Comer porquerías de vez en cuando nos gusta a todos, y quien diga lo contrario, miente

No comemos sólo para darle al cuerpo los nutrientes que necesita para seguir funcionando, sino que comemos, también, para celebrar el gozo de seguir vivos, para disfrutar de todos y cada uno de nuestros grados de libertad

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

¿Quién es guapa, pelirroja, culona y divina, se las piró campo a través ayer a media tarde a perseguir conejos y ha vuelto de madrugada en una walk of shame de reina, radiante, con una sonrisa de satisfacción dibujada de oreja a oreja, envuelta en un mantón de manila de mierda fresca de corzo? ¡Roma!

Roma toma su nombre de la Loba Capitolina, la estatua de bronce que representa a la diosa silvestre Luperea, protectora de los rebaños de los ataques de los lobos, y que, según la versión del mito más difundida, en el siglo VII a.C. amamantó a dos bebés fugitivos, Rómulo y Remo, salvándoles la vida. Años más tarde, esos dos jóvenes fundarían la capital del imperio romano.

Al instante en que la vi por primera vez, un sábado de agosto caluroso y sofocante de hace once años, tuve claro su nombre. Yo, en mi octavo mes de embarazo, a punto de explotar, bajando a la calle desde mi cuarto piso sin ascensor, en camiseta, shorts y pantuflas, al colmado, a por un par de garrafas de agua; ella, un cachorro de pocos meses de color naranja, melenudo, desgarbado y paticorto, toreando coches en una encrucijada donde confluyen dos avenidas de cuatro carriles en el centro de Barcelona, enloquecida y agarrotada de miedo en medio del barullo, en una nube de estrépito de cláxones.

Nunca he sido animal de tener demasiada simpatía por las mascotas. Nunca le he visto la gracia a guardar a nadie enjaulado ni atado en corto en contra de su naturaleza, en un zulo en la jungla de cemento y alquitrán, un medio que ya es bastante arisco con los humanos, que supuestamente somos capaces de racionalizarlo y entenderlo. Pero ese día no dudé. Clavé el cayado a modo de Gandalf en medio del asfalto y me lancé decidida a la calzada, paré los coches al grito de ¡qué coño esperas que entienda, la pobre bestia, con tanto pitar!, me acerqué a ella, la así por el pellejo del pescuezo, como habría hecho su madre, y la saqué de allí. Me la llevé al veterinario más cercano, para que le escaneasen el chip, le hicieran el chequeo de rigor y se hicieran cargo del problema. Ahí la dejé.

Un par de horas más tarde sonó el teléfono. La consulta cerraba en diez minutos. El animal, que debía tener poco más de cuatro meses de edad, no tenía chip ni problemas de salud aparentes allende el susto. El lunes iría de cabeza a la perrera.

Roma se vino a vivir con mi hija y conmigo y salió ganando más que nadie cuando decidí que nos veníamos a vivir al campo.

Aquí es más fácil que en la ciudad comer casero y sano. Si una tarde de viernes cualquiera se me ocurriese telefonear a la pizzería más cercana para pedir un par de margaritas a domicilio, me soltarían una risotada. A nadie le sale a cuenta mandar un motorista, así que la comida nunca viene a una, hay que ir a por ella, y viajar por viajar, resulta más práctico ir a hacer la compra una vez a la semana o cada quince días y tener siempre la despensa llena: tanto de lo básico como de lo superfluo.

Cuando compro un par de pollos enteros o una pieza grande de ternera o de cerdo, cartílagos, tendones, ternillas y restos van a una olla donde hierven unos minutos. De ahí, a un cuenco en la nevera, de donde van saliendo para aliñar el pienso que toma Roma. Darle pollo crudo pondría en peligro las gallinas del vecino: pasaría a identificarlas automáticamente como merienda.

En las cercanías de mi casa hay un sólo rebaño de ovejas. Los vecinos nos conocemos el horario y las rutinas del pastor, y él se cuida de llevarlas debidamente señalizadas con cencerros que permiten saber a distancia dónde se encuentra el ganado. Esto hace que Roma pueda salir a pasear conmigo sin atar, con la tranquilidad que da saber que no habrá encontronazos.

Roma hoy no se puede mover de dolor de huesos, el agarrotamiento por el sobreesfuerzo le durará un par de días, y de empacho. Se va haciendo mayor y ya no tiene el cuerpo para según qué trotes, pero sabe que en la vida hay males (olores a jabalí, conejos que corren, mierda fresca de corzo) por los que merece la pena dejarse llevar, igual que a mí no me da la gana renunciar a pasar una que otra velada mascando tobosines a sabiendas de que el ardor de estómago me va a tener la noche en vela. Sólo se escapa un par de veces al año, y no hay nada que pueda hacer para evitarlo, que no sea condenarla a vivir siempre encerrada o encadenada, como en la ciudad.

Hace poco una señora me asaltó en el supermercado al grito de “¡Mira la Nicolau, la abanderada de la comida tradicional! ¡Esta foto va directa al Twitter!”. Me pilló metiendo en el carro un par de bolsas de Risketos y un paquete de Donettes.

No comemos sólo para darle al cuerpo los nutrientes que necesita para seguir funcionando, sino que comemos, también, para celebrar el gozo de seguir vivos, para disfrutar de todos y cada uno de nuestros grados de libertad. Vivir con menos de tres contradicciones es ser un fanático. Señora, yo no acepto chantajes terroristas: comer mierda de vez en cuando nos gusta a todos, y quien diga lo contrario, miente.

Puedes seguir a EL PAÍS Gastro en Instagram y X.

Sobre la firma

Más información

Archivado En