema de la intelectualidad y a un público que apreciaba su cocina, alejada de modas y técnicas revolucionarias. Ahora, García, aficionado a la escritura desde siempre, reúne en 'Segar los cielos' (Reino de Cordelia) una serie de relatos cortos, como las carreras de caballos que tanto adora y que también cubrió como cronista, sobre los maquis de los que oyó hablar durante su infancia, al calor de la lumbre de su pueblo. Entre tanto, disfruta de su jubilación como un niño con tiempo libre nuevo.